La firma del tratado con la Unión Europea, o de un pretratado, vuelve a traer viejas discusiones y reacciones. O excusas. La más emblemática sostiene que para poder entrar en un TLC primero deben eliminarse las asimetrías, los impuestos, los excesivos y muchas veces caprichosos costos laborales -sindicales y judiciales - las falencias logísticas y portuarias. En otras palabras, según ese pensamiento nunca se firmará tratado alguno. No solo es una pirueta tautológica –porque es la apertura y la competencia la que produce tales resultados– sino que además obvia un concepto elemental: los impuestos, incluido el de la inflación, se aplican como consecuencia de un gasto estatal desproporcionado y no relacionado con productividad alguna.
Bajar impuestos, en consecuencia, supone bajar gastos antes. Lo que lleva a otra afirmación falaz, la que estipula que como es imposible bajar el gasto, entonces hay que crecer para que el déficit disminuya porcentualmente. Pero ocurre que es imposible sostener en el tiempo ese crecimiento sin apertura de la economía, con lo que se está ante un festival de frases hechas inconducentes y de compromiso. Como siempre.
Otra excusa es que los trabajadores (privados, por supuesto) no pueden resignar sus derechos para poder competir con Europa. Raro argumento, cuando Europa no es exactamente la antigua Soweto en materia de derechos laborales. Y mucho más raro en países como los del Mercosur, con tamaña cantidad de actividad en negro, muchas veces con una población que ha perdido las ganas de trabajar y con un sistema expulsivo laboral y explosivo previsional. Con lo cual el camino que resta es que las empresas se fundan y desaparezca el empleo.
Se ignora deliberadamente, además, que los TLC modernos exigen igualdad de trato para los trabajadores de las partes firmantes, más otras simetrías. Eso es lo que, dejando de lado su zafiedad, argumenta Donald Trump en las rediscusiones de tratados como el Tclan. Entre esos requisitos figura uno lógico, que además responde a la más pura teoría económica, que cubre y evidencia todas las asimetrías: un mercado cambiario libre y sin manoseos.
Por supuesto que ningún tratado es fundacional, es decir, que se aplica sobre una sociedad ya en funcionamiento, con sus justicias e injusticias, con sus vicios y virtudes. Salvo los países muy pobres o los que salen de una crisis terminal, que tienen allanado el camino para aplicarlos. Y por eso suelen ser los que obtienen los mejores resultados de estos acuerdos. Por otra parte, el proteccionismo empresario y el proteccionismo sindical, son feudos que no suelen ceder en sus posiciones. Ni en sus intereses.
Por eso solo los países con vocación de futuro y de grandeza se inclinan por estos acuerdos. Como lo hace ahora Brasil, que no vacilará en seguir solo ese camino si los rioplatenses no lo siguen. Lo que hace que sea más fácil imaginar una unión Brasil – Bolivia – Chile – Paraguay, que un Mercosur. Las sociedades que están presas de la ideología, los lobbies o la corrupción, da lo mismo cuál de esos factores, o todos, tienen muchas menos chances de integración.
Es sabido que Uruguay sostiene ser diferente al resto del mundo. Habrá que preguntarse si esa diferencia es la que ha quedado evidenciada en la triste, peligrosa y costosa resolución del caso Montevideo Gas. Ser diferente no es, per se, un mérito. Y si la economía oriental no se integra más al mundo, terminará por debilitar su negocio agropecuario, que es el único que aún no ha destruído la pequeñez socialistoide. Es cuestión de elegir. Argentina se enfrentará a la misma disyuntiva en cuanto termine el proceso de su circo electoral ficticio.
Y de pronto, entra en escena la idea de una moneda única para el Mercosur. Digna de un triunvirato integrado por Dalí, Fellini y García Márquez. Se podría agregar a Ionesco como invitado. Un Mercosur agonizante, revitalizado a fomentos, donde algunos de sus miembros no aprobarán los cambios que requieren los tratados con Europa y otras zonas, (Mercosur del que, de paso, Uruguay se sigue autosegregando con su suicida política prodictadura venezolana) hablando de una moneda única. Un delirio argentino, que no sabe ni quiere ni puede cortar su gasto que lo ahoga en inflación y defaults y entonces quiere atarse al Real porque no tiene divisas ni prestigio para atarse al dólar, cual Odiseo pidiendo ser atado al palo mayor de su nave para no tentarse por el canto de las sirenas del gasto y el sindicalismo depredador de Moyano e imitadores y su cómplice, la industria prebendaria, cuando no procesada.
Argentina es un buen caso tipo: vuelve a elegir entre dos modelos que en definitiva son idénticos en esencia: un estatismo cuasi mafioso, encerrado en sí mismo y retroalimentado. Paradojalmente, confía en que esta vez sí, el resultado será distinto.
Cabe algo similar para Uruguay. Dice que quiere cambiar, pero sin dejar de lado su socialismo nostálgico, cada vez más estatista y gastador, que cada uno vive y percibe conforme sus necesidades y su ideología. “Esta vez, lo haremos mejor”, en resumen.
Puede culparse a los políticos de todos los fracasos, pero sería infantil no aceptar que son las sociedades inmaduras las que siguen escondiéndose detrás del Estado y del proteccionismo para no enfrentarse a las realidades y el temor que plantea una población global creciente y más ingobernable cuanto menos tiene que perder.
Habrá que elevar el nivel del debate de ideas. Y el nivel de las ideas que se debaten. Si no se cambian las ideas se corre un riesgo peor al de volver siempre al mismo resultado. El riesgo de retroceder hasta la intrascendencia y el subdesarrollo eterno.