La independencia dependiente

Lo que comenzó como una picardía, concluyó como una de las batallas más ilustres de la gesta de Independencia

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18 de agosto de 2021 a las 05:03

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Por Omar López Mato*

Hacia 1825, ninguno de los grandes actores de la historia uruguaya creía seriamente en la independencia absoluta de la provincia Cisplatina.

Ni Artigas, que languidecía en el Paraguay, había pensado en separar a la Banda Oriental de las Provincias Unidas; de hecho, a la

Declaración de Arroyo de la China, habían asistido las provincias mesopotámicas más Santa Fe y hasta un delegado de Córdoba. 

Lavalleja quería reintegrarse a esas hermanas desleales que parecían escuchar el reclamo del pueblo oriental: debían salir a reconquistar al Uruguay de la usurpación brasilera. Oribe, a su vez, instaba a sus amigos porteños a aportar a la causa de los Caballeros Orientales. Juan Manuel de Rosas, los hermanos Anchorena y Estanislao López llegaron a disponer de 150 mil pesos para la causa libertaria. 

Rivera proponía otra perspectiva del asunto ya que planeaba unirse a los farrapos de Río Grande do Sul con cuyos jefes tenía trato, y así se lo manifestó a Francisco Lecocq, un rico comerciante e ingeniero militar que llegó a ser ministro de Hacienda del presidente Pereira. Era una forma de constituir un Estado más poderoso en la tierra gaucha, que podría hacer frente a una respuesta violenta de don Pedro I para no ver desmembrado su imperio. 

Vale aclarar que no todos los proyectos eran inamovibles. Había dudas, afectos y odios en juego. Los compadres compartían un profundo rencor por los desplantes que habían sufrido hasta el momento.

Lavalleja llegó al extremo de brindar en público por la “destrucción total de Buenos Aires”, afirmación que le aparejó algunos problemas con los argentinos que pusieron dinero para concretar la campaña de los treinta y tres orientales.

La tradición señala que al conocerse la noticia de la victoria de Ayacucho, Lavalleja, Oribe y demás miembros de la partida que el 25 de abril de 1825 desembarcarían en la playa de Agraciada se percataron de que su terruño era la única excolonia española que permanecía en manos de extranjeros. Era el momento propicio de iniciar la gesta libertadora. 

A pesar de la invocación a la unión de las Provincias Unidas, la asistencia de estas hermanas “distraídas” tardó en llegar, tal como le había pasado a Artigas. Por suerte para la Banda Oriental eran varias las partes del imperio que intentaban separarse. Pernambuco y Río Grande do Sul eran conflictos candentes para don Pedro. 

Las fuerzas orientales, a pesar del frío y la escasez de medios, enfrentaron a las tropas brasileñas en varias escaramuzas y encuentros menores. En un momento, Rivera debió ir al rescate de Manuel Lavalleja – hermano de Antonio –, apresando a los hijos del general Abreu como moneda de cambio. 

A mediados de 1825 se reunió la Asamblea Oriental en un viejo rancho de Florida, y el 25 de agosto declaró “írritos, nulos, disueltos y de ningún valor” los actos de incorporación de la Provincia Oriental “por la violencia de la fuerza, unida a la perfidia de los intrusos poderes de

Portugal y Brasil, que la han tiranizado, hollado y usurpado inalienables derechos”, sometiéndola a lo largo de esos ocho años.

Si bien se declaraba independiente del rey de Portugal y del emperador del Brasil, esta Asamblea proclamaba la unión con las demás provincias argentinas “a las que siempre perteneció por los vínculos más sagrados”. 

Deberán pasar tres años, mucha sangre y discusiones para que la Convención Preliminar de Paz de 1828 declarase la separación del territorio oriental del Brasil y “la independencia de la provincia de Montevideo, llamada hoy Cisplatina”. La Asamblea ungió a Lavalleja gobernador y también comandante del Ejército Oriental, mientras Rivera se conformaba con ser nombrado inspector general. Sin embargo, los compadres congeniaron y compartían de hecho la dirección de esta guerra.

Para forzar la asistencia porteña, el gobierno provisorio envió a dos delegados con instrucciones de advertir a Buenos Aires que, de no ayudarlos, estaban dispuestos a ofrecerle a Inglaterra Montevideo para convertirlo en puerto franco. De esta forma tocaban el punto débil de la capital argentina. Los comerciantes de Buenos Aires no estaban dispuestos a soportar tamaña competencia y este miedo les aflojó el bolsillo.

Mientras esto se debatía, los brasileros pusieron precio a las cabezas de los rebeldes. Vale recordar que diez años atrás los porteños ofrecían un alto monto de dinero por la cabeza de Artigas. 

Entre las acciones de guerra, Rivera decidió reeditar el espectacular robo de la caballada con el que había sorprendido a Sarratea doce años antes y decidió sustraerle los caballos que el general Abreu mantenía en el Rincón de las Gallinas –también llamado de Haedo–. Lo que comenzó como una picardía, concluyó como una de las batallas más ilustres de la gesta de Independencia. Pero la de la batalla de Rincón es otra historia. 

*Omar López Mato es escritor, historiador y autor del sitio Historia Hoy              
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