Pancho Perrier

La naturalización del cambio a la uruguaya

Un nuevo gobierno y un tiempo en el que ocurrieron demasiadas cosas, en el país y en el mundo

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06 de junio de 2020 a las 05:03

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En realidad, enjuiciar los primeros 100 días tiene un sentido más simbólico que real. Los balances finales sobre un gobierno, como de tantas cosas, requieren más tiempo. Detectar la ocurrencia de magia en “los primeros 100 días” se volvió hábito después que Franklin Delano Roosevelt llegara a la Casa Blanca, en marzo de 1933. Entonces lo peor de la Gran Depresión iniciada con el crack bursátil de octubre de 1929 ya había pasado, al menos en Europa y América Latina. Pero unos 12 millones de personas aún estaban desempleadas en Estados Unidos, el 24% de su fuerza laboral.

Los primeros 100 días de un nuevo gobierno de centroderecha, después de 15 años de otros de centroizquierda, han estado repletos de sucesos: por el cambio de signo y énfasis, por el cúmulo de urgencias, pero más aún por el arribo del huracán coronavirus.

Diego Battiste

El carismático Roosevelt, en unos frenéticos 100 días iniciales, tomó toda suerte de medidas, desde pequeñas o intrascendentes a otras de más calado. Implementó su New Deal (Nuevo Trato), una serie de planes de reformas y de obras públicas, para estimular el empleo, y una extensión de los seguros sociales para tiempos de crisis.

Los resultados en realidad fueron modestos. Pero muchas personas desamparadas sintieron que al fin alguien en el gobierno estaba ocupándose de ellas.

De todas formas, en estos primeros 100 días uruguayos quedaron de manifiesto algunos asuntos decisivos: el coronavirus cambió la vida de casi todas las personas, en general para peor; el presidente Luis Lacalle Pou, quien ejerce un liderazgo activo, y su gobierno, acertaron en el modo de enfrentar la pandemia; los daños económicos, aunque profundos, podrían ser menores a los vaticinados; la violencia narco e intrafamiliar no cesa; la izquierda, ahora en la oposición, busca el tono y un líder en medio de su desconcierto; y cierto malhumor tenaz, más en Montevideo que en el interior, desciende como una niebla en este afligido otoño.

El juicio final sobre el gobierno de Lacalle Pou está lejanísimo. Al final dependerá no solo de la salud pública sino también de la suerte del empleo y de los salarios; y de cómo les vaya a los vecinos, Argentina y Brasil, espejos en el que los orientales suelen mirarse y compararse.

En estos días la cantidad de infectados por coronavirus, con enfermedad en curso, caerá por debajo de 100, una cifra extraordinariamente baja. Veintitrés personas han muerto, lo que arroja una tasa de 6,6 por millón de habitantes, muy parecida a la de Nueva Zelanda (en la región destacan Ecuador, con 200 muertos por millón de habitantes; Brasil, con 160; Perú, 153; México, 100; Panamá, 84; Chile, 71; Colombia, 21; y Argentina, con 13).

Parte del éxito uruguayo se debe a la cantidad de pruebas realizadas en proporción a sus habitantes: 13.400 por millón, contra 4.650 test en Brasil y 3.950 de Argentina.

Esos resultados no son mérito exclusivo del gobierno ni mucho menos. Hay diversos factores permanentes que contribuyeron: baja densidad de habitantes, alto desarrollo relativo para la región, cierto respeto mínimo por las normas, sistema de salud relativamente bueno.

Pero es muy cierto que la administración de Lacalle Pou, desafiada de inmediato por la izquierda en todos los frentes, salió bien parada ante la corporación médica y burocrática, y los principales líderes adversarios. Para su suerte, también halló un ministro de Salud, Daniel Salinas, que comunica bien, que es activo, y que, en general, para la toma de decisiones no le teme al peligro (como los gatos chicos, según se dice en Torre Ejecutiva).

Leonardo Carreño
El ministro de Salud Pública, Daniel Salinas, junto al presidente Luis Lacalle Pou

Ese control relativo del coronavirus, que está lejos de ser definitivo, es por ahora un ejemplo regional: por la forma del manejo, por los resultados, y por la rápida reapertura económica y social del país, incluida la enseñanza presencial y el comercio. Pero podría arruinarse por el exceso de confianza, el descuido de la gente y el derrame de Brasil.

Casos de violencia abrumadora ocurridos el fin de semana pasado, incluidos el asesinato de tres fusileros de la Armada y otros de violencia intrafamiliar, provocaron un bajón de ánimo colectivo. Afloraron algunos de los fantasmas más temidos por los uruguayos: la proliferación de la violencia doméstica, la guerra narco, los Estados fallidos ante el caos delictivo, desde México a barriadas de Brasil y Argentina; y la sensación de que no queda mucho margen ante quienes desafían al Estado: ahora o nunca.

Hay furia en muchos lugares, junto a una combinación de subempleo, pobreza y miedo.

El auge delictivo de las últimas décadas, que es responsabilidad de todos los gobiernos y partidos, cambió para peor los modos de vida y la fisionomía de los barrios uruguayos.

Todo indica que habrá muchos homicidios durante un buen tiempo, sobre todo por conflictos entre delincuentes. Una acción policial más resuelta y los controles de los militares en las fronteras pueden azuzar, en el corto plazo, la violencia de los delincuentes comunes y la respuesta de los narcos. Pero también es probable que por fin comiencen a bajar las rapiñas y los hurtos.

El gobierno avanza con su ley de urgente consideración, muy amplia aunque nada radical, que estará vigente desde fines de julio. Reforzará la autoridad policial, ampliará la legítima defensa presunta, prohibirá piquetes y ocupaciones de lugares de trabajo y hará varios cambios en diversas áreas.

Los sindicatos pararon el jueves con una movilización vistosa: contra la ley de urgencia y en reclamo de trabajo y otros asuntos. Nada nuevo bajo el sol, y nada cambiará en esencia, al menos en el corto plazo.

En todo caso, la comprobación más importante de estos 100 días es que se pueden realizar cambios completos de partidos y elencos en el gobierno sin que tiemblen las columnas que sostienen el Cielo. Esa naturalidad democrática y la permanencia de las líneas fundamentales del Estado, son una rareza en América Latina, donde cada cambio de gobierno semeja el Apocalipsis. 

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