Leonardo Pereyra

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La pasión según Pilatos

"Liberen a Jesús", gritó Poncio Pilatos, gobernador de Judea, y dio vuelta la historia
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27 de noviembre de 2019 a las 05:04

Su mujer lo tenía mareado con esa insistencia para que liberara de una vez al nazareno.  En las últimas horas Claudia Prócula le había repetido cien veces esa canción acerca de que Jesús era un hombre bueno, un poco radical tal vez, pero nada peligroso. Pero Poncio Pilatos dudaba pese a que ya era hora de enfrentar a la plebe de Judea que debía elegir entre el molesto predicador y el atolondrado Barrabás.

Salió al balcón, entrecerró los ojos para defenderlos del picante sol de esa remota provincia del imperio romano que le había tocado  gobernar, con un gesto hizo callar a la multitud y miró al par de transpirados hombres que esperaban la condena o la salvación. Un rato antes, azuzado por su mujer, había hablado con Jesús para reclamarle algún gesto que le permitiera calmar la ira de las autoridades del Sanedrín. Para exigirle que, al menos,  guardara las formas y dejara de presentarse como hijo de Dios y rey de los judíos.

– ¿Qué voy a hacer contigo?
– Lo que está escrito que hagas
– ¿Y qué es lo que está escrito?
– Está escrito que yo moriré y resucitaré

Pilatos no podía entender qué diablos pretendía Jesús con esa vocación suicida. El –y su mujer- querían salvarlo pero allá afuera casi todos pedían su cabeza. Así que, antes de salir al balcón, firmó la condena de Jesús y la absolución de Barrabás. Si casi todos quedaban conformes con la decisión ¿para qué iba a arriesgarse a que algunos judíos se le amotinaran y lo obligaran a apagar la revuelta a garrotazos? ¿para qué jugarse a un seguro llamado de atención de sus superiores romanos?

Ya estaba frente a la turba que gritaba frenética por la liberación de Barrabás y la crucifixión de Jesús. Ya estaba por entregarles al nazareno atado de pies y manos cuando lo asaltó una duda.

Fue acaso su ego lastimado ante la presión ejercida para que tomara una decisión que no quería; fue tal vez una señal que lo alertó de que estaba por dar una orden que hundiría su nombre en la infamia por los siglos de los siglos; fue, seguramente, una demostración de que los hombres fueron dejados en el mundo a la mala o a la buena del libre albedrío.

Pero, antes que nada, Pilatos se preguntó qué es la verdad. Y su verdad era Claudia. Su mujer era el único oasis en ese desierto rincón de la vasta Roma a donde el emperador Tiberio lo había mandado a recaudar impuestos y a mantener el orden.
Cuando concurría al circo de Cesarea para divertirse un rato con las carreras de carros, su mayor orgullo no eran los vítores que bajaban desde la tribuna sino mostrarse del brazo de su mujer mientras repartía monedas con la cara del César.

Esas monedas que Jesús había repudiado y que sonaron treinta veces sobre las baldosas del palacio cuando Judas se arrodilló arrepentido. Esas monedas en las que él, Marco Poncio Pilatos, estaba dispuesto a grabar, si eso fuera posible, el nombre y el perfil  de Claudia. Su imagen era el único dios que adoraba y sus palabras las únicas palabras santas. Claudia...
 
En esos pensamientos estaba cuando la impaciencia de la multitud lo reclamó. Y entonces, Poncio Pilatos, el gris funcionario del imperio romano, ya no tuvo dudas y gritó  “¡Liberen a Jesus!”.

La maldición casi unánime de la muchedumbre y la explosión de desprecio de Barrabás, fueron menos poderosas que el lamento de desesperación de Jesús.
Pilatos lo miró ya sabiendo que no iba a recibir ningún gesto de agradecimiento. Mientras Barrabás era llevado a la fuerza por los soldados a una cruz que, más tarde o más temprano lo esperaba inexorable, Jesús miraba hacia el cielo sin entender nada.

Ya no habría corona de espinas pero tampoco resurrección; ni navidades ni inquisiciones; los hombres matarían y rezarían en nombre de dioses ajenos; él sería para siempre, y sin que la historia lo registrara, solo el hijo de José y de María. A Jesús le quedó atravesado en la garganta -como la lanza del centurión Longinus que nunca llegaría a probar- el pedido de perdón para los pecadores del futuro.

Jesús no se explicaba cómo lo habían abandonado a esa suerte que tornaba inútiles el triple no de Pedro y el beso de Judas. Ahora lo esperaban otros calvarios módicos y cotidianos; a él, que había caminado sobre el agua y multiplicado los panes y los peces, seguramente lo aguardaban el oficio de pescador en el río Jordán o en el lago de Genezaret o, a lo mejor, en el mar de Galilea.

¿Ante quién se arrodillarían en los siglos venideros esos hombres que, según estaba previsto, debían postrarse ante su imagen flagelada? ¿a qué estrella de Belén perseguirían aquellos que buscaran alguna fe en donde descansar de su cruz?

Pilatos se metió en su palacio dejando atrás la minucia que acababa de dirimir y se secó el sudor de la frente con un trapo que le alcanzó uno de sus alcahuetes. Lo esperaba el amoroso y agradecido abrazo de Claudia.

Poncio Pilatos –ya condenado por la historia a un piadoso olvido– pellizcó un par de dátiles de un plato, escuchó a lo lejos el apagado griterío, se sintió bueno, pidió un cuenco con agua y, entonces sí, se lavó las manos.

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