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La realpolitik de Trump

El declive relativo y el agotamiento interno crean el ambiente para un cambio
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23 de septiembre de 2018 a las 05:03

Por Janan Ganesh / Financial Times

Convertirse en un “país normal” es el sueño de más de una república. Alemania es un ejemplo familiar a nivel mundial. Habiendo expiado los horrores de la guerra y puesto a Europa primero, su siguiente paso como nación ordinaria es perseguir sus intereses estrechos sin avergonzarse. Ya que Donald Trump es tan extraño, no podemos decir con certeza que el propósito de su proyecto es normalizar a su propio país. A pesar de perturbar al mundo, su política exterior parece tener esa meta: convertir a EEUU en un Estado egoísta entre otros Estados egoístas, y dejar de ser una institutriz a cargo de todo el mundo libre que no se da abasto.


Esta realpolitik puede ser contraproducente. Ignora a los intereses nacionales que se sirven a través de obras teóricamente nobles, como el acuerdo climático de París. Pero al menos es más coherente que sus críticos. Los liberales siempre se quejaban del poder de EEUU hasta que amenazó con retirarse de ciertas instituciones, en cuyo momento la OTAN y el Consenso de Washington sobre el comercio se convirtieron en sacramentos que necesitaban salvarse de las amenazas populistas. A diferencia de los republicanos convencionales, al menos Trump no parece creer en el ‘dogma sagrado’ que establece a EEUU como una nación especial destinada a defender la libertad.

El realismo tiene más a su favor, sin embargo, que la coherencia interna. También se ajusta a las condiciones externas. Se requiere una nación en pleno poder para dirigir un orden mundial. Esa descripción concuerda más con EEUU en 1948 que en 2018, y mucho menos en 2048. La deslealtad de Trump hacia el sistema de posguerra es inquietante, pero tal vez él está eligiendo hacer lo que los futuros presidentes tendrán que hacer por necesidad.

La Pax Americana no es el orden natural de las cosas. Es una fase que surgió a raíz de circunstancias extremas. EEUU representó un tercio de la producción mundial cuando estableció las instituciones de Bretton Woods, reavivó Japón y aseguró Europa. Debido a que su poder absoluto siguió siendo tan impresionante, olvidamos que su posición relativa comenzó a disminuir poco después. Ahora representa alrededor de 20 % de la producción mundial.

No tiene los medios para mantener al mundo democrático para siempre. En algún momento, un presidente iba a interpretar el interés nacional en términos más limitados. Los tres líderes más recientes fueron elegidos debido a su compromiso de hacerlo.

No sabemos si Trump –como–estadista entiende el declive relativo en el que ha vivido, pero  Trump –como– político entiende algo igualmente relevante. El contribuyente aún aguarda el dividendo de paz que se le prometió cuando cayó el Muro de Berlín.

EEUU pasó la mayor parte de la era posterior a la guerra fría en costosos conflictos en otro hemisferio. Estas “guerras sin fin” continuaron cuando la nación sufrió un colapso financiero y padeció del tipo de infraestructura que debería estar por debajo de la dignidad de la nación que construyó la represa Hoover.

Las dos tendencias –el declive relativo y el agotamiento interno– han creado la mejor atmósfera para la realpolitik desde los años posteriores a Vietnam. La diferencia es que esta vez debería de perdurar, ya que China y otras potencias están reduciendo el margen de maniobra de EEUU.

Sin embargo, esto no implica que haya una demanda para el aislamiento. Hay una gran demanda para un enfoque que eleva los intereses propios sobre los valores. Trump es el primero en intentarlo. No hay ninguna razón para humillar a aliados tan intachables como Canadá o de imponer, como su gobierno lo hizo esta semana, nuevos límites el número de refugiados que pueden entrar al país. Pero la lógica subyacente del egoísmo durará más que él. Los realistas ya han visto una oportunidad para moderar las crudezas de “EEUU Primero” para crear una política exterior seria y dirigida por los intereses de EEUU.

Los más destacados entre su tribu académica, John Mearsheimer y Stephen Walt, ya han publicado libros que argumentan a favor del retiro de su nación de la “hegemonía liberal”.

Sin embargo, aunque el realismo venidero resulte ser una corrección excesiva, ya hacía falta una corrección. No hace mucho, George W. Bush describió la libertad como el “diseño de la naturaleza” y Barack Obama, con la misma despreocupación, afirmó que el arco de la historia se inclina hacia la justicia. El arco de la historia no se inclina hacia nada.

Hay cosas que seguramente extrañamos de estos presidentes –su encanto personal, sus gabinetes experimentados– pero estas tonterías teleológicas no están entre ellas. La historia de la posguerra sugiere que los ideales causan más problemas en EEUU que el cálculo frío.

Richard Nixon dijo que un líder puede, como máximo, “darle un empujón a la historia”. Él o ella no puede alterar el curso de la historia tanto como acelerar una tendencia que ya está en progreso. Las tendencias estructurales del mundo demandan que EEUU se encargue de sus propios intereses conforme pasa el tiempo. Cada uno de los tratados rotos y las rondas arancelarias de Trump se puede interpretar como un empujón hacia ese destino; una movida para devolver a EEUU a la normalidad otra vez. Sus sucesores lo harán mejor. Pero sí lo harán. 

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