Camilo dos Santos

Las promesas que es mejor no escuchar en la campaña

El oficialismo y la oposición están tentados a prometer imposibles y en un contexto fiscal como el actual, el costo es el descrédito y la pérdida de confianza para el próximo gobierno

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04 de abril de 2019 a las 13:26

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La campaña que Uruguay necesita es una campaña aburrida. Discursos cautos, palabras medidas. Promesas contadas con los dedos de una mano –o dos a reventar–. Números bien masticados, a prueba de expertos. Todo bien documentado: qué, para qué y a cuánto. Sin gritarle a la tribuna ni berrinches dogmáticos.

Con un rojo de las cuentas públicas en 4,5% del PIB –niveles máximos en tres décadas–, los expertos advierten que en 2020 gane quien gane habrá que procesar un ajuste. Con es escenario por delante, hay cierta cuota de irresponsabilidad en prometer imposibles. Con una campaña en sus primeras etapas, vale la pena repasar los lugares comunes en los que los partidos se ven tentados a caer y los riesgos de abusar de la confianza.

El político en campaña es un vendedor de ilusiones. Nadie puede aspirar a la presidencia si no es capaz de contagiar un sueño en su electorado, una esperanza. Y es difícil sembrar ilusiones hablando de ajustes. Y más cuando se tiene en cuenta el punto de partida. Desalienta pensar en tener que pagar más, cuando a criterio del electorado se paga tanto. Desalienta pensar en recibir menos cuando se recibe tan poco.

Para el oficialismo es más fácil negar la gravedad del problema. Apostar a una respuesta gradual que como en la actual administración, se descanse en proyecciones optimistas sobre un crecimiento económico improbable que licúe un gasto en aumento. Hablar de reducción de impuestos, de carga al sector privado, implica reconocer que los niveles actuales son excesivos. El oficialismo se ve tentado a prometer más gasto, mayores prestaciones públicas, más y mejor Estado.

Por el contrario, la oposición tiene la tentación de prometer ahorro. Ahorro que se traslade al bolsillo. Un Estado más austero, que no cargue con impuestos a los jubilados, que ofrezca combustibles y electricidad a precios más accesibles y que afloje de la espalda de la pequeña empresa la dura carga de impuestos y aportes que restringe su capacidad de contratar y expandirse. Incrementar el gasto para la oposición suena a eso que tanto se le critica al Frente Amplio y por lo tanto, los incentivos van por otro lado.

Sin embargo, al escuchar las promesas de unos y otros, hay un punto en común entre oficialistas y opositores. Ambos transmiten un mensaje engañoso y preocupante: que el ajuste que están dispuestos a procesar va a ser inocuo en el corto plazo para el bolsillo y el bienestar de la gente. En el discurso de los candidatos, el ajuste está presente, pero en una versión que no implica grandes esfuerzos y sobre todo, que no le duele a quien se le pide el voto.

Desde la oposición se insiste en el argumento de la eficiencia y apuestan a una rápida reducción del gasto por la vía de racionalizar y profesionalizar la gestión pública. Se dice que en los entes hay mucho margen para ahorrar. Se habla de una reducción del gasto discrecional mediante un recorte de cargos de confianza y de no renovar vacantes para que rápidamente el Estado pierda peso y se ponga en forma.

El problema es que el gasto discrecional no mueve la aguja y que las transformaciones del Estado son complejas y por más inevitables que sean, llevan tiempo y un desafiante entramado de duras negociaciones.

¿Cómo trasladar hoy al bolsillo de la gente resultados de un ahorro que en el mejor de los casos, se irá viendo poco a poco con el transcurso de los años?

Algunos actores hablan de reducir impuestos para incentivar la actividad. Y aseguran que esa nueva actividad pagará por sí sola la menor tributación. Y lo dicen así, sin evidencia. Sin cálculos de elasticidad que permitan afirmar que lo que sube igualará lo que baja y que el resultado no será más déficit a cambio de unos pocos empleos.

El oficialismo, por su parte, insiste en que aun hay margen para subir impuestos por el lado de los que más tienen. Porque si el ajuste lo pagan pocos y esos pocos tienen mucho, sería un ajuste que además de solucionar los problemas fiscales, distribuiría ingresos de manera más equitativa. Apuestan también al crecimiento. Que un cambio guiado por el gobierno de la matriz productiva traerá aparejada una reactivación tal que permitirá licuar el aumento del gasto, como si existieran recetas para tal cometido.

El problema es que Uruguay no solo compite con el mundo en su producción sino también a la hora de atraer y retener capitales. En un contexto en el cual la pérdida de rentabilidad expulsa inversiones, aumentar impuestos solo puede acelerar ese proceso que tiene como consecuencia hoy la pérdida sistemática de puestos de trabajo. Lo paradójico es que el costo del ajuste lo terminan pagando justo aquellos a los que se intenta proteger.

Las promesas y la ilusión desmedida a la larga termina costando caro. Porque el ajuste se va a procesar, sea quien sea que gane las elecciones. Y va a doler. No va a ser una herida mortal, pero va a doler. Pero en un escenario de promesas desmedidas, el ajuste va a venir acompañado de un mayor descreimiento, de un mayor desencanto con la administración de turno, con el sistema político y la propia democracia. Es un proceso en curso que la campaña, tal y como se plantea, no hace más que reforzar.

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