Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Llamadme Leslie y con mucho gusto

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21 de octubre de 2018 a las 05:01

De Leslie Ford, del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
 

Estimada Magdalena,
Llamadme Leslie

Ha tenido usted la amabilidad de trasladarme, en una comunicación off de record, las dudas que se han suscitado en Uruguay respecto de la identidad de Leslie Ford y hasta de su misma existencia. Me gustaría seguir esa pista halagadora y romántica, pero a mi edad tengo indicios más que suficientes para suponer que existo y empezar a conocer quién soy. Déjeme que le cuente la verdad, en dos partes desiguales. 
La primera es que, desde mi juventud (como quizá tendré oportunidad de contarle algún día), me he esforzado en aprender la lengua española, sin cuyo conocimiento, al menos funcional, me habría sido imposible leer los textos originales de algunos de mis autores fundamentales -por ejemplo, los místicos castellanos del siglo XVI. Mi propio entusiasmo, un diccionario barato y cotidianos y sucesivos viajes en tren, me regalaron el don de la lectura. Mi español escrito, en cambio, no obtuvo las mismas recompensas. Nunca he conseguido que nadie creyera que mi jamón de York era en realidad jamón ibérico. En cada oportunidad, Henry Higgins pudo asignar mi castellano escrito a una -y una sola- región de España: el Oxfordshire.

Pero es necesario todavía conocer la segunda parte de la verdad -mucho más atractiva que la primera, si se me disculpa anticipar un juicio. 
Aunque ahora vive en Inglaterra, María, mi mujer -que ha aparecido ya antes en estas mismas líneas, junto a mí, discutiendo la posibilidad de que las rosas crezcan al pie de los cipreses- es en realidad una española nacida en Madrid, donde es fama que se habla el más puro castellano del mundo. Y ha trabajado, desde hace 30 años, como traductora para diversas casas de edición. (Una combinación irresistible para cualquier bibliotecario inglés, concédamelo). Durante estos mismos años, la he visto crear pacientes versiones castellanas de las obras de Yeats y John Henry Newman. Y traducciones audaces del Pygmalion de George Bernard Shaw, o las Revelations de Julian of Norwich. La he visto rechazar unos textos de Kerouac que le parecieron inhumanos. Y esperar inútilmente que a alguien se le ocurriera encargarle la traslación de “La Voz a Ti Debida” de Pedro Salinas al inglés. Claro que no soy objetivo, porque ella es también inmensamente linda, pero para mis colaboraciones en “Magdalena y el bibliotecario inglés”, no habría querido tener otra traductora que no fuera María, mi mujer. Qué suerte la mía que aceptó.

Pero aún es necesario decir algo más. Lo he discutido con María y estamos de acuerdo en que su versión introduce, aquí y allí, reescrituras muy visibles que modifican a veces el alcance de mi redacción original. Y esto es lo extraño: en el cien por ciento de los casos, la nueva versión me gusta más que la antigua. En parte, porque le encuentro la gracia de lo nuevo, como si otro hubiera escrito, y no yo, lo que yo mismo he escrito. Pero sobre todo, porque usa un tono menos solemne. (Inesperadamente, debo decir, porque el castellano parece tener una arquitectura sonora más densa y menos flotante que el inglés). Es sólo una opinión personal, pero tanto como me pesan y aburren las previsibles verbalizaciones de Leslie Ford en inglés, admiro la chispeante prosa y las audacias castellanas de María. 

Como cualquier marido que se encuentra a 30 años de distancia de su luna de miel, he tratado de comprar los favores de María con estos comentarios sobre su prosa y sus afortunadas intervenciones. Pero no ha resultado como esperaba. Dolorosamente he descubierto que María no está demasiado interesada en los escritos de Leslie –los haya escrito yo o ella– sino en las cartas de Magdalena. ¡Es “magdalenista” y no “lesliefordista”! 
“No te imaginas, Leslie” –me ha dicho– “lo que han mejorado tus artículos con mi traducción; pero nunca van a estar a la altura de Magdalena”.

¿Basta con lo dicho para suponer que Leslie Ford y su bella esposa son el bibliotecario inglés? Una vez le escuché decir a aquel maravilloso profesor de literatura que la Ilíada no la escribió Homero, sino otra persona a la que llamamos, convencionalmente, Homero. 
Rimbaud lo dijo más bella y brevemente: “Je est un autre”. 

Lo he discutido con María y estamos de acuerdo en que su versión introduce, aquí y allí, reescrituras muy visibles que modifican a veces el alcance de mi redacción original.

 

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College

Estimado Leslie:
Con mucho gusto, Sr. Leslie

No sé si lo sabía, pero tiene usted algo en común con el padre del Psicoanálisis. Algo bien extraordinario, por cierto;  eso de  aprender una lengua foránea para leer las obras originales de autores fundamentales. La perseverancia y talento de Freud para aprender el idioma español en forma autodidacta a los dieciséis años siempre generó en mí una especial admiración, que ahora hago extensiva a usted, Leslie Ford.  Claro que como buen auscultador de la psiquis humana, lo que cautivó a Freud fue esa combinación genial de locura y cordura en Don Quijote de la Mancha. Y así me pregunto, ¿qué inquietud particular condujo a un oxoniense como usted, a embarcarse en tan arduo propósito para leer a los místicos castellanos?   

Soy consciente de que la lectura de libros está en riesgo de extinción,  pero sigo creyendo que somos en gran parte los libros que leemos, y viceversa. Y su caso no es una excepción a mi regla: fíjese que en su última carta, en la que se propone expresar su identidad, usted refiere más a autores y obras que a datos, atributos o circunstancias biográficas.
Como la Maga y Oliveira en “Rayuela” de Cortázar -que andaban sin buscarse, pero sabiendo que andaban para encontrarse- personas y libros acaban siempre reconociéndose en esa incesante proyección de la identidad.  Y lo mismo entre mortales; en la era de tablets, notebooks y celulares, algunos seguimos sondeando en bibliotecas, salas de espera, transportes colectivos y plazas, coincidiendo o discordando calladamente con otros exiguos anónimos que también empuñan un libro. 

Así, no debería sentirse desestimado ni sorprendido por la afición que su mujer muestra por mis escritos. Presiento que esta preferencia se debe, nada más ni nada menos, que a esa coincidencia entre dos personas que se reconocen a través de sus libros preferidos.  Leyendo su carta supe que María tiene una predilección especial por “La Voz a Ti Debida” de Pedro Salinas, y debo reconocer que me sentí gratamente sorprendida por este descubrimiento. Digo sorprendida, porque conozco muy poca gente –casi nadie, a decir verdad-  que estime tanto a este genial madrileño que definió a la poesía como “ahondamiento de la realidad”.  Yo lo conocí gracias a un cuñado que me obsequió su poemario como regalo de bodas y es uno de esos poetas que, como usted bien dice, me ha sacado una y otra vez a volar. Porque la poesía enciende el alma, que despliega sus alas en vuelo hacia su morada original,  allí donde descollan el Bien, la Belleza y la Verdad.  Si la Filosofía es asombro y búsqueda, la Poesía es elevación y hallazgo: como “Coffee and Cigarettes”, ¡qué combinación!

Pero volviendo al asunto de su tan conjeturada identidad; una vez escuché a Fernando Savater decir que siempre es un otro quien nos saca de nuestra insignificancia natural para hacernos humanamente significativos.  No es que previo a su ultima carta fuera usted insignificante, Leslie, pero los místicos castellanos y María le confieren ahora una identidad más singular y significativa. ¡Savater tiene razón!  Nuestra identidad, eso que nos concede sentido y propósito en la vida, es el resultado de ese juego intersubjetivo en el que somos a la vez espejo y reflejo de esos otros –personas, poemas, ideas, autores o libros- que nos conmueven y transforman. 
Homero se refleja en la Ilíada,  que hace de espejo a cada uno de sus lectores, quienes a su vez proyectan a esa persona que escribió la Ilíada y que es llamado Homero. Pero en Homero, el nombre y también el hombre, conviven prodigiosamente tantas identidades como lectores de la Ilíada. 

Pero volviendo al asunto de su tan conjeturada identidad; una vez escuché a Fernando Savater decir que siempre es un otro quien nos saca de nuestra insignificancia natural para hacernos humanamente significativos.

En “Everything and Nothing” narra Borges las palabras que Dios le dirige a Shakespeare antes o después de morir: “Yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie.” 
Pero le ruego, Leslie, que la genialidad de Borges no lo desmotive y que continúe persistiendo en su afán de ir revelando su identidad en sus misivas. Es, precisamente, ese anhelo por descubrirnos -que nos impulsa al llamado socrático comprendido en el “Conócete a ti mismo”- el testimonio más fehaciente de nuestra inherente y maravillosa multiplicidad. Tan inmensa como los libros que hemos leído.  
 

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