Diego Battiste

Militares bajo sospecha

Es necesario legislar para prevenir ciertas situaciones

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10 de abril de 2019 a las 05:00

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Fueron siete días de locos. El lunes de la semana pasada Tabaré Vázquez accionó la guillotina hasta desafilarla: rodaron al unísono  las cabezas del ministro de Defensa, Jorge Menéndez, del subsecretario Daniel Montiel, junto con las del comandante en jefe del Ejército José González y de otros cinco generales. Una semana más tarde, al asumir su cargo en sustitución del general José González, el general Claudio Feola, afirmó que no podía “confirmar la existencia de desaparecidos”. Apenas dos horas después debió escribir un comunicado contradiciendo enfáticamente sus insólitas declaraciones previas. En el medio, otro excomandante de esa fuerza sacudió el tablero político: el general Guido Manini Ríos oficializó su candidatura presidencial por el partido Cabildo Abierto. Los militares han vuelto a ser noticia y hay que preguntarse por qué. 

Los militares son noticia porque el episodio de los tribunales de Honor sembró dudas respecto a la visión que predomina en la corporación militar sobre la actuación de las Fuerzas Armadas durante el pasado reciente. Estas sospechas tienen fundamento. El propio Ejército las alimenta cuando, luego de la crisis institucional más importante desde diciembre de 1986, el general Claudio Feola dice no poder confirmar la existencia de desaparecidos; cuando los tribunales de Honor no consideran que las declaraciones de Nino Gavazzo (admitiendo alegremente intentar hacer desaparecer en plena democracia a un militante tupamaro muerto en la tortura) cubren de deshonra al Ejército; cuando la inmensa mayoría de las Madres y Familiares de los Detenidos Desaparecidos no logran conocer el destino de sus seres queridos, sin que exista en las Fuerzas Armadas una reacción de indignación ante la persistencia de un ominoso pacto de silencio. 

Para entender la falta de reacción de los militares de hoy ante el pacto de silencio de los de ayer hay que tomar en cuenta al menos dos factores. En primer lugar, la política de paz y amor hacia las FFAA que liderara, especialmente desde el cargo de ministro de Defensa (2011-2016), el exguerrillero Eleuterio Fernández Huidobro. El fundamento ideológico de esta política es bien conocido: los principales referentes de tupamaros y militares comparten que las violaciones a los Derechos Humanos cometidas durante la dictadura no deben ser juzgadas porque ocurrieron en el contexto de una guerra civil. Por tanto, nada de presiones para conocer la verdad ni de juicios para intentar soluciones de justicia. Esta política contó con el visto bueno de José Mujica, primero, y de Tabaré Vázquez, después. También en esto Vázquez 2 fue distinto a Vázquez 1. Durante los primeros dos años y medio de su primera presidencia, exactamente hasta el 19 de junio de 2007 (el día del “Nunca Más”), Vázquez puso toda la presión posible para esclarecer la suerte de los desaparecidos y para condenar a los principales responsables de la represión. Hasta ahí llegó.

Pero hay que ir todavía un poco más atrás. El sistema político uruguayo logró, negociando, una transición desde el autoritarismo a la democracia sin violencia ni derramamiento de sangre. Pero la oposición democrática pactó con los militares en posición de debilidad. El Partido Nacional, a instancias de Wilson Ferreira Aldunate, decidió no participar en el Pacto del Club Naval. La división de la oposición debilitó su capacidad de imponer condiciones. Por eso mismo los militares pudieron batirse en retirada conservando espacios de poder. Por eso, se dieron el lujo de hacer sonar los sables en diciembre de 1986, chantajeando a las autoridades democráticas. Fue así que lograron la aprobación de la Ley de Caducidad y que evitaron ser juzgados por violaciones a los DDHH. Como sistema político, podríamos haber recorrido otro camino. Existió la posibilidad de una transición distinta. Colorados, frenteamplistas y cívicos priorizaron en ese momento acelerar la transición. Algunos de ellos parecen no haber entendido que, de este modo, comprometían inexorablemente la Verdad y la Justicia.

En todo caso, los militares han vuelto a ser noticia. Manini Ríos es candidato a la Presidencia. No voy a asignar intenciones. No tengo cómo comprobar si estamos frente a un operativo político con un timing bien pensado o ante una sucesión de circunstancias. Repasemos la secuencia y que cada uno saque sus conclusiones. El miércoles 3 de abril el excomandante lanzó su candidatura presidencial. Había sido destituido apenas tres semanas antes, el 12 de marzo. Pese a estar destituido no dudó en dirigirse a sus camaradas de armas para despedirse. Su destitución no tomó por sorpresa a nadie. Sus críticas al Poder Judicial no dejaron margen de maniobra a un presidente que ya lo había sancionado con arresto a rigor durante un mes, entre setiembre y octubre del año pasado, por cuestionar públicamente la reforma a la caja militar elaborada en el Poder Ejecutivo.

Esto nos lleva directamente a un punto crucial. No sabemos si utilizó su cargo como comandante en jefe del Ejército para construir una carrera política como presidenciable de un partido nuevo. En todo caso es obvio que ninguna regla se lo impidió. Con esto alcanza y sobra: es imprescindible legislar para evitar que este tipo de especulaciones electorales, potencialmente dañinas para la vida institucional, puedan ocurrir. Existe consenso en Uruguay respecto a que no es conveniente que se utilice la presidencia de una empresa pública (v.g. ANCAP) como trampolín hacia un cargo electivo. Con mucha más razón urge prohibir terminantemente que los oficiales de las tres armas puedan aspirar a cargos electivos antes de que se cumplan, como mínimo, cinco años de haber dejado sus cargos. 

 

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