Pablo Neruda tomó su apellido de un escritor checo olvidado

Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Nadie quiere ser alguien más

Que a uno lo confundan con otro es algo común en un mundo con cada vez más gente
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17 de octubre de 2021 a las 05:05

"No sabía que usted es ingeniero”, me escribió sorprendido un lector. Yo me sorprendí incluso más, pues tampoco sabía que lo era. En días de fake news, cualquiera corre el riesgo de ser acusado de algo, incluso de ser ingeniero. Por lo tanto, para salir cuanto antes de la duda le escribí al remitente preguntándole: “Si fuera tan amable, ¿podría decirme desde cuándo soy ingeniero?” Su respuesta fue la esperada: “Si usted no lo sabe, ¿cómo voy a saberlo yo?”. Aceptando que él tenía razón –no me gusta contradecir a los cinco lectores y medio que tengo–, dejé el asunto ahí, para qué seguir. Pero para salir de la duda cuanto antes, respecto a si era yo o no ingeniero, entré al palacio universal de las respuestas: internet. Para mi inicial felicidad pude descubrir que sí, que Eduardo Espina es ingeniero. ¡Y yo no lo sabía! Justo cuando me disponía a celebrarlo a lo grande y a prepararme, en la medida de lo posible, para cuando la gente que hasta ahora tampoco lo sabía comenzara a llamarme ingeniero Eduardo, tuve la genial idea de averiguar primero desde cuándo tenía yo esa profesión. En medio de la maraña de dudas que me embargó (claro, es mucho mejor que a uno lo embargue una duda y no el banco), logré confirmar que el ingeniero no era yo, sino otro Eduardo Espina que, supongo, tal vez no sea el único en habitar además de nosotros dos este generoso planeta. 

A decir verdad, al confirmar las identidades diferentes sentí enorme alivio. Me había puesto del todo nervioso la posibilidad de que yo fuera ingeniero y no saberlo. ¡Cómo era posible! ¿Cuándo había ocurrido? Evidentemente, algo importante había sucedido y yo, sin tener idea. Me sentí como el del chiste de Gila, cuya madre no había estado presente cuando él nació. Lo mío no era tan grave, pero igual. Me pasé noches enteras en vela, meditando hasta tarde sobre mi nueva profesión. Durante esos días tensos me carcomió la duda: ¿y si la gente me contrata para hacer un puente, un rascacielos, una planta nuclear, un bulevar, una usina de UTE, o incluso, por qué no, una piscina con trampolín en el fondo de su casa, cómo voy a poder cumplir con mis obligaciones profesionales si no tengo la menor idea por dónde empezar? ¿Qué es lo que debe hacer un ingeniero? Por consiguiente, me puso muy alegre, como feliz casi, enterarme semanas después de que afortunadamente no era yo el tal Eduardo Espina, persona cuyo perfil aparece “en LinkedIn, la mayor red profesional del mundo”. Puesto que por decisión propia carezco de redes sociales (ya tengo amigos suficientes), era imposible que pudiera estar donde no estaba. Mi tocayo –horrenda palabra, por cierto– es venezolano e ingeniero en sistemas. Nos llamamos igual, vivimos en el mismo mundo y continente, pero no tenemos nada que ver uno con el otro. Yo soy yo, y él es él. El uno y el otro. Nuestro caso, como consta, no es único ni excepcional. Quienes se llamen Rodríguez, García, González o, etcétera, saben a qué me refiero.

En la guía telefónica –está cada vez más flaca– hay gente con el mismo nombre y apellido. Eso no debería implicar problema alguno, salvo la falta de exclusividad cada tanto. Los problemas a enfrentar son menores, y la mayoría de las veces tienen que ver con un acto de indistinción. La gente los confunde con otros llamados igual.
–Hola, ¿hablo con Manuel?
–Sí.
–Hola, querido, qué gran alegría hablar contigo, tanto tiempo. Habla Enrique.
–Enrique…, ¿qué Enrique?
–Tu excompañero de la facultad.
–Yo nunca fui a ninguna facultad, ni siquiera terminé la escuela primaria.
–¿No hablo entonces con Manuel Rodríguez?
–Sí, pero, ¿qué Manuel Rodríguez busca?
–El que... evidentemente no es usted.

Conversaciones como esta proliferan en el ámbito hispano donde los Manuel Rodríguez son tantos como los José García, los Pedro Martínez o los Carlos López. Los primeros Rodríguez, García, Martínez y López en venir al mundo tuvieron hijos y estos a su vez otros, una descendencia prolongada. Y la multiplicación, lo mismo que las de los peces en el Nuevo Testamento, continuó. Por consiguiente, para evitar confusiones innecesarias, muchos padres toman el camino de la originalidad y eligen para sus hijos nombres exóticos para combinar con apellidos de los considerados comunes. Así pues, conozco un John Peter García (que no habla ni pito de inglés), un Stalin Martínez (que es anticomunista) y un Giuliano López (que odia la comida italiana, especialmente la pizza con anchoas y aceitunas). Cuando la gente entra en contacto con ellos –encantado de conocerlo– no los confunde con nadie. El nombre que sus padres les dieron al nacer les otorga una exótica y genuina originalidad, haciendo literarios a sus apellidos.

Llamarse igual que otra persona no representa mayor problema, aunque no todos desean tener un homónimo cuando este carga sobre sus espaldas algún estigma visible. Que alguien por ejemplo se llame Jeffrey Dahmers (lo hay) y sea un ciudadano honesto, tendrá que soportar oprobio o cambiar su apellido para no ser confundido con el asesino en serie que mataba a sus vecinos y luego se los comía a la plancha. Una vez estaba terminando de comerse la pierna de un vietnamita, justo cuando la policía golpeó la puerta de su apartamento porque sus vecinos se habían quejado de ruidos molestos en el piso de arriba. En la corta visita, que no pasó de la puerta de entrada, la policía solo le pidió que bajara el tocadiscos, el cual estaba sonando a todo volumen para que no se oyeran los gritos desesperados de su víctima de turno, la cual terminó convertida en cena. 

Similares problemas tienen quienes se llaman Augusto Pinochet, Al Capone, Fidel Castro (sobre todo si vive en Miami), Jorge Rafael Videla, o Anastasio Somoza, y no tienen nada que ver con quienes hicieron famosa esa forma de ser reconocidos en la mundanal realidad. Un alemán llamado Adolf Hitler, nacido en los años en que el Führer era idolatrado, cambió su nombre en la década posterior a la guerra para evitar ser insultado de manera soez, cada vez que debía realizar un trámite burocrático. Leí su historia y me conmovió. Según confesó, cuando la gente no lo insultaba, le preguntaba cómo era su padre las veces en que no estaba llevando a cabo cosas horrendas contra la humanidad. Adolfph Hitler 2 no tenía, que yo sepa, lazos sanguíneos con su compatriota Führer, pero solía ser condenado en público por las dos palabras nefastas que aparecían en su documento de identidad. Ahora tiene otro nombre y apellido. Es el agente secreto del que alguna vez fue sin terminar de serlo, por llamarse de la manera incorrecta.

Hubo casos en que gente famosa demandó a otra, que no lo era, simplemente porque se llama igual. La acusaron de falsificar la identidad de una estrella para lucro personal. Una ridiculez. ¿Qué culpa tienen los ciudadanos comunes Tom Hanks, Tom Cruise y Jack Nicholson de llamarse así y no protagonizar ninguna película como sus homónimos de Hollywood? Un caso insólito se vivió tiempo atrás en Atlanta. En esa ciudad, donde tienen su sede central la Coca Cola y la CNN, fue demandado el crítico de música del diario Atlanta Constitution. Se llama Bill Wyman, igual que el exintegrante de los Rolling Stones. Aunque cueste creerlo, fue demandado por el músico, quien lo acusó de lucrar con su nombre y de confundir a los lectores. El exStones dijo que si su homónimo fuera comentarista de política o turf no sería un problema, pero como comenta música la gente cree que quien hace las reseñas es el famoso guitarrista. Lo increíble del caso es que el periodista Bill Wyman se llama tal cual, Bill Wyman, en tanto el verdadero nombre del músico no es Bill Wyman, sino William George Perks. 

En nuestro país, Uruguay –no confundir con Paraguay–, que yo recuerde, nunca se ha dado una situación similar, aunque tuvimos dos José Pedro Díaz. Uno, el primero en salir a luz, fue un crítico literario autor de muchas cosas. El otro fue un periodista de larga trayectoria. Ambos han fallecido. En un principio, cuando aún desconocía que se trataba de dos identidades diferentes, pensé que el crítico literario, autor también de artículos periodísticos, se había dedicado por completo a informar sobre los hechos del mundo, pues se le habían acabado las noticias provenientes de la literatura. Luego supe que no eran la misma pluma. Los Díaz tenían días diferentes. 

Cualquier persona, sin distinción de origen, raza u orientación sexual, tiene el derecho de seguir llamándose tal como le pusieron al momento de nacer. Uno no viene al mundo a complacer la onomástica ajena, sino a engrandecer la suya. Para evitar cualquier problema de indiferenciación, más frecuente de lo que suponemos, hay quienes dejan de llamarse como se llamaban, ejerciendo una radical forma de distinción al recurrir a un nombre y apellido inventados o provenientes de la ficción. Pablo Neruda es el mejor ejemplo. Se llamaba Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, pero el plural de su primer apellido no le gustaba. Quería ser Rey. Y para establecer su monarquía eligió el apellido Neruda. Hay un escritor checo que se llama igual, pero nadie lo recuerda. No es por tanto el apellido lo que hace a alguien famoso, sino lo que cada uno hace de él.

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