Querida Magdalena:
Querida Magdalena:
Los o tres de mis hijos más jóvenes se han conjurado, podríamos decir, para ver orgánicamente, desde el principio hasta el final, todos los capítulos de todas las temporadas de la sitcom americana How I Met Your Mother. El término técnico para esta actividad es, entiendo, el de “Maratón”.
Más de una vez, los hemos acompañado. Y a pesar de las injustificables y constantes groserías, nos hemos reído, sobre todo por el buen manejo de los flashbacks y flashforwards. Pero advierto que mi alma de espectador se ha vuelto más crítica y menos ingenua con los años. Ya no perdono tan fácilmente las imperfecciones narrativas, y soy bastante intransigente cuando una comedia, como sucede casi siempre, no está a la altura de The Philadelphia Story, o de Play It Again, Sam. (Entiendo que esto me condena a ser un eterno insatisfecho. Pero, en todo caso, no será una eternidad muy larga, dada mi edad).
No me tome usted por un maníaco, ni por un tradicionalista para el que todo tiempo pasado siempre fue mejor. No pretendo comparar a Cary Grant o a Diane Keaton con los simpáticos actores que sostienen las máscaras de Ted Mosby o Robin Scherbatsky. Pero una comedia realmente buena -como un libro o una canción- tiene que ser, de algún modo, identificable: habitar un único punto del tiempo y el espacio. Si, por el contrario, está siempre disponible en esa especie de Bucle infinito del streaming, nunca tendremos la pausa, el distanciamiento, el silencio, y el tiempo para pensar, con mínima paciencia, en aquello que hemos visto o leído, o escuchado. Sin embargo, nada que no haya sido pausado, distanciado, silenciado y, finalmente, pensado podrá llegar a ser parte de nuestras vidas. El consumo y el arte se llevan mal. Por otra parte, está ese asunto de la abundancia. Muchas de las series más conocidas tienen múltiples temporadas, decenas y decenas de capítulos. En su ensayo Homero y la Filología Clásica, su amigo Nietzsche crea un argumento que a mí me convenció inmediatamente. Dice que basta con abrir los ojos para entender con cuánta escasez la naturaleza ha repartido el verdadero genio. Los genios no es que sean pocos: son, en realidad, únicos. Y concluye que, si esto es así, pensar en una autoría múltiple de La Ilíada o La Odisea es, cuando menos, contraintuitivo.
Generalizando el argumento y mirándolo desde el otro lado del silogismo, podemos afirmar que la escasez, en casi todos los ámbitos, es señal de calidad. Y que, si en cambio, algo se desparrama en 208 episodios, es casi seguro que le sobran cien o doscientos episodios de celulitis en alguna parte.
Fíjese que la excesividad termina, necesariamente, iluminando cada pequeño rincón de la narración que era imprescindible dejar a oscuras. ¿Cómo se llamaba la novia anterior de Romeo? Es mejor no saberlo. ¿Volvió Scarlett O’Hara a conquistar a Rhett Butler? Es imprescindible ignorarlo. Claro que, si se encuentra uno en la obligación de tener que escribir 208 episodios de Romeo y Julieta o de Lo que el viento se llevó, no quedará más remedio que contarlo.
Escasez, por tanto. Y tiempo para volver sobre lo que se ha visto, antes de esperar, con más apetito, el siguiente episodio.
Cuando yo tenía 9 ó 10 años, durante mi lejana infancia en Hampshire, era aficionado a una serie que quizás no le suene: Superagente 86, una de las primeras creaciones de Mel Brooks. Se emitía sólo los lunes y, cuando se terminaba, había que esperar al lunes siguiente. En el contexto de la Guerra Fría y de la enorme popularidad del primer James Bond, esta parodia seguía las peripecias de un agente secreto (Maxwell Smart) con un talento especial para hacer las cosas mal y tomar siempre las decisiones más equivocadas. El tipo era gracioso.
Pero lo más importante es que su compañera de aventura era una agente femenina de la que todos los de mi clase estábamos perdidamente enamorados: la Agente 99, interpretada por Barbara Feldon.
Por un ratito que nos era dado verla -en aquella borrosa imagen de la BBC de entonces-, a Noventa y Nueve la soñábamos la semana entera.
Éramos niños y no entendíamos muchas cosas, pero sabíamos que nada obvio ni evidente, nada que no fuera único y lejano y no se nos escondiera aunque sea un poco, podría llegar a ser nunca verdaderamente nuestro.
Estimado Leslie:
En nuestra sociedad de consumo debemos presumir que sí. De lo contrario, la misma sociedad se desmoronaría por su propio peso, porque ¿qué sentido tiene el afán de consumo sin la creencia que podemos adueñaros de las cosas que deseamos? En efecto, si algún día cayéramos en la cuenta de que “nada que no sea único y lejano” puede ser verdaderamente nuestro, todo lo exhibido en escaparates, góndolas y pantallas relumbrantes perdería el poder de excitar nuestro deseo. La sociedad de consumo se afirma en la presunción de que podemos adueñarnos de las cosas que, aluzadas por la propaganda, se proyectan tras pulidas vidrieras cual promesas de felicidad. Pero, paradójicamente, para que la sociedad de consumo perviva, es necesario que esas promesas nunca se materialicen plenamente. Para que el deseo que incita al consumo persista, la promesa debe permanecer siempre incumplida.
El binge- watching o maratón de series es la expresión por antonomasia de una cultura alimentada de promesas inconclusas o inacabadas. A diferencia de buenas las películas (y de Breaking Bad, si me permite la excepción) los episodios de la gran mayoría de las series carecen de un final en el que uno pueda detenerse a pensar. Y en esto radica su propósito; insuflar el ansia de novedad augurada en el próximo episodio, y en el próximo, y en el próximo… Hasta el episodio final, cuando el sentido de la historia quedó, muy probablemente, disipada en la nebulosa del olvido. Y, entonces, volvemos a navegar por Netflix en busca de un nuevo atracón. Lo mismo que en las redes, circulamos por el espacio de Netflix como turistas que, preocupados por economizar su tiempo, recorren la mayor cantidad de sitios posibles en Hop-on Hop-off buses.
Es indudable que gracias a las redes y las plataformas de streaming hoy gozamos de una accesibilidad a información y contenidos jamás imaginada hace no muchos años atrás. Y no cabe duda, tampoco, que esta facilidad de acceso contribuye notoriamente al fortalecimiento de los valores democráticos. Sin embargo, todo parece indicar que la abundancia de información y contenidos disponibles contribuye a una mayor desorientación a la hora de estimar debidamente su valor.
Hace poco escuché a un psicólogo alemán, Gerd Gigerenzer, refutar el ideal maximalista: “Más información siempre es mejor. Más tiempo siempre es mejor. Más opciones son siempre mejores. Más informática es siempre mejor. Este ideal está muy adentro de nosotros, ¡pero está mal! Lo que nos interesa como investigadores: ¿cuándo es mejor y cuándo es menos mejor?” Según Gigerenzer, paradójicamente, el éxito en la elección es inversamente proporcional a la información que disponemos a la hora de optar.
Para juzgar el valor de una cosa, nuestra mente debe detenerse y fijar su atención en eso que decanta en su profundidad.
Como cuando salimos del cine y nos vamos a comer o tomar algo, aprovechando ese tiempo para pensar y conversar acerca de la película que acabamos de ver. Es entonces cuando terminamos de dar sentido a la historia y al mensaje que nos dejó. Mientras rumiamos el film advertimos lo no dicho y nos ocupamos, más inconsciente que conscientemente, de derramar un poco de luz sobre esas zonas oscuras. Y así, de un modo bastante incomprensible, dejamos de ser meros espectadores para transformarnos en coautores de la historia.
Si existe algo verdaderamente nuestro, esto se lo debemos siempre de un otro que enciende nuestro asombro y nos invita a detenernos, para contemplarlo y descubrir su misterioso encanto. Lo verdaderamente nuestro no serán jamás las cosas, ni tampoco las personas.
Aunque sí los sentimientos y pensamientos que ellas suscitan en nosotros.
Por eso supongo que lo verdaderamente suyo no fue la Agente 99, sino el amor que, a través de la “borrosa imagen de la BBC de entonces”, ella le infundió.
Las promesas a veces se cumplen, sí. Y ese instante de plenitud queda impreso como una huella mnémica en el alma. Como el “aroma del tiempo” que estimula la atención profunda y activa el recuerdo, que en inglés es sinónimo de “corazón” ¿o no le dicen ustedes learn by heart a aprender de memoria?