Por qué todos necesitamos volver a morirnos de aburrimiento más seguido

El tedio optimiza la creatividad y acelera una serie de procesos mentales que nos permiten resolver problemas internos

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07 de mayo de 2022 a las 05:04

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Empezó siendo una sensación: aquel letargo expandido, la percepción de que el tiempo se estiraba y se enroscaba en formas nuevas, cedió. Las horas muertas, pero muertas de verdad, empezaron a escasear. La rutina salpicada de espacios en blanco se llenó de ruido y las pantallas se colaron por todos lados para marcar presencia y una verdad inexorable: que ya no hay motivo, razón y causa lógica para el aburrimiento. No más. No existe. No debe existir. El tedio está obsoleto. Solo se aburren los bobos. O los que no pueden seguirle el tranco al estado carnívoro y omnipresente del capitalismo, a la optimización de los tiempos y a la volatilidad casi esquizofrénica de los tiempos que corren. 

Fue un proceso largo, pero así se sintió: un día despertamos y nos dimos cuenta de que ya nadie más se aburre. Nadie lo tiene permitido. 

Deberíamos poder volver a hacerlo. Hay que volver a aburrirse otra vez. Morirse de aburrimiento con ganas, con fuerza. 

En su última novela, Un futuro anterior, el escritor argentino Mauro Libertella toma un pequeño desvío en el relato de cómo se conoció con su pareja –de eso va el libro; de eso y un montón de cosas más– para hablar sobre el lugar del aburrimiento en esta época. Con acierto, él lo identifica como un elemento casi proscrito, algo que antes podía generar consecuencias útiles y que hoy se evita a toda costa.

“El aburrimiento –dice Libertella– hoy es una categoría temida, que ha sufrido un enorme desprestigio. Creemos que los niños tienen que estar siempre haciendo algo, cuando en nuestra infancia nos curtimos en el noble arte de la nada. El tiempo muerto templaba el espíritu, el vacío emitía mensajes profundos y a menudo inquietantes. La infancia de mi generación estableció una batalla desigual contra el tedio, y cuando perdimos esa guerra nos hicimos grandes.”

Como bien dice él, curtir el noble arte de la nada perteneció durante mucho tiempo a un período asociado a la infancia, época plagada de ratos muertos si las hay. En ese sentido, hay otro texto que se aferra a esa situación casi total en la que, de niños, nos aburríamos sin remedio. Y a partir de la que, entre otras cosas, se generaba la amistad.

En un artículo de la revista española Jotdown titulado Los amigos se hacen antes de los 30, Kiko Llaneras dice esto: “La amistad se abona con aburrimiento. Se nutre de estar con la tele puesta. Viendo nada. De domingos en el parque, en un banco maltrecho, o en la casa donde nunca había padres. Horas mascando pipas. Las amistades se tejen en tardes que se expanden, cuando no sabes que luego la vida se te escurrirá entre los dedos”.

Pero sacando a la infancia del medio –una infancia de la que por la superexposición a las pantallas hoy el aburrimiento también parece haber desaparecido–, el tedio adulto entra en otro terreno quizá más resbaladizo: el de la improductividad. Si usted, lector, lectora, recuerda los primeros momentos de la cuarentena del 2020 que vivimos en Uruguay, la sensación era casi compartida por todos: había que estar haciendo algo siempre, en todo momento, sin parar. El momento de la historia lo pedía, pero la tendencia no apareció allí, sino que solo recrudeció. Y hoy se mantiene. Ser improductivo parecería, incluso si se lo es de forma mínima y muy episódica, un pecado capital. 

Sobre eso y su vínculo claro con el aburrimiento escribe Alejandro García, también en un artículo de la Jotdown titulado De la necesidad del tiempo improductivo: “Este clima social tiene su reflejo en la consulta del psicólogo, donde es bastante habitual encontrarse con personas que a cada rato comentan que ‘no pueden perder el tiempo’. Personas que tienen que ‘hacer algo con su vida’ o necesitan una fórmula mágica en pocas sesiones que les aleje de la terrible posibilidad de verse sin nada que hacer. Personas en estado de estrés crónico que confiesan ‘no saber parar’, arrastrando cuadros de ansiedad o depresión, a las que su cuerpo está mandando avisos serios y que, cuando se menciona el descanso, te miran con cara de ‘no puedo permitirme eso’. Personas, en definitiva, cuya mayor preocupación es caer en la improductividad, antesala de males mayores como el aburrimiento. Tan peligroso enemigo es este estado de ánimo que hemos desarrollado una floreciente industria del ocio destinada a cubrir cualquier franja temporal con la más variada oferta de entretenimiento”.

En ese párrafo hay un concepto clave y es el de los mensajes que el cuerpo le envía a la mente y que ella, en el marco de sus procesos, identifica como tedio. Sobre eso se explaya Lorena Estefanell, psicóloga y directora de la maestría en Psicoterapia de Adultos, Parejas y Familias de la Universidad Católica del Uruguay, quien reafirma la importancia de volver a aburrirse para percibir estímulos que, de lo contrario, se pasan por alto.

“Tenemos un problema con el malestar. En el día a día experimentamos diferentes sensaciones y emociones, algunas son más agradables y otras menos. Esas sensaciones son información que el cuerpo le pasa a la mente para que ella resuelva o se mueva. Básicamente, las sensaciones desagradables buscan que la mente genere acciones, y lo que sucede es que existe una intolerancia, un conjunto de creencias que empiezan a configurar un estado en el que el malestar o cualquier sensación vinculada con él nos obliga, al parecer, a hacer cualquier cosa que esté a nuestro alcance para escapar de ello. El aburrimiento entra en esa ecuación. Empezamos a ver mucha intolerancia al tedio, que es una información que nos está diciendo que en ese momento se necesita mayor creatividad, movimiento o búsqueda de experiencias nuevas. El aburrimiento es la antesala de la creatividad, es lo que nos va a permitir crear algo nuevo, pero muchas veces lo que hacemos no es resolverlo, sino distraernos de él. Generamos una cantidad de acciones que lo que buscan es mantenernos activos, distraídos, acelerados y activados para evitar caer en esa zona que, en definitiva, nos vuelve más creativos. Es una zona que hay que recuperar”, explica.

Estefanell también evoca el ejemplo de las personas que aseguran ser incapaces de “frenar”, ya que en caso de hacerlo podrían caer en depresiones o abismos similares. Para ello, la especialista recomienda estar atentos a las señales que nos indican que algo está pasando, y para eso hay que despertarse. O lo que es lo mismo: desconectarse. Al menos por un rato.

“Una persona que vive distraída, que vive hiperconectada y nunca se aburre en algún punto no está dejando que su mente capte las señales que le dicen que su vida está siendo poco creativa. Cuando por algún motivo deja de distraerse, se enfrenta a un contexto que carece de cosas que nutren, recrean o estimulan. Ahí es donde empiezan, por ejemplo, algunas depresiones. Ahí es donde aparecen frases como ‘si paro caigo en un pozo’. Eso pasa porque la mente estaba diciendo todos los días ‘acá hay que moverse, acá hay que cambiar, esto hay que modificarlo’, y en lugar de escuchar y atender esas señales, estabas todo el tiempo conectado. En el momento que levantás la cabeza, todo cae de golpe”.

Para evitarlo hay que aprender, entonces, a escuchar las señales. Y para ello necesitamos aburrirnos, salir de la vorágine y recuperar el estado de tedio. Ese es, asegura Estefanell, un espacio que le permite al cerebro lograr la adaptación y trabajar para resolver los problemas que nos aquejan. En definitiva: tenemos que volver a reconectar con la idea de que, a veces, es necesario experimentar esas sensaciones de “desagrado”.

“Tenemos que aprender a sentirnos mal. Tenemos que aprender a estar tristes, a aburrirnos. Es absolutamente necesario porque solamente así podemos tomar esa información para seguir”, agrega la psicóloga. 

Dejá que el nene se aburra

Volvamos a la infancia. Hoy, a los niños no los dejan aburrirse. Porque si se aburren, molestan. Si se aburren, se lastiman. Si se aburren, se aburren. Es más fácil darles un celular. Ponerles un video de Youtube de 10 horas. Anestesiarlos con algo de lo que nos anestesia a los adultos. Bueno, no. Deberíamos hacer lo contrario. O sea: deberíamos hacer lo que hacían con nosotros. Dejar que nos empatanáramos del tedio hasta que, al rato, encontrábamos algo para hacer. Así se crece y así se moldea la creatividad y la tolerancia frente a la frustración.

Una reivindicación parecida es la que hace Eva Hache en su “Elogio al aburrimiento”, publicado en S Moda de El País de Madrid: "Freímos a los hijos a extraescolares para que estén ocupados, para que no se aburran. O, en último caso, para que se cansen bien cansados y se acuesten pronto y nos dejen a nosotros un rato para aburrirnos en paz. ¿No sería más fácil parar un poco, no tener tantos quehaceres, criar hijos lentos y aprender a aburrirnos juntos? Aburrirse también es descansar".

Y sobre los niños y el aburrimiento también tiene cosas para decir Estefanell, que en muchos casos se encuentra con consultas o reflexiones de padres en ese mismo sentido.

“Muchas veces los padres me dicen 'el niño no tolera la frustración porque se aburre', y en realidad quienes no están tolerando la frustración ahí son los propios adultos. Porque el niño aburrido es un niño molesto; el niño que tiene sensaciones desagradables es un niño que genera malestar, pero es el adulto el que también tiene que aprender a sentirse mal con eso. Muchas veces les damos el celular, pero no porque no tengan la capacidad de resolver. La mayoría de los niños a los 20 minutos encuentran algo que hacer, porque por naturaleza son creativos, están en el presente, por naturaleza saben jugar. Cualquier niño, si se lo deja aburrirse, va a encontrar algo que hacer: mirar hormigas, jugar con cubos, buscarles forma a las nubes. La mente de alguna manera viene con programas para resolver ese problema. Pero los adultos, como no nos bancamos ese malestar, enseguida no permitimos que ese aprendizaje crucial se dé en ellos”, explica.

“A veces les echamos la culpa a los niños y justificamos nuestras limitaciones con su comportamiento. Tenemos que volver a darle una mirada más atenta a la infancia y aprender a darnos cuenta de que en realidad lo de necesitar resolver el aburrimiento tiene mucho más que ver con las necesidades del adulto que con las del niño”, concluye. 

Para pasar raya: resolver el aburrimiento, entonces, no es anularlo, no es distraerse ni sumergirse en la posibilidad de conexión continua que hoy tenemos a la mano. Se trata de abrazar ese sentimiento raro que indica que por allí hay algo, una advertencia de que las cosas no van del todo bien. ¿Aburrirnos solucionará nuestros problemas? Lo más probable es que no. Pero también es probable que una luz, en medio de ese tedio mortal, aparezca. Y, cuando menos lo esperemos, de la nada aparecerá la puerta de salida. La adaptación. La solución.

Así que volvamos a morir de aburrimiento. El cuerpo y la cabeza lo piden. Para resolverlo algo ya se nos ocurrirá.

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