Las cartas: una actividad que se niega a morir

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Tinta seca: en defensa de las cartas, un acto que tiene un millón de amigos y se niega a morir

El acto epistolar tiende a quedar en desuso, y hace evidente que un mundo va quedando atrás, pero algunos proyectos buscan recuperar su esencia y visceralidad
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30 de mayo de 2021 a las 05:10

La vida está perdiendo consistencia. El tacto está quedando obsoleto. Sí: hoy tocamos todo y tocamos para todo. Pero, en algún punto, también dejamos de tocar. O lo hacemos, siempre, en el principal depositario de nuestros dedos: la fría pantalla inteligente, la pantalla total. Ya, incluso, ni siquiera podemos tocarnos entre nosotros. Al menos no si no estamos en la misma burbuja. Y es así: tocamos para todo, pero ya casi no tocamos. Y no está mal. Hay cosas peores. Pero es así. 

Un pensamiento: las palabras también perdieron consistencia. Perdieron tacto. La comunicación ya no ocupa un espacio en el mundo real, no tiene una dimensión física. ¿Podemos tocar la manera en la que nos comunicamos? No. No podemos tocar un Whatsapp. No podemos tocar un mail o un tuit. No podemos doblar un mensaje de texto, guardarlo en un cajón, sacarlo después de dos, tres, quince años, y empañar la tinta con una lágrima nostálgica que cae en el papel y enchastra. No podemos. Podemos sí, pasar las yemas de los dedos por las letras impresas en un libro, ese instrumento arcaico que sigue resistiendo avances, apocalipsis y profetas que anuncian su fin. Pero aunque podemos hacerlo, acá estamos hablando de otra cosa. Hablamos de las cartas. Las cartas que, casi, ya no se mandan.

Las cartas están obsoletas. Su paulatina desaparición fue la que, en buena medida, se llevó puesto todo lo mencionado más arriba. Se llevó el tacto. Se llevó la posibilidad de soltar una línea de tinta en el espacio, volcarla en una hoja que también ocupa espacio, enviarla a alguien que tendrá en sus manos, tiempo después, lo mismo que nosotros tuvimos en las nuestras. La carta es un embajador antiguo, un pedazo del tiempo en que la comunicación desplazaba aire, lugar, que no era apresurada y atropellada, un tiempo en que aquella manifestación epistolar podía –no como un Whatsapp, no como un mail, no como un tuit– ocupar cajones y cajones y estanterías en un hogar o una oficina. Que tenía peso histórico. Y polvo. También estaba el polvo.

Ahora, esta obsolescencia ¿está bien?, ¿está mal? No está bien o mal: es así. ¿Pero es, de verdad, así? Al menos en parte.

El bazar de las sorpresas (Ernst Lubitsch, 1940)

Si miramos bien, las cartas siguen allí. Las cartas, el núcleo del género epistolar, sigue despertando fascinación. ¿Por qué, si no, leemos párrafos y párrafos de misivas de autores o personalidades renombradas, importantes, o, simplemente, que existieron y que no existen más? ¿Por qué siguen reeditándose las cartas de Sylvia Plath a su madre, las de Faulkner, las que Kerouac se mandó con Allen Ginsberg, esas en las que Bukowski hablaba de la enfermedad que le suponía escribir? Lo sabemos: porque allí está su esencia. Y porque esas cartas son, de alguna manera, reminiscencias y hendiduras en la realidad que perdurarán incluso más que sus remitentes y sus destinatarios. Son viscerales. 

Un ejemplo, estas palabras que Oscar Wilde escribió antes de ser juzgado y apresado por amar a otro hombre:

Niño mío: Hoy aguardamos los veredictos, que se darán por separado. A Taylor le estarán juzgando probablemente en este momento, por eso me ha sido posible volver aquí. Mi dulce rosa, mi delicada flor, mi lirio de los lirios, será a buen seguro en la prisión donde tendré que probar el poder del amor. Veré si puedo convertir en dulces las aguas amargas con la intensidad del amor que te tengo. Hubo momentos en los que pensé que hubiera sido más sabio separarnos. ¡Ah, momentos de debilidad y de locura! Veo ahora que ello habría mutilado mi vida, arruinado mi arte, roto los acordes musicales que forman un alma perfecta. Aunque cubierto de fango, te enalteceré, te llamaré desde los más profundos abismos. En mi soledad estarás conmigo. He determinado no rebelarme, sino aceptar cada ultraje por devoción al amor. Dejar que mi cuerpo sea deshonrado tanto como pueda mi alma conservar tu imagen.

Otro ejemplo, esto que Alejandra Pizarnik le escribió a Silvina Ocampo:

El sábado, en Bécquar, corrí en moto y choqué. Me duele todo (no me dolería si me tocaras –y esto no es una frase zalamera). Como no quise alarmar a los de la casa, nada dije. Me eché al sol. Me desmayé pero por suerte nadie lo supo. Me gusta contarte estas gansadas porque sólo vos me las escuchás. ¿Y tu libro? El mío acaba de salir. Formato precioso. Te lo envío a Posadas 1650, quien, por ser amante de Quintana, se lo transmitirá entre escogencia y escogencia.

Las cartas, entonces, parecen muertas pero están vivas. Según datos del Correo Uruguayo de 2019, ese año se mandaron 72 millones de cartas entre todos los operadores postales del país. Los números están ahí, a la mano. Sorprenden. Pero también hacen pensar: ¿cuántas de esas serán facturas de luz, de teléfono, de agua, de gastos comunes? ¿Cuántas serán, realmente, cartas con sentido y contenido?

Harry Potter y la piedra filosofal (Chris Columbus, 2001)

Radio epistolar

Aunque la pregunta anterior es imposible de contestar, al menos existe una porción comprobable de cartas que se mandan con ganas, con intención: las que aparecen en Un millón de amigos.

Conducido por Federico Medina, desde hace poco más de un mes este programa radial que se emite los sábados las 22 por Radiomundo (1170 AM) propone una dinámica peculiar para estos tiempos de Whatsapp y audios a velocidad 1.5: que los escuchas envíen sus cartas para que sean leídas al aire o, en su defecto, que envíen un audio con su propia lectura. Así, entre cartas dedicadas a la Liga de la Justicia, a una madre que partió hace poco, la mencionada misiva de Pizarnik a Ocampo y hasta una carta al páncreas, Un millón de amigos ha expuesto una muestra fidedigna de que el género epistolar, aunque ya casi no pueda ser experimentado con el tacto, todavía se puede escuchar.

Para Medina, el proyecto de Un millón de amigos empezó como un experimento improbable que sí, podía salir mal, pero que al final terminó regalándole experiencias que lo han conmovido y que le han dado forma a un programa fuera de lo común en el dial. Hasta ahora, cuenta además él, la invitación a “cartear” al programa ha sido recibida siempre con entusiasmo.

Las personas se predisponen de otra manera al escribir una carta. Se preparan. Se toman su tiempo. Nadie ha mandado cartas escritas a las apuradas. Supongo que la carta, no sé si por su historia o por la forma en la que conecta determinadas neuronas del cerebro, lleva a emociones más intensas. Algunas de las que han pasado por el programa han tenido que ver con pérdidas, con soledades, con diferentes tipos de vínculos humanos. Hay cosas que aparentemente quedan habilitadas para decir, y que en otros formatos de comunicación quizá no. Eso es notable”, dice.

Medina, que también es periodista en La Diaria, rastrea su pasado y encuentra en él cartas perdidas. Recuerda, por ejemplo, una abuela materna que mandaba y recibía muchísimas misivas. Recuerda cartas que venían, en épocas de dictadura, desde Suecia. Recuerda los sellos. Las postales. “Me parecían extrañísimas. Un objeto precioso, un objeto a cuidar”.

El conductor sigue pensando en cartas que le han llegado en estos primeros programas, y piensa también en algunas que todavía no se leyeron. Por ejemplo, la de un recluso, que será de la partida en alguna próxima entrega. “Está escrita a mano y con unas hojas que parecen arrancadas de un cuaderno, quizás del primero que encontró. Tener esa carta en las manos abre un montón de cosas incluso antes de leerla. Es un poco lo que busco: estoy tratando de abrir diferentes puertas para, un poco en broma, un poco en serio, llegar a conectar diferentes sectores de la población”.

Un millón de amigos alterna, entre carta y carta, publicidades de otras épocas y música acorde a la cadencia con la que el programa se desenvuelve, pero bien podría, por ejemplo, echar mano a canciones donde las epístolas sean protagonistas. Las hay, son muchas, hay muy buenas, estas son algunas: Stan, de Eminem; Famous Blue Raincoat, de Leonard Cohen; PS I love you, de The Beatles; Letter to Elise, de The Cure; Letter to you, de Bruce Springsteen; Letter to Hermione, de David Bowie; Christmas Card From A Hooker In Minneapolis, de Tom Waits; Booths of spanish leather, de Bob Dylan; Carta a poste restante, de Jaime Roos; E-bow the letter, de R.E.M.; Meu caro amigo, de Chico Buarque. 

Cartear la pandemia

La pandemia y el tiempo (en aumento) que pasamos encerrados ha movido algunos engranajes de la memoria. Ha hecho recordar que, por ejemplo, en muchas escuelas o colegios era usual que se mandaran cartas entre estudiantes de distintas partes del país o del mundo. Quien firma esta nota, por ejemplo, recuerda la correspondencia entre él y una serie de amigos epistolares de un colegio capitalino (las cartas del autor se enviaban con remitente de origen sanducero) como una de las mejores cosas de quinto año de escuela. Pero no es el único.

La situación covid-19, además, ha removido más cosas en torno al acto de escribir una carta. Esto, por ejemplo, es lo que dice una columnista del medio británico The Guardian llamada Izabella Antoniou sobre el tema:La escritura de cartas es, en todos los sentidos, la antítesis de la idea moderna de comunicación: instantánea, abundante y llena de imágenes que nos deslizan hacia la ilusión del contacto cara a cara. Hoy se nos anima a verter cada pensamiento, idea o momento en las aplicaciones de mensajería, un flujo de conciencia que nos permitimos olvidar una vez que cambia la conversación. Pero ese sentimiento palidece en comparación con las sacudidas del cemento frío bajo los pies descalzos cuando te acercas a tu buzón, la emoción de sostener físicamente una carta que no es spam o una factura, tu nombre escrito con tinta, con cuidado y con propósito”.

Más corazón que odio (John Ford, 1956)

Antoniou explica en su columna que el encierro pandémico la impulsó a escribirle una carta a su abuela, a quien no había visto durante mucho tiempo, y que eso las conectó mucho más que los mensajes de Whatsapp que se mandaban de manera semanal. Les abrió, a ambas, dimensiones de la otra que no conocían.

El acto de escribir una carta cambia la forma en que uno se comunica por completo. De repente, te detenés sobre cada pensamiento y evento para considerar si vale la pena escribirlo o no. Decir todo, como hacemos de costumbre, no parece que valga el tiempo. De repente me veo obligada a pensar en las palabras ‘correctas’. Me veo obligada a llenar las páginas sin depender de la inmediatez de las bromas”, sigue Antoniou.

Como esta columnista, otras personas han recuperado el interés por las cartas en pandemia. En Instagram pueden encontrarse varios proyectos de correspondencia y en Dear Loneliness, una iniciativa artística de tres estudiantes estadounidenses, se están escribiendo cartas sobre el encierro, el uso de zoom y otras situaciones coronavíricas desde todas partes del mundo para crear “la gran carta contra la soledad”.

Sueños de libertad (Frank Darabont, 1994)

Así que en el fondo, aunque el acto de escribir cartas sea cada vez menos táctil o físico, podemos decir que el género sobrevivirá. Porque sobrevive, por ejemplo, en los que mantienen las ganas de sentarse con papel y lápiz a escribir algo para alguien más. O en aquellos que afanosamente leen la correspondencia de su autor favorito buscando conocerlo mejor. O, también, en proyectos como el de Un millón de amigos, que prueban que el grado de conexión que implica la carta, esas palabras dedicadas, es único. 

Esto mismo lo dijo mucho mejor Katherine Mansfield. Y lo dijo así: “Esto no es una carta, son mis brazos rodeándote un momento”.

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