El presidente argentino enfrenta una situación compleja.

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Presionado por la inflación y Cristina Kirchner, Alberto Fernández reconsidera subir retenciones al agro

El presidente argentino cambió su actitud y pasó de negarse a subir impuestos a la exportación agrícola a afirmar que lo hará si tiene apoyo del Congreso; el escenario global agrega presión
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30 de mayo de 2022 a las 05:00

Argentina quedó en la lupa mundial por su actitud respecto de las exportaciones de alimentos justo cuando el mundo tema una nueva crisis alimentaria global: con 47 millones de habitantes —según los datos preliminares del últimos censo— y una capacidad para alimentar a una población diez veces mayor, juega un rol importante en mercados como el de la soja y sus productos derivados, en el trigo y en el maíz.

El establishment mundial predica que, en momentos como este, es cuando más debe incentivarse la exportación agrícola. Figuras de alto perfil para el establishment mundial, como Andrew Bailey, presidente del Banco de Inglaterra, han llamado la atención sobre las posibles consecuencias catastróficas que vienen a nivel global. Bailey levantó polvareda al hablar del tema en un discurso en el que pidió perdón por ser "apocalíptico" al pronosticar subas continuas de alimentos y un mayor desempleo.

Ese clima fue reforzado por la última tapa de la influyente revista The Economist, donde con la foto de tres espigas de trigo —de las que, cuando se mira de cerca, penden tenebrosas calaveras— se lee el título: "La catástrofe alimenticia que se viene". Y, como es tradicional en su línea editorial liberal, propone que una mayor apertura comercial es la solución.

Y, sin embargo, Argentina está dando señales de avanzar en el sentido opuesto.

En realidad, parecía que el debate por los impuestos a las exportaciones agrícolas estaba superado en Argentina y que solamente una minoría cercana a Cristina Kirchner seguiría insistiendo en solitario con una medida que la mayoría de la opinión pública desaprobaba. Sin embargo, se registró un cambio del clima político que, súbitamente, trajo el tema otra vez a la agenda.

En el kirchnerismo destacan que las retenciones hoy son, en algunos casos, la mitad de las que regían en 2015, cuando el ingreso de los productores rurales era mucho más bajo, porque los precios internacionales eran al menos un tercio más bajos que los de hoy.

Hay dos factores fundamentales que están haciendo reconsiderar la situación: el primero es la aceleración inflacionaria argentina, que muchos atribuyen al efecto de “inflación importada” por el boom de precios de materias primas en el mercado global. Esto retrotrajo el debate económico a la necesidad de “desacoplar” los precios domésticos de los internacionales, sobre todo porque el rubro que lidera la inflación local es el de alimentos, un tema hipersensible en un país con un 37% de la población bajo la línea de pobreza

Y el segundo factor que influyó es, justamente, la situación internacional. En contraste con la prédica de una mayor apertura mundial, lo que se constata es que ya 23 países decretaron cierres a la exportación agrícola, como forma de garantizarse su provisión alimenticia en un mercado conmocionado por la guerra de Ucrania. Esto afecta al 10% del comercio mundial de alimentos y a la quinta parte de los fertilizantes.

El nuevo panorama incluye hechos de alto impacto, como el cierre exportador de trigo de India, afectado por una sequía. El gigante asiático es el segundo mayor productor de trigo —detrás de la zona del Mar Negro— y que cuenta con el 10% de las reservas mundiales de ese cereal.

La mutación de Alberto Fernández

Estas situaciones del nuevo escenario global han dado una pátina de mayor respetabilidad a un tema que parecía vedado en Argentina: la reinstauración de retenciones móviles a la exportación de soja, trigo y maíz, un tema que dejó un fuerte trauma político en Argentina, después que en 2008 —al inicio de la gestión de Cristina Kirchner— el país vivió una confrontación social pocas veces vista entre la clase política y “el campo”.

La duración de aquel conflicto y los visos de violencia que lo acompañaron dejaron una profunda marca, que previene a todos los gobernantes a no cometer un error: confundir a los productores agropecuarios con una élite de millonarios es una caricatura peligrosa, porque hay una vasta clase media rural que interpreta esos conflictos como un ataque a su estilo de vida.

Nadie lo sabe mejor que el presidente Alberto Fernández, que ha vivido varios reveses políticos vinculados con el campo. Para empezar, aquel conflicto de 2008 le costó en ese momento su cargo de jefe de gabinete. Luego, ya como presidente, en 2020 cometió un error de cálculo cuando propuso estatizar la cerealera Vicentin, de larga tradición en la provincia de Santa Fe.

Fernández suponía que la multitud de pequeños productores que habían sido perjudicados por el quebranto financiero de Vicentin lo aplaudiría por su gesto político que tenía por objeto normalizar el cronograma de pagos. Pero, en contra de sus cálculos, lo que ocurrió fue una masiva reacción de repudio de toda la clase media rural, que vio una amenaza contra el respeto a los derechos de propiedad.

Aconsejado por los propios gobernadores de las provincias agropecuarias, Fernández debió dar marcha atrás, en un gesto que le dejó un sabor a derrota política y que significó su primera gran fisura con el kirchnerismo, que quería poner un pie estatal en el negocio agroexportador.

Pero los choques con el campo igualmente continuaron. Fernández avaló un cierre exportador de maíz, alegando que los exportadores eran culpables por la suba en la carne de pollo. Esto le valió críticas de todo el sector agropecuario, que lo acusaron de desconocer la realidad del sector y no entender la incidencia de los impuestos en la cadena.

Luego, intentó sin éxito generalizar en todo el agro un esquema de subsidios cruzados entre exportadores e industriales, pero las empresas nunca mostraron interés.

Pero su fracaso más sonado fue el cierre exportador al sector cárnico, que estaba siendo beneficiado por un boom de la demanda china. Fue una medida que, como suele ocurrir, tuvo una primera fase “exitosa” y luego la revelación del fracaso. En agosto del año pasado, pleno cierre de la campaña electoral para las legislativas, tanto Alberto Fernández como Cristina Kirchner se congratulaban de haber tomado la medida, porque se constataron algunas caídas de precios y un leve aumento del consumo.

Los productores ya están resignados.

Pero los expertos del sector argumentaban que esa caída obedecía a motivos estacionales y que, sobre fin de año, se vería la consecuencia real del cierre exportador: una falta de carne, originada en la conducta defensiva de los ganaderos que habían visto mermar su renta. Hace pocos días, el gobierno recibió una de las peores noticias para una gestión peronista: las cámaras del sector confirmaban que, con apenas 47 kilos por habitante, el consumo había caído a un mínimo histórico, que ni siquiera se había registrado tras el colapso social de 2001.

Alberto Fernández tomó nota de las consecuencias políticas de enfrentarse al campo: sufrió una dura derrota electoral en las provincias agropecuarias, como Córdoba, Santa Fe y el interior de la provincia de Buenos Aires, e incluso en algunas donde el peronismo tenía una hegemonía política de larga data, como Entre Ríos y La Pampa.

Por eso, nombró como ministro de Agricultura a Julián Domínguez, un funcionario conocedor de la actividad agropecuaria, que llegó con la bandera del diálogo y que declaró expresamente que su intención es incentivar la producción y no recargar más con las retenciones a la exportación, que hoy ya son relativamente altas —33% para la soja, 12% para trigo y maíz—.

La nueva ofensiva kirchnerista

Pero el clima político está cambiando aceleradamente, y eso se evidencia en la actitud del presidente. Primero, sorprendió en una entrevista periodística al afirmar que las retenciones no le parecían un mal instrumento para “desacoplar” la inflación interna de la externa, pero que no tenía apoyo político para aplicarlas.

Fue un notable cambio conceptual del cual el mercado tomó nota inmediatamente. Ya no se oponía a las retenciones por considerarlas medidas ineficaces sino que confesaba que su impedimento para llevarlas adelante era el hecho de que no pasarían la aprobación del Congreso.

A los pocos minutos, en una política comunicacional confusa, el ministro Domínguez desmintió al propio presidente, al aclarar que sus palabras habían sido malinterpretadas y que no había en carpeta ninguna suba de las retenciones.

Sin embargo, al día siguiente, Fernández confirmó su tesitura, al reclamar un debate nacional sobre las retenciones, y al desafiar a la oposición política a presentar “alternativas mejores”.

Cristina Kirchner leyó ese cambio de panorama y decidió hacer su movimiento político: le pidió a un funcionario de su confianza, el secretario de comercio Roberto Feletti, que renunciara al cargo. Y en la carta de renuncia se explicaba que su decisión se debía a la reticencia del equipo económico a aplicar retenciones.

El ámbito político interpretó esa medida como un mensaje de Cristina al presidente: que no insistiera con buscar un acuerdo parlamentario con la oposición y se animara a subir las retenciones por decreto.

El kirchnerismo sostiene que está dentro de las potestades constitucionales del mandatario y que, en caso de tomar esa medida, se produciría una reconciliación en la interna gubernamental, porque el peronismo en pleno, más los sindicatos y movimientos piqueteros darían un fuerte respaldo en las calles. Además, consideran que esa medida inyectaría una dosis de “causa épica” a una militancia alicaída por la crisis económica y las peleas internas.

De momento, Alberto Fernández sigue aferrado a su tesis de que una medida de ese tipo debe salir por ley para evitar un enfrentamiento nacional. Pero en la medida en que la inflación no cede, las presiones políticas se hacen más evidentes. Y en el campo los dirigentes rurales ya dan muestras de resignación sobre que, tarde o temprano, habrá alguna medida que impactará en sus márgenes de rentabilidad.

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