Marcelo Umpiérrez

Pueblo Garzón, el inesperado y sofisticado huracán artístico que dura dos meses

Galeristas y artistas instalados en la pequeña localidad explican qué lo hace tan magnético para los extranjeros y por qué va a camino a ser uno de los polos artísticos más interesantes de la región

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05 de enero de 2019 a las 05:02

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¿Qué es el silencio? ¿Es, verdaderamente, ese momento en que la ciudad se apaga y aún así se escucha un murmullo de fondo, perenne, que no muere y que acompaña la existencia citadina? ¿O es esto, esto que se siente ahora, este vacío auditivo llenado apenas por unos truenos que se oyen y se divisan en el atardecer pastel? ¿Este ruido de llantas sobre la tosca, los mugidos perdidos de las vacas, la lluvia que golpea las taperas grises, la chapa de los carteles de bienvenida, el repiqueteo del agua que inunda las cunetas al costado del camino? ¿Esto es?

Sí. El silencio, o lo más cerca al silencio genuino que podemos experimentar, es ese que se percibe llegando a Pueblo Garzón, el recóndito paraje próximo a José Ignacio que, a contracorriente de su quietud local, ha producido mucho bullicio en los últimos años. Hoy, este poblado de 196 habitantes que a simple vista no es muy diferente a otro pueblo del interior, tiene en sus pocas cuadras una esencia que se impregna en el visitante y que lo hace utilizar la palabra “mágico” para describirlo. En Garzón, ese "no sé qué" que no muchos saben explicar es tangible en el aire, está metido en las casas de la zona, en la plaza que domina el centro del lugar, en sus cielos inmensos. Se queda con los extranjeros que deciden seguir su vida allí.

Marcelo Umpiérrez

Uno de ellos –el primero– fue Francis Mallmann. La historia del prestigioso cocinero argentino es conocida; fue el pionero, el encargado de descubrir las virtudes de Garzón para el resto del mundo. También fue, en gran medida, el responsable de que hoy la zona aparezca en las páginas de algunos de los medios más destacados del mundo, entre ellos The New York Time, que prácticamente obligó su visita hace poco más de dos años. Con Mallmann fue sencillo: llegó al paraje de Garzón y se enamoró completamente. No pudo volver a sacarse de la cabeza el lugar, su pequeña entramada de viviendas, su aspecto simple, su magia intrínseca. Abrió una posada, luego un restaurante, y a caballo de su figura el pueblo se popularizó. Tras él llegó Bodegas Garzón, su respectivo establecimiento culinario, y detrás de todo eso más y más prestigio, más y más apertura mundial.

Y como colofón, el pueblo ha sufrido una transformación reciente. Poco a poco, por una cuestión azarosa, por motivos que hasta a los propios protagonistas del cambio se les escapa, Pueblo Garzón se transformó en un polo artístico exclusivo y de primer nivel mundial. Hoy, el pequeño rescoldo fernandino es mencionado a la par de Londres, París o Nueva York cuando se habla de arte contemporáneo. Hoy, Garzón es turismo y alta gastronomía, sí, pero también el lugar donde los compradores, coleccionistas y galeristas más prestigiosos eligen mirar. Y que eligen respetar y admirar.

Residencias, galerías, parques

No es fácil perderse en Garzón. En su veintena de manzanas, las cosas están claras: la escuela en la entrada, la plaza en el medio y, a su alrededor, todos los edificios de referencia. Entre ellos, haciendo cruz con los árboles que se quejan de la lluvia y el viento del miércoles en la explanada central, hay una casa pintada de blanca, con bicicletas a su costado y la palabra Canteen en su frente. Llama la atención que en esa esquina el silencio de repente se rompa. Como si fuera un cluster de acentos, pronto la pesada tarde se llena de inglés británico, estadounidense, de portugués, de español impostado, forzado. 

Marcelo Umpiérrez
El interior de Canteen, de Heidi Lender

En el centro, hablando con todos detrás de unos lentes de montura roja, está Heidi Lender. Para ella es, extrañamente, un día ajetreado. Atiende, agradece y charla con varios de los turistas que se refugian de la lluvia en su local.

Un rato después, más tranquila, desenreda su historia. En inglés –“¿Puedo hablar en inglés? Tengo la cabeza demasiado atolondrada para el español”– viaja exactamente nueve años al pasado, al momento en que por casualidad llegó a Garzón. Era Navidad, el alojamiento en Punta del Este estaba colmado y ella, fotógrafa y experiodista de moda, llegaba de San Francisco en busca de tranquilidad. Resultó que lo único disponible era la posada de Mallmann y allí se quedó. Recuerda que la conquistó un asado que, a la noche, el cocinero hizo para los huéspedes y varios de los habitantes del pueblo. Probando la carne uruguaya, bajo un cielo que nunca había conocido, eligió su lugar en el mundo. 

Al día siguiente salió a caminar por Garzón. Descubrió una pequeña casa amarilla a la venta y la compró. Con ella venían 33 hectáreas más. Se quedó y nunca más se fue. 

Y hace unos años, Heidi hizo un nuevo click. Sola, llegando a los cincuenta, comenzó a replantearse su estancia en Garzón. Descubrió que podía hacer mucho más por la comunidad y se puso la cuestión al hombro. Así nació Campo, un proyecto artístico que tiene varias patas y que ha sido muy influyente en la zona: es una colonia residencial para artistas, organiza exposiciones y ferias –hace pocos días llenó Garzón con CampoAir– y también gestiona Canteen, la cafetería en la que ahora Heidi está contando su vida.

“Vivía acá todo el tiempo y quería compartir lo que me sucedía, lo que me inspiraba. En Garzón realmente me acepté como alguien que podía crear. Algo de estar acá, de los tiempos de soledad, el santuario que significa, me permitió trabajar duro para expresar lo que quería en mis fotografías. Y eso lo quería compartir. Lo que intenta Campo es ser una gran residencia de artistas, con un festival de arte anual, que pueda ayudar a la comunidad local para que puedan intercambiar con el turistas y los visitantes”.

Heidi no está sola en su cruzada por invitar a artistas del exterior a pasar una temporada de creación en Garzón. Piero Atchugarry –galerista de renombre internacional, hijo del escultor Pablo Atchugarry– pretende también generar un intercambio similar con personas de todas partes del mundo. Su proyecto se llama Tierra Garzón, está ubicado en el camino de tosca que va hacia el pueblo y tiene, como la iniciativa de Heidi, varias capas diferentes: por un lado es una residencia –que en estos momentos está agrandándose para poder albergar a más artistas–, pero también es una galería que funciona en un viejo establo remodelado. A la vez, todo está situado en un predio de 159 hectáreas que funciona como parque de esculturas.

Marcelo Umpiérrez
Tierra Garzón

Y así como Atchugarry tiene la primera galería a la que se puede llegar desde la ruta 9, en Garzón esperan dos más que terminan de conjugar el polo artístico en el que se ha convertido el pueblo: Black Gallery, un emprendimiento uruguayo que está allí desde hace cinco años y Photology, propiedad del italiano Davide Faccioli, que abrió en 2014. 

La llamada de Garzón

Algo debe tener de verdad. Algo debe meterse dentro del cuerpo de los extranjeros que llegan a Garzón y lo ven como el lugar que siempre buscaron, y que allí en el fin del mundo encontraron por fin. Ese algo se nota, sobre todo, cuando cada uno de los artistas de las distintas galerías y emprendimientos suspira antes de contestar a la pregunta de qué fue lo que los ancló a ese lugar. Suspiran, levantan la cabeza al cielo y hablan.

“Trato de pensar y explicar qué es lo que hace a Garzón tan auténtico y creo que es por su belleza, el hecho de que es real, de que tiene una luz maravillosa, que es muy tranquilo. Es un lugar donde uno puede perderse en uno mismo, hacer su vida de manera íntima. No es para cualquiera, claro”, dice, por ejemplo, Heidi Lender.

Atchugarry, a pesar de que tiene sangre uruguaya por las venas, también lo ve con ojos extranjeros. Él, que nació en Italia y tiene muchos de sus principales nexos allí, utiliza la misma palabra que otros tantos esgrimen para describir a Garzón: “mágico”. Dice, además, que lo interesante es que toda esta revolución artística del pueblo se fue dando de manera orgánica, que nadie llegó a establecerlo como el pueblo del arte exclusivo, y que eso ha sido benigno para lo que representa la localidad. 

Marcelo Umpiérrez
El parque de esculturas de Piero Atchugarry en Garzón

“Cada una de las galerías ingresó por su cuenta, nadie dijo 'vamos a Garzón en grupo'. Se fue generando un polo de interés. Es bueno y fantástico, porque cada galería tiene su propia identidad, su propio programa. Nos complementamos, en lugar de competir, nos potenciamos. Cada una trae algo único”.

“Creo que los artistas, por necesidad están en polos, en ciudades enormes donde hay muchísima gente, ruido, coches, edificios, poco tiempo. El hecho de cerrar con eso y venir por unos días es algo increíble. Los artistas pueden venir a regenerarse, reinventarse, para seguir creando”, agrega.

Además de Atchugarry, otro italiano también puso sus ojos en el pueblo uruguayo. El galerista Davide Faccioli es el propietario de Photology, la única galería del pueblo que trabaja únicamente con fotografías. Según cuenta, tras un bajón económico que tuvo el arte en Europa sobre 2007, él y otro socio decidieron buscar nuevas fronteras para su galería. Quisieron alejarse de las metrópolis, de los celulares y el ruido, y terminaron complementando su local en Noto, Sicilia, con una en Garzón. “Quedamos enamorados. Era un pueblo utópico, no había prisas, celulares, nada”, dice Faccioli, de 58 años.

Photology
Photology

"Gastro-arte"

En la cabeza de Mercedes Sader, una de las dos propietarias de Black Gallery, siempre había estado el pueblo. Fernandina de nacimiento, conocía las bondades de la pequeña villa desde antes de su furor post Mallman, por lo que al momento de seleccionar dónde ubicar Black Gallery, no hubo muchas vueltas. Hoy la galería tiene dos sedes en el pueblo, donde se muestran obras de José Cúneo, Lacy Duarte, Pablo Uribe, Tali Kimelman y la propia Heidi Lender. 

“El pueblo, con eso que no hay farmacia ni estación de servicio, pero hay galerías de arte y está lleno de artistas, atrae gente interesada, coleccionistas de todas partes del mundo. También a muchísimos uruguayos a los que se les empieza a despertar la curiosidad. Además, se juntan varias cosas que se retroalimentan. El polo de la alta cocina y el polo de arte contemporáneo van de la mano, no solo acá, en otros lugares del mundo también. La búsqueda de las experiencias para los sentidos es una tendencia mundial”.

Black Gallery
Black Gallery, en Garzón

En ese sentido, es evidente la búsqueda del pueblo por realzar el arte contemporáneo con la cocina de prestigio. Un ejemplo es Canteen, el negocio de Lender, que es una de las primeras pruebas físicas a las que se puede acceder inmediatamente cuando se entra en Garzón. “Una de las cosas que distinguen a Campo es que tratamos a la comida como arte. Las residencias son para artistas, escritores y cocineros. Canteen es un proyecto de arte y gastronomía”, dice Lender.

Faccioli también coincide en que la gastronomía es parte importante del desarrollo que Garzón ha tenido como polo artístico. “El público es el mismo. Esta mezcla es algo que se estila en todo el mundo. Sucede en Sicilia, en la Toscana, y acá también”.

Piero Atchugarry fuera de su galería en Garzón

Aún así, todos los galeristas saben que Garzón no es el mundo. Como dice Atchugarry, es un “huracán que dura dos meses”, que implica prestigio para sus instalaciones, pero también salir al resto del mundo en los meses que el invierno se arraiga en el pequeño poblado y las visitas pasan a ser de esporádicas a nulas. “Comercialmente hay personas muy especiales que se interesan por ir a Garzón en busca de arte. Estar acá es muy importante, pero no necesariamente implica tener que vender”.

De la bohemia lujosa a la comunidad artística exclusiva, con galerías globales y nombres prestigiosos colgados en sus paredes. Ese es el presente de Garzón, un pueblo que ha mutado varias veces en los últimos años, que ha visto la llegada de los grandes nombres, la alta gastronomía y los Porsche que cruzan sus calles a la par de las bicicletas de los locales. Ya no es el pueblo que en su momento tuvo 2000 habitantes, aquel que estuvo a punto de desaparecer cuando la ruta dejó de pasar por sus lindes. Cambió y seguramente seguirá cambiando, pero aún así no perdió su silencio. O, al menos, lo más cerca del silencio verdadero que, en medio del bullicio cotidiano, podemos estar.
 

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