Diego Battiste

Relatos salvajes made in Uruguay

Recientemente, el Uruguay fue escenario de una serie de episodios que coparon la agenda mediática

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09 de febrero de 2022 a las 05:02

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En 2014, la industria cinematográfica argentina le regaló al mundo una obra maestra: la película Relatos salvajes, dirigida por Damián Szifron, quien era conocido en el Río de la Plata por haber creado y dirigido la exitosísima serie Los simuladoresRelatos salvajes es una obra maestra por varias razones, como el elenco que la protagoniza, su cinematografía y el original hecho de ser una película que reúne historias breves sin conexión entre sí. Pero, principalmente, es una obra maestra por el tratamiento que hace de un problema importante de la sociedad argentina (y, particularmente, bonaerense): la violencia, sus diferentes tipos y modalidades.

Al ver Relatos salvajes, los espectadores uruguayos fácilmente se habrán sentido identificados con las historias que la componen. Sin embargo, también habrán sentido dentro una especie de barrera que decía: “Sí, puede pasar. Pero así, solamente en Argentina”.

Las historias de Relatos salvajes son historias típicamente argentinas en el sentido de que reflejan una crispación y una intolerancia que la esfera pública del vecino país legitima desde hace décadas a partir de los discursos que circulan en ella y que se evidencian tanto en la política (con la famosa “brecha”) como en el fútbol, pasando por el mundo del espectáculo (con abogados “mediáticos” y conductores de programas de TV que permanentemente fomentan el conflicto, incluso creándolo donde no existe).

Los uruguayos nos hemos acostumbrado a ver el espectáculo argentino con cierta fascinación, rechazo y autocomplacencia, con la creencia certera de que la peripecia argentina es imposible de replicar en nuestro país. Así, después de apagar la televisión nos vamos a dormir satisfechos y aliviados por creernos diferentes y todavía a salvo.

Recientemente, el Uruguay fue escenario de una serie de episodios que coparon la agenda mediática y que, por lo nefastos, ameritarían la creación de historias a ser incluidas en una Relatos salvajes uruguaya. Un jugador de fútbol profesional que está siendo investigado por posesión y tráfico de armas de fuego.

Un episodio de abuso sexual grupal luego de una noche de fiesta en una discoteca montevideana. Una fiscal que sin pensárselo demasiado ordena el allanamiento de un medio de prensa y de un periodista. Un grupo de veraneantes que cree que un joven de 18 años era un ladrón y decide darle un escarmiento por mano propia. Cada uno de estos episodios –por mencionar algunos ejemplos recientes y frescos en el ojo público a los que se podrían sumar tantos otros– podría ser una historia de la versión uruguaya de Relatos salvajes.

Hay quien pueda pensar que esta afirmación es una exageración. Puede ser, pero también puede ser que no lo sea. Porque la violencia – la física, pero también la simbólica – se legitima socialmente en la esfera pública de una sociedad a partir de eventos pasados y de discursos interpretativos que atribuyen sentido a los hechos ocurridos. El segundo golpe de un abusador físico se puede justificar fácil y peligrosamente con la existencia de un primer golpe, así como en la idea de que ambos golpes son parte de algo mayor, como ser un deber de corregir algo que se está haciendo mal (según el sistema de creencias de quien golpea, claro). Los discursos, las ideas y las creencias legitiman las prácticas.

No sería correcto esperar que el salvajismo uruguayo fuese igual que el argentino. A pesar de las similitudes culturales e idiosincráticas, la sociedad argentina y la uruguaya son distintas. Sus esferas públicas son distintas porque sus historias y sus modos de dar forma a la cosa pública fueron distintas. Por lo tanto, lo que es aceptable y lo que no difieren entre una y otra sociedad. Sin embargo, los uruguayos estamos permanentemente expuestos a las prácticas que la sociedad argentina legitima, incluyendo las violentas.

Es importante que la sociedad uruguaya se dé el espacio para discutir acerca de los salvajismos que su esfera pública legitima (o está empezando a legitimar). Esta es una discusión que la sociedad civil se debe dar. Pero también es una cuestión que cada ciudadano debe tener presente a la hora de intervenir en la esfera pública, ya sea participando en un evento político de carácter público o comentando un posteo en redes sociales.

¿No es un salvajismo reaccionar con un emoji que ríe a carcajadas a un posteo en Facebook que anuncia la muerte de alguna figura pública de nuestro país? ¿No es otro salvajismo considerar al hincha de otro equipo de fútbol como un enemigo a ser aniquilado, en vez de un rival con el que es divertido competir? ¿Cómo pueden los actores políticos y los medios locales ayudar a corregir la tendencia a la polarización que caracteriza a nuestras sociedades contemporáneas e hipermediáticas? ¿Qué puede hacer cada ciudadano para evitar llegar a la violencia simbólica? Afortunadamente, a la cultura pública uruguaya todavía le falta para llegar a los niveles de violencia y crispación de la argentina.

Sin embargo, en los últimos años se han evidenciado algunos episodios preocupantes que reflejan ciertos mecanismos que están más que instaurados en la vecina orilla. Si no se detectan y trabajan a tiempo, estos mecanismos pueden fácilmente colonizar (con todas las connotaciones negativas del verbo ‘colonizar’) nuestra forma de estar juntos. Que el contentarnos con una comparación con el país vecino –comparación de la que, por suerte, siempre saldremos ganando porque nuestra violencia es “más leve” o “menos grave”– no sea excusa para pensarnos activamente de manera crítica.

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