Carolina y sus hijas

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Si la vida te da limones, hacé limonada

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11 de marzo de 2022 a las 05:04

Por Carolina Anastasiadis

Soy madre separada. Con la certeza de que los niños nos sienten y luego nos entienden, y que somos los adultos de la casa quienes marcamos el tono emocional del hogar, la decisión de la separación para mí fue difícil pero también necesaria. Primero no me separaba por ellas, y luego la decisión se dio justamente pensando en ellas. Quería que mis hijas respiraran amor. No había adultos culpables, pero ese amor no estaba.

Como cada decisión que involucra a los hijos, una gran cuestión emergió con fuerza de manera inmediata. Cuestión que, a veces respondía con dolor, otras veces con más raciocinio y menos emoción y que hoy respondo con mucha más paz que perturbación: ¿hay alguna habilidad que los hijos de padres separados puedan tomar de la situación que les toca vivir? La respuesta es SÍ. Se habla mucho sobre los daños que las separaciones mal gestionadas pueden causar en los niños, que es un factor de “riesgo” para la salud emocional de ese niño cuyo cerebro está en pleno desarrollo, pero poco se habla de que a veces una separación termina siendo un salvavidas para la salud y madurez emocional de un niño. No vale más una familia junta pero en tensión o dolor permanente, que dos padres felices y más equilibrados que viven separados. En esa última situación hay más chances de que los niños «respiren amor».

Vengo de una familia de padres juntos, con la estabilidad y el anclaje hogareño como matriz. De niña era de las que, por más pijamada o tiempo fuera que tuviera, siempre quería volver. En casa ese “tono emocional” era sostenidamente amable; con alguna rara excepción necesaria para ajustar clavijas y hacer sobrevivir al sistema, en casa me sentía bien. Con esa cultura de padres juntos y una infancia que defino como feliz, es que la pregunta sobre las habilidades que se podrían obtener de una situación tan distinta como la separación me martilló la cabeza tiempo –y reaparece, eventualmente-.

Los niños no deciden la separación de los padres. Es algo que se les planta. Como también pueden ser otras situaciones difíciles que se plantan en sus cortas vidas (enfermedades de padres, abuelos, pérdidas de seres queridos cercanos). No deciden la separación, tampoco se les pide opinión y, en general, son quienes más sufren las consecuencias. La vida les cambia entera y si no tienen ayuda para ver algo positivo de ese acontecimiento, difícilmente vean la oportunidad que de ese dolor pueden tomar para la vida.

Estudiosa de la disciplina positiva, y con la firme intención de ponerle otro relato a esto de tener dos casas para mis hijas, es que empecé a pensar en las habilidades que los niños de padres separados podrían llegar a aprender e incorporar con facilidad para su vida. Encontré dos pilares, fundamentales para el mundo que vivimos y, sobre todo, para el que se viene.

Se habla mucho de la inteligencia emocional, de la inteligencia espiritual de los niños. De la inteligencia, a secas (entiéndase por ello la lógica- matemática, la tradicional). Pero hete aquí que nada más ni nada menos que uno de los filósofos contemporáneo más cotejado en este tiempo, como Yuval Noah Harari (autor de Sapiens: de animales a dioses, entre otros) viene remarcando en este tiempo que es la FLEXIBILIDAD y la capacidad de adaptación al cambio, la habilidad que se necesita para el “éxito” en el Siglo XXI. Ante un mundo cambiante, incierto, con revoluciones tecnológicas que suceden a diario y de manera exponencial, el humano será capaz de surfear las olas si aprende a leer y acompañar el movimiento de las mismas. Un niño que vea coherencia entre emoción, pensamiento y acción de parte de sus padres, será con seguridad más conectado también. Cuando hay disonancia en esas partes, algo hace ruido y ellos lo captan.

Alivio. Eso sentí al escuchar a Harari. Y me interesa transmitirlo a las mamás y papás separados que se estén cuestionando el impacto de la separación en sus hijos. Con la separación llegan mudanzas, dos casas, dos formas de criar (más o menos sintonizadas), dos formas de pensar, comer, pasear, jugar. Dos formas de. Y ese cerebrito que está en plena formación tiene que entender que hay distintas maneras de vivir, y que no hay una única que sea la que está bien. Y que incluso, de adulto, podrá elegir su propia manera.

Hoy, con el agua ya más baja, veo a mis hijas con una flexibilidad que me asombra. En tres años sucedieron por lo menos 3 mudanzas. Hoy se adaptan a dormir donde se sienten bien – y donde los adultos nos sentimos bien-. Además de ello, entienden porque lo encarnan, el concepto de diversidad de familias. La separación me ayudó a repensar y conversar con ellas el paradigma familiar, a entender que no es la configuración familiar lo que determina que una familia sea “mejor “o “peor” (mucho menos que sea feliz), sino que ellos se van a sentir mejor cuando en la familia (cualquiera sea su forma) se respire amor. Que la configuración es en realidad solo una capa de lo esencial, que será mejor o peor vista según la cultura y el tiempo que les toque vivir. Y que más allá de tiempos y culturas, la enseñanza que trasciende todo es que aun el limón más ácido que dé la vida, sirve para hacer una buena limonada. 

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