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Suite n°1 para violonchelo solo y De edipo a Jacqueline Du Pré

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28 de junio de 2020 a las 05:00

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Suite n°1 para violonchelo solo

Querida Magdalena:

Dentro de la afición patológica de rastrear, en la Historia, las celebrities inmortales de la ciudad de Oxford, mi último hallazgo no ha venido por el lado de la Filosofía, ni por el de la Literatura, sino por el de la Música. Y llevo más de una semana subyugado por la figura de Jacqueline du Pré.

Nacida en Oxford -permítame la redundancia-, al término de la Segunda Guerra Mundial, se cuenta que a los 4 años, escuchando una emisión de la BBC -quizás la Suite nº1 para violonchelo solo de Bach- , quedó paralizada frente a la radio y le preguntó a su madre:

-¿Qué es eso?

En esa pregunta se contenía toda una declaración de amor al violonchelo. Como si le dijera:

-Yo me rindo ante ti.

¿Porqué nos rebelamos y nos enfrentamos a algunas cosas o personas o doctrinas, mientras amamos y aceptamos otras de manera casi acrítica? Como dice el autor de The Unity of Philosophical Experience: “No sólo las aceptamos, sino que les damos la bienvenida como si, cuando por fin llegan, se realizara en nosotros la secreta y misteriosa anticipación de que habríamos de tropezar con ellas algún día. La razón nunca se rinde sino a sí misma. Los encuentros decisivos no se sufren, se buscan como en virtud de cierta afinidad selectiva”.

En el caso de Jacqueline du Pré, este argumento se cumple, diríamos, textualmente, con chocante y mozarteana precocidad. A partir de ahí, lo que sabemos, lo que recogen y repiten las enciclopedias y los documentales es la realidad de una inigualable familiaridad y connaturalidad entre una artista y su instrumento. Rostropóvich y Pau Casals la quieren como discípula. Daniel Barenboim se casa con ella. El público la adora. Por su parte, Jacqueline sigue siendo una chica no del todo elegante y un poco torpe, histriónica, pero que se convierte en el centro de todo cuando sus manos acarician la caja de madera y las cuerdas de un violonchelo.

Pero lo que Dios le dio a los 4, se lo quitó a los 28. Y así como, con ironía, le había dado a Borges la ceguera y los libros, le regaló a Jacqueline una esclerosis múltiple que le impidió tocar nunca más. Su oído estaba intacto y su cerebro sabía en cada momento transmitir a su cuerpo el modo en que las notas debían ser creadas, llevándolas de la potencia al acto. Pero sus manos ya nunca más habrían de obedecerle. Es como si Picasso hubiera dejado de pintar en el Período Azul.

Durante 14 largos años, du Pré vivió su silenciosa despedida. Nunca más se subió a un escenario. Nunca más se enfrentó a ese público que sólo estaba esperando las notas que ella quisiera regalarle. Cuando murió en su casa de Londres, a los 42 años, la Fundación Vuitton pagó 1 millón de libras por su Davidov Stradivarius y se lo cedió en préstamo al maestro Yo-Yo Ma.

Al final parece que no basta con nacer en Oxford para ser inmortal.

Pero no me resulta fácil aceptarlo. Siento el sufrimiento y la muerte de esta mujer genial como un ataque a este provincianismo mío tan típicamente inglés, tan típicamente humano, que cree que a los que somos de Oxford no nos deberían pasar cosas así. No hace falta que usted, como psicóloga, me interprete. Bien sé que incurro yo también en la falacia de confundir la vida, incluso la eterna, con la pequeña ciudad inglesa en la que vivo. Pero ya no puedo vivir sin esa mentira, sin creer que Wilde,  Scoto, Hopkins y du Pré son la prueba de que algo mágico le sucede -nos sucede- a este grupo de vecinos. (A ustedes les pasará lo mismo con Obdulio Varela: la felicidad de ser del mismo lugar que él). Todo esto ha sido expresado literariamente en el mito Hobbit: esa progenie tolkieniana que vive de espaldas al mundo, profesando un explícito desinterés por todo lo que no sea su propio vecindario. Nada hay más inglés, más uruguayo, más humano, que un hobbit: seres profundamente felices en su aislacionismo tendencial, en su veneración de las costumbres, en su glorificación de las diferencias, en su aprecio por los localismos y en su conservadurismo.

Detrás de cada ser humano concentrado en podar el cerco de su pequeño jardín, en la ignorancia del resto del Universo, se oculta, filosóficamente, un hobbit y un aldeano que trata de olvidar que, al final,  él también habrá de morir. Como Jacqueline du Pré -que, sin embargo, ella sí, era inmortal.

De edipo a Jacqueline Du Pré

Estimado Leslie:

no de los mayores encantos de la juventud es la irremediable propensión a comulgar con los famosos versos de William E. Henley: “I am the master of my fate / I am the captain of my soul” (“Soy el amo de mi destino / Soy el capitán de mi alma”). Casi todo joven, tan sólo por serlo, está paradójicamente destinado a la convicción de que su vida debe depender de su propio criterio. Nada ni nadie puede intervenir en su proyecto, porque su libertad para “ser” y “hacer” es un hecho, lisa y llanamente, incuestionable. No sé usted, Leslie, pero yo sí supe experimentar esa vigorosa sensación, mucho más proclive a la rebeldía que a la aceptación.

De aquella época recuerdo las clases de literatura en el liceo, cuando leíamos Edipo Rey de Sófocles. No olvidaré jamás el disgusto que sentí cuando el profesor nos explicó que la tragedia de Edipo, su gran error y la razón por la cual se arrancó finalmente los ojos, fue la de haber creído que podía evitar el destino que le había sido deparado. Edipo cometió el pecado de hybris (el único para los griegos, en realidad, ya que ellos no concebían ningún pecado moral como sí sucede en el mundo judeo-cristiano), que implicaba el actuar en forma desmesurada y soberbia, transgrediendo los límites impuestos por los dioses.  Como todo buen mozo, Edipo creyó -equivocadamente- que era el amo de su destino. Su castigo fue la ceguera auto-infligida, como símbolo de su incapacidad para ver que ningún humano puede desafiar a las Moiras que tejen -como se les da la gana- la vida de los hombres.

También en esa época leía el Ecce Homo de Nietzsche: “La fórmula para expresar la grandeza en un ser humano es Amor Fati: que uno no quiera que nada sea diferente, ni hacia adelante, ni hacia atrás, ni en toda la eternidad. Que uno no se limite a soportar lo que sea necesario y aún menos disimularlo, sino a amarlo”.

Pero mi amor por Nietzsche no era, en ese entonces, lo suficientemente intenso como para hacerme desistir de mi convicción: en el diseño de mi propio destino, lo único necesario eran mi libertad para elegirlo y mi voluntad para conquistarlo. La grandeza de un ser humano depende de su capacidad para rebelarse contra lo impuesto, pensaba yo, mientras me consagraba a descubrir mi vocación…

Pero ya lo dijo Borges, el tiempo es el mejor antologista; en su fluir va tamizando lo ilusorio para echar luz sobre lo auténtico. Así, casi sin darme cuenta, me encontré una y otra vez -y otras más también- enamorada de personas, ideas y cosas que se me habían aparecido sin ser buscadas (al menos no a conciencia). Y frente a ellas, como la niña Jacqueline, sentí: “Yo me rindo ante ti”.

Muchas veces me han preguntado por qué elegí a la Filosofía como profesión, y siempre contesto que, por alguna razón que no puedo comprender del todo, ella y yo debíamos encontrarnos.  Y si la elegí, eso es sólo porque ella antes se me impuso para mostrarme cuánto la necesitaba… A esto es a lo que yo llamo vocación: esa “voz interior” (que los griegos la personificaban a través de la figura del daimon) que nos indica cuál es nuestro destino. No es fácil escuchar al daimon: su voz se hace audible sólo en el silencioso diálogo del alma consigo misma. Y, por eso, cuando lo escuchamos, es inevitable responder afirmativamente a su llamado. Porque sabemos que eso es (aunque no podamos explicar, a ciencia cierta, bien por qué) lo que debe ser. No en vano Sócrates lo llamaba “voz profética dentro de mí”. Nos rendimos, es verdad, ante esa voz interior que adivina nuestro destino. Pero jamás sentí a ese “salto de fe” como una mera aceptación acrítica. ¡Todo lo contrario! De lo que se trata, más bien, es de la consumación del deseo de Kierkegaard: “Debo encontrar una verdad que sea verdad para mí”. No es una “creencia ciega” (como la de Edipo cuando creyó que podía desertar de su destino), sino una comprensión “clara y distinta”. Tan flagrante como para encender a la razón apasionada, y tan necesaria como para impulsar a la voluntad a responder a su llamada, sin importar el costo en sangre, sudor y lágrimas.

Sí, al final, Nietzsche tiene casi siempre la razón, estimado Leslie: la grandeza de un ser humano se expresa en el amor que le profesa a su destino. Y quizás, por eso mismo, el secreto de la inmortalidad esté en el Amor Fati también. No cabe duda de que éste fue el caso de su inolvidable conciudadana, Jacqueline du Pré. 

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