Silvana Fernández

Transformar la educación post covid-19 (3)

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13 de mayo de 2020 a las 05:04

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n las dos primeras entregas de la serie esbozamos una visión y un conjunto de ideas fuerza que visualizan la transformación educativa como una oportunidad planetaria que contribuya a recrear el imaginario nacional de una sociedad justa y de oportunidades. Bajo este desafío, la transformación de la educación requiere de una mirada social amplia y aguda que aborde la vulnerabilidad como un asunto prioritario que vaya más allá de las coyunturas y de medidas compensatorias.

Los efectos de la pandemia planetaria nos hacen tomar conciencia que somos una sociedad expuesta a múltiples vulnerabilidades. En los períodos de crecimiento económico sostenido y de acceso a niveles crecientes de bienestar aun desigualmente distribuidos, la vulnerabilidad pudo mitigarse, y también ocultarse, detrás de la normalización del asistencialismo como práctica permanente. También dicha práctica resulta funcional a modelos de desarrollo y crecimiento que asumen la irreversibilidad de cierto grado de exclusión. No obstante, lo cual, la vulnerabilidad se ha venido reflejando en la progresiva apropiación de los espacios públicos como reductos y refugios de los desafectados, descolgados, así como de los “no elegibles” y “no deseables” de las políticas públicas.

La explosión de las vulnerabilidades revela algunas cuestiones relevantes que como región latinoamericana y país deberíamos encarar. Ante todo, se podría reconocer que las diversas variantes de progresismo y de conservadurismo social que se han ensayado desde los ochenta del siglo pasado en adelante, como proyectos ideológicos-políticos, no han logrado dar respuestas robustas, preventivas y sostenibles frente a las vulnerabilidades, ya sean de orden cultural, social, económico o territorial, o a una combinación de las mismas. Claramente cada proyecto tiene énfasis diversos, algunos mucho mas enraizados en ideales de inclusión y de progreso social que compartimos, pero en todo caso, sus resultados distan mucho de los anhelos y las metas que aspiran a cimentar cambios estructurales en la sociedad. 

Asimismo, la vulnerabilidad tiene una clara expresión en los discursos y en las narrativas que han permeado, de una forma u otra, al progresismo y al conservadurismo social. Entre otras, la creencia, a veces “mágica”, de los efectos derrame del crecimiento económico y en posicionarlo como el indicador por excelencia para dar cuenta del bienestar de una sociedad; la ausencia o debilidad de una mirada de desarrollo del país más allá de los avatares de la coyuntura; la insuficiencia de musculatura programática y de respuestas institucionales para promover inversiones estratégicas en el fortalecimiento de las capacidades de las personas; las brechas entre una fiscalidad progresiva y servicios sociales sin responsabilidades y contrapartidas claras y robustas en calidad de inversión, gasto y prestaciones.

Las diversas facetas de la vulnerabilidad no solo hacen a la combinación de la emergencia sanitaria, alimentaria, laboral, educativa, de la niñez, del hogar y de las familias, sino que evidencia un cuadro crítico de capacidades humanas frágiles. Esto ciertamente hipoteca las posibilidades de poder acceder y gozar de oportunidades que sustancien el desarrollo de personas y comunidades en diversidad de contextos.

Aisladamente la educación no puede por si solo responder frente a las vulnerabilidades. Se requiere de un renovado abordaje interinstitucional e intersectorial de cómo entender el desarrollo y el bienestar de las personas asumiendo que sus condiciones y capacidades no son divisibles y separables por sector de intervención, población beneficiaria y prestación. Si no entendemos a las personas como tales, vamos a seguir acumulando prestaciones sin un marco unitario y vinculante para todas las áreas de acción del estado que tengan que ver precisamente con el bienestar y el desarrollo de las personas. Peor aún vamos a seguir medicalizados y adictos al asistencialismo como solución “mágica y fácil” frente a los embates de cualquier coyuntura adversa. No sentimos “culpa” y menos aún no ejercemos la autocrítica, por no haber hecho las inversiones sociales estratégicas cuando teníamos margen para hacerlas.

Cada persona tiene un potencial enorme, a priori indeterminado, de aprender y de desarrollarse, que está esencialmente marcado por una secuencia de objetivos, procesos y etapas en que interactúan una multiplicidad de factores genéticos, ambientales y de intervenciones ya sean de la política pública y/o de otras instituciones y actores.

Por ejemplo, esto implica asumir que el desarrollo de cualquier infante se empieza a gestar desde el embarazo de su madre, y que la falta de intervención a tiempo y de calidad de la política pública, genera y solidifica un cuadro de vulnerabilidades que a edades más tardías se hace más difícil de revertir. Los estudios indican que el número de sinapsis en el cerebro de una niña o un niño de dos años duplica prácticamente el número registrado en un adulto (Dehane, 2018). Las sinapsis útiles permanecen y se multiplican mientras que las otras son eliminadas, y esto se asocia, en importante medida, a la intensidad y calidad de las estimulaciones que recibe el infante desde su ambiente incluyendo naturalmente a las familias, adultos próximos, agentes sociales y educativos.

A la luz del desafío de contribuir a que el potencial de desarrollo de cada persona se haga realidad, el abordaje desde la educación no sólo supone espacios de coordinación con diversidad de instituciones responsables de temas de infancia, familias, salud, contextos locales u otros. Esencialmente empieza por discutir y acordar, entre esas mismas instituciones, un concepto integral y potente de desarrollo del infante. El aceitar los mecanismos de coordinación y evitar la superposición de esfuerzos e iniciativas, tiene sentido y fuerza en la medida en que se sustente en marcos unitarios conceptuales que den sentido a las intervenciones propuestas.

Asimismo, el abordaje de la vulnerabilidad desde la convergencia conceptual entre diversidad de instituciones, públicas y privadas, tiene que acompañarse de una profunda transformación del sistema educativo. Esto supondría que las formaciones, desde cero a siempre, comparten una visión multidimensional del apuntalamiento y desarrollo del alumno, así como garantizar progresividad y fluidez en las enseñanzas y en los aprendizajes entre instituciones, niveles y ofertas educativas. 

No se sólo cuestión de la sola existencia de mecanismos de coordinación entre lo público y lo privado, sino que primariamente, se acuerden itinerarios, contenidos y procesos de formación que entienden al infante y su desarrollo progresivo, desde un enfoque promotor de su bienestar, facilitador de oportunidades de aprendizaje, y compensador de las vulnerabilidades. Las dimensiones culturales, económicas y sociales no se adosan a las propiamente educativas, sino que se entrelazan en cada iniciativa y acción que promueve el centro educativo. Esto implica una red de instituciones que alimentan y comparten un sistema de información unitario, se retroalimentan y apoyan unas a las otras, con el objetivo de alcanzar objetivos universales para todos los alumnos. Dicha universalización implica la fina articulación de las necesidades mapeadas que sirven de soporte a intervenciones personalizadas. Esto va a contrapelo de asociar la universalidad de objetivos con intervenciones masivas y homogéneas para todos por igual.

Resulta claro que el abordaje de las vulnerabilidades, solo desde la educación y/o bien adosando prestaciones sociales, no es una respuesta sostenible de cara a reducir las enormes brechas que se han hecho más visibles con la pandemia planetaria. Es tiempo de atrevernos a repensar toda la ingeniería y el andamiaje de las políticas sociales para que cada niño, niña, adolescente y joven preocupe por igual en la educación.

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