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Un ocaso imperial: Gran Bretaña no sabe cómo salir del brexit

El brexit ha sido un despertar abrupto para los británicos. De pronto se han percatado de su realidad, y de los verdaderos alcances de lo que votaron en 2016

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19 de enero de 2019 a las 09:43

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Ricardo galarza
especial para El Observador

En 1942, en pleno auge de la resistencia pacífica de Mahatma Gandhi contra el dominio del Raj británico en la India, Winston Churchill, desbordado por los alcances del movimiento independentista, ordenó apresar al líder indio en Bombay. Fue entonces que el estadista más citado de la historia reciente por su ingenio discursivo y su aplomo magnificente pronunció la más reprobada de su larga lista de célebres sentencias: “¡El Imperio Británico no va a ser derrotado por un faquir!”, exclamó Churchill visiblemente irritado.

Eran horas bravas, mientras la Alemania nazi avanzaba por toda Europa y el norte de África como una mancha de aceite. Y Churchill tardaría más de dos años en entender el movimiento que encabezaba Gandhi en la India. Pero aquel momentáneo desplante de soberbia cargada de ínfulas imperiales es algo —más que británico— muy inglés. Es el espíritu que por siglos ha dominado el discurso y la desconfianza hacia la Europa continental. Ellos no necesitaban de Europa: tenían su Commonwealth de naciones, que se extendía por los cinco continentes, y tenían su “relación especial” con Estados Unidos. ¿Quién iba a necesitar a Europa?

Nunca han abandonado ese sentimiento, larvado en todas sus relaciones con el continente, a pesar de no haber tenido más remedio que finalmente integrarse a la Unión Europea en 1972 y avenirse a los lineamientos de Bruselas más de lo que hubieran deseado.

El recelo popular respecto de Bruselas no distinguía filiaciones políticas, y ha atravesado a todos los partidos y sus dirigentes. Con matices, a veces por diferentes motivos —y no sin algunas célebres chaqueteadas en el camino—, tanto laboristas como conservadores han sido euroescépticos por igual. 

Fue esa inveterada actitud hacia Europa lo que terminó por traicionar a los ingleses el 23 de junio de 2016, cuando votaron la impensada salida del Reino Unido de la Unión Europea. Porque fueron los ingleses los que votaron el brexit; no así el resto de los británicos, que en Escocia, en el Ulster y hasta en Gibraltar, marcaron “remain” en la papeleta del referéndum por amplias mayorías.

Ese desplante imperial los ha conducido estos dos años por un callejón sin salida. Se han pasado todo este tiempo en un debate interminable y absurdo sobre la manera en que deben separarse del bloque. Y todavía no se ponen de acuerdo.

Para los brexiteers de línea dura, “brexit es brexit”, y eso significa salirse de la Unión Europea sin un acuerdo con sus socios, punto. Luego están los que votaron en contra del divorcio, que los hay en ambos partidos. Estos se inclinan básicamente por dos opciones distintas de lo que sería un brexit blando: una es permanecer en unión aduanera con la UE; y la otra, en un esquema similar al de Noruega, que participa del mercado común europeo pero es libre de negociar acuerdos comerciales con terceros países o bloques. Y por último están los que impulsan la celebración de un nuevo referéndum, entre los que se encuentra la mayoría de los laboristas; pero no todos, como el propio líder del partido, Jeremy Corbyn, que sigue sin dar su apoyo expreso a una segunda consulta. 

Pero incluso entre los proeuropeos que no apoyan el segundo referéndum, tampoco se ponen de acuerdo sobre si la fórmula más deseable es la unión aduanera o la variante noruega.

En suma, un gran jaleo de propuestas, contrapropuestas, discordias y ánimos crispados que condujo a que la primera ministra Theresa May recibiera el martes una paliza histórica en el Parlamento, cuando se votó el acuerdo de salida que la mandataria había firmado con sus 27 socios europeos y los directivos de Bruselas. El resultado de la votación fue de 432 por la negativa y 202 por la positiva; con lo cual 180 parlamentarios de su propia agrupación le votaron en contra. Una derrota del tamaño del Big Ben. 

Uno esperaría, sobre todo teniendo en cuenta los antecedentes de la política británica, que la primera ministra presentase inmediatamente la renuncia. Pero no; no se dio por aludida. Menos explicable aun resultó la votación del miércoles a la moción de censura presentada por Corbyn tras la debacle del gobierno del día anterior. Moción por la que, de aprobarse, May habría tenido que dimitir y convocar a nuevas elecciones; como se ha visto tantas veces antes, desde Margaret Thatcher y John Major hasta David Cameron.

Pues, tampoco. May salvó el cargo por 19 votos, y el lunes deberá presentar un nuevo plan para el brexit. La explicación en la que coinciden todos los analistas, sin ningún matiz (ya sabemos que los analistas políticos son toda gente muy original), es que los conservadores no permitieron la caída del gobierno no por lealtad a May, sino para evitar unas nuevas elecciones generales en las que a buen seguro llevarían las de perder.

Desde luego, para muchos legisladores tories esa habrá sido razón suficiente. Pero tal vez más importante aun es que no tienen la menor idea de cómo salir de este atolladero, de esta pesadilla sin fin que ellos mismos se han infligido. No tienen mayoría para aprobar ninguno de los planes tras los que se agrupan: no hay mayorías para forzar un segundo referéndum, no las hay tampoco para ninguna de las opciones de brexit blando que se discuten, y no las hay para aprobar un brexit duro e irse de Bruselas dando el portazo. Peor aun, cualquiera de ellos acarrearía para la economía británica una crisis de proporciones similares a la de 2008, con una caída de ocho puntos del PBI. Y afuera la calle está dura: la sociedad está dividida como nunca antes. No hay para dónde hacerse.

El brexit ha sido un despertar abrupto para los británicos. De pronto se enteraron de que ya no tenían Imperio, no había Commonwealth, y la “relación especial” con el Estados Unidos de Donald Trump es una moneda en el aire. 

En ese escenario sombrío, la hora más baja de la política británica, los parlamentarios optaron por extender el limbo y seguir poniendo el desgaste en una primera ministra desconectada ya de todo. “Una primera ministra zombi”, como la definió Corbyn en su acidez habitual.

Cuesta trabajo habituarse a esta prolongada crisis política en el Reino Unido. La cuna de la democracia moderna, la tierra de Cromwell, de John Locke, de Stuart Mill, de Adam Smith y del Dr. Johnson convertida hoy en un pequeño país políticamente inestable. El viejo reino en peligro de desintegración. El poderoso Imperio derrotado por un enclenque faquir llamado brexit.

 

 

El punto de vista de la UE
Ante el temor de un brexit caótico, la Unión Europea (UE) está dispuesta a dar su visto bueno a un aplazamiento de la retirada británica, pero si existen sólidas garantías de Londres, advierten diplomáticos europeos.
A unas 10 semanas de la fecha del brexit, el 29 de marzo, este escenario cobra fuerza en Bruselas, máxime cuando los británicos todavía no lograron ponerse de acuerdo sobre el tipo de divorcio que podrían aceptar.
La UE consideraría actualmente un retraso de varios meses, y no solo de algunas semanas, afirman medios británicos. “Especulaciones”, responden las fuentes consultadas por la AFP, que consideran prematuro fijar la duración.
“Hay muchas ideas que circulan y estoy seguro que es una de ellas”, pero primero Londres debe pedir algo para poder debatirlo seriamente, comenta una de estas fuentes, que pidieron el anonimato. 
El portavoz de la Comisión Europea, Margaritis Schinas, aseguró en rueda de prensa que no recibieron ninguna petición. Si esta llegara, debería estar motivada y los 27 socios de Londres deberían aceptarla por “unanimidad”. Fuente: Agence France-Presse
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