Una rara soledad compartida

Resulta peculiar que en el año 2020 el ser humano deba aprender a vivir aislado

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28 de marzo de 2020 a las 05:00

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La noche del 13 de octubre de 1981 fui con mi finado padre al estadio a ver a Peñarol. Fue uno de los peores partidos que le vi jugar en su ilustre historia, con tantas copas acumuladas en sus vitrinas. Cayó 0-1 frente al Cobreloa chileno, quedando eliminado en semifinales de Copa Libertadores. Quedamos destrozados, congelados en ese instante miserable, porque “no se piensa en el verano cuando cae la nieve”, según dice la canción. Después del partido, pensando en que debía sacar algo en limpio de todo aquel desánimo, fui a buscar a Washington Cataldi, uno de los mejores presidentes que tuvo la institución. Lo encontré saliendo del palco. Creo no haberlo visto jamás tan agobiado. Le propuse hacer una entrevista para El País de los Domingos, donde por entonces tenía una página ese día de la semana, por mucho tiempo la portada. Le informé que la entrevista sería sobre esto: cómo vive un triunfador las derrotas de las cuales es uno de los responsables. 

Cataldi me miró con cara de qué es esto. Tal cual me lo esperaba, se negó. Esgrimió una razón de la cual no planeo olvidarme, pues fue una lección de vida: “Nunca hablo luego de una derrota. Ahora me voy a mi casa a pasar el temporal”. Me sugirió hacer la entrevista la próxima temporada, que lo llamara. Al poco tiempo me fui del país (del diario y del Uruguay), por lo que nunca lo llamé ni hicimos la entrevista. No volví a verlo. Empero, fue de Cataldi de quien primero me acordé al año siguiente, cuando Peñarol salió campeón de la Libertadores, derrotando en la final continental al Cobreloa en el Estadio Nacional de Chile, en noche sublime que me dejó ronco a la distancia. Del hombre siempre engominado, ganador nato, aprendí sobre la importancia de una cuarentena cuando lo mejor es no andar expuesto por la calle, sobre todo cuando las circunstancias son desfavorables como para sentirse salvado. 

La palabra cuarentena, con su tan hermoso origen latín, quadraginta, a la que por tanto tiempo pocos prestaron atención –salvo los buenos poetas, porque es una palabra sonoramente fabulosa– tiene alterado al planeta con sus habitantes dentro. Su práctica había caído en desuso. La gente convirtió a los espacios de socialización en afines a sus formas expansivas de vida actual. Puesto que soy cruza de ermitaño y anacoreta, lo que menos me inquieta es tener que pasar un tiempo recluido, haciendo turismo en el living de mi casa, sacándole fotos a mi espíritu. El aislamiento social, la distancia física con quien ande cerca, no me quitan el sueño. Pertenezco por antonomasia a la lista de solitarios. A tener que vivir recluido por un tiempo no le temo, sí al comportamiento de la especie, a que nadie aprenda nada de lo que está pasando, porque hacer razonar al ser humano puede ser más difícil que obligar a una vaca a comer carne.

Mi grandísimo amigo Patrick S. me contó hace mucho una historia que ahora rescato. Antes de que lo mandaran a Vietnam, en 1968, fue a un concierto de José Feliciano. Recién había salido a la venta Feliciano!, el álbum de mayor popularidad en la carrera del cantante puertorriqueño, el cual incluía la versión de Light My Fire, canción de los Doors. La sala estaba a oscuras. De pronto se prendió una lucecita y de un costado apareció Feliciano. Llevaba como lazarillo a su tío, quien lo ayudó a sentarse. Sin introducción, comenzó a cantar. Apenas su voz y su guitarra rompieron el silencio, se les encandiló el espíritu a quienes días después fueron a pelear una guerra inútil, en una selva impenetrable que no les pertenecía. Mi amigo pensó: ¿cómo un ciego puede emitir tanta luz con su música y hacer resplandecer a las almas en pena?

En 1968, año de calamidades que no paraban de culminar, se estrenó Bullitt, película que transformó en mito intemporal al Ford Mustang. En la escena con un cuatro ruedas más inolvidable de la historia del cine, el auto marcha a máxima velocidad por las subidas y pendientes de la ciudad de San Francisco, escapando de las circunstancias. No se sabe adónde va la coupé perseguida por un Dodge Charger, pero esos casi once minutos motorizados, filmados sin recurrir a efectos especiales, redefinieron la premisa, metáfora visual mediante, de que en cualquier situación riesgosa la prioridad debe ser escapar a como dé lugar del peligro. Ya después se verá.

Cuaresma, cuarentena, cantar las cuarenta. Hay palabras que llaman a la lírica, para que las use. Y ella va. Cualquier cuarentena puede ser una experiencia alteradora. No todos la aceptan, no todos la toman igual. Lo vemos en las fechas que transcurren, con cuarentenas por auto imposición o decreto. Hay quienes sin olvidarse de la comodidad ni siquiera en estas tremendas circunstancias, se quejan de lo complicado que es mantener a sus hijos complacidos, por no poder estos salir a jugar a la calle. Temen que se armen revoluciones hogareñas pero sin Che, por tener que pasar horas seguidas confinados en su cuarto. Tras días de claustro, también el ludo y el Nintendo pierden efectividad de entretenimiento. Es tanto el miedo al tedio como a la enfermedad. El living y la cocina se han convertidos en el barrio menos inseguro. Se acabó la tradición de compartir la bombilla del mate, la botella de sidra caliente en la rambla. ¿Volverá algún día el tiempo de los besos y los abrazos, incluso a quienes no habíamos visto antes en nuestras vidas? El coronavirus mató también a las idiosincrasias del afecto.

En la era de la distracción absoluta, el ser humano carece de entrenamiento para pasar ratos cualitativos con sí mismo. El aislamiento, sin el otro a mano, atemoriza. Cuesta reimaginar los espacios que mecánicamente habitamos, hoy como archipiélago de soledades en contenedores. Con el precipicio encima, hay quienes dicen que se aburren. No lo entiendo. Hay una afirmación de Pier Paolo Pasolini que viene como anillo al dedo: “hagamos hincapié en el espacio “privado” de la experiencia”. Pero lo privado, ejercido en plenitud, aterra. Como si el hogar de cada uno fuera un Gulag decorado con claustrofobia, pocos quieren permanecer ocupados en su hogar, disfrutar en la medida de lo posible de esta inesperada manera de exilio. Deberán aprender; no les queda otra. Sin darle más vueltas al asunto, deberemos hacer delivery a nosotros mismos. Aunque disguste, ahora todos estamos en la misma. 

Dadas las circunstancias, no sería mala idea encontrar remanso en las palabras bien escritas. Casa del infinito librado del tiempo, los libros son –y perdonen que justo ahora venga a recordárselos– resguardo ideal para escapar de la alienación del presente, sobre todo, cuando ni siquiera el presente la tiene clara.  Hay otras realidades, además de la de internet. Como por ejemplo, pensar, de lenta y laica manera. El pensamiento. Meditar, ¿les suena familiar el verbo? El orbe de la mente, con su intemperie interior, nuestro cine mejor, nos salva de la urbe contaminada, nos ampara de una plaga que empezó como virus bonsái y ahora es Godzila saliendo del agua. Un virus, comandante hoy de un ejército de tinieblas.

En un mundo que bajó decibeles, y en el cual los pájaros no dejaron sin embargo de gorjear, la vida se las ingenia para continuar, incluso a la deriva. En la penumbra busca a tientas un lugar menos desconocido al cual llegar, escapando de un mal invisible que, como al teniente Frank Bullit en su Mustang verde ocho cilindros, lo persigue con el acelerador a fondo. Cada nuevo día es una pendiente y una subida, un aleatorio destino colectivo que se esconde y escabulle, que pasó a vivir en fuga permanente. En la incertidumbre prevalece no obstante una certeza: todos anhelamos que en la tupida oscuridad de esta película de final incierto, una voz a ciegas comience a cantar, que la luz llegue de alguna parte del escenario apagado. 

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