Severance

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¿Vivir para trabajar? Cómo las nuevas generaciones están rompiendo el molde de la identidad laboral

El vínculo entre el trabajo y el desarrollo personal se transformó a partir de la pandemia, y los coletazos cruzan y alcanzan a trabajadores de todo el mundo
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18 de septiembre de 2022 a las 05:03

Una de las mejores series del año se llama Severance y no se puede ver en Uruguay. Al menos de manera oficial. Porque, en realidad, sí se puede; hay que saber tocar las teclas adecuadas, encontrar el link correspondiente, entender cuáles son los mares que hay que navegar. Pero piratería al margen: es una de las mejores producciones del año y habla sobre el trabajo. Sobre una suerte de mundo distópico en el que una empresa logró desarrollar una tecnología que permite a sus empleados dividir los recuerdos laborales de los personales. Esto significa que, tras la implantación de un chip en el cerebro, por cada asalariado se generan dos identidades: la persona que está fuera de la oficina, que vive su vida y no sabe nada de lo que ocurre en su entorno laboral –de qué trabaja, qué sucede en ese espacio, quiénes son sus compañeros, qué tipo de vida lleva– y la otra, los interiores, que viven una vida minimalista y de oficina infinita, y que no saben nada del mundo exterior. 

Con esa idea, tan simple y explosiva a la vez, Severance logra colocarse al frente de ciertos debates existenciales contemporáneos, se hace preguntas sobre el propósito de la vida, cuestiona la naturaleza de la muerte y se fija qué lugar toma dentro de estas múltiples existencias. Así como otras producciones similares de su género, la serie, que es excelente, expone buena parte de las discusiones que hoy están cruzando al mundo. Y también coloca el dedo en la llaga –mojado en alcohol– de ciertas interrogantes que nosotros, seres humanos del siglo XXI, no dejamos de hacernos. 

Porque, hay que decirlo, no necesitamos una serie con esta propuesta para entender que la relación de cierto espectro occidental globalizado y las formas actuales del trabajo están cambiando. Lo vemos. Está ahí. Para gran parte de la población mundial, algunas ideas repetidas hasta el hartazgo –que el trabajo es salud, dignidad, o que si lográs trabajar de lo que te gusta nunca lo vas a sufrir– se están resquebrajando. 

Las señales

Podemos decir que, en algún sentido, el trabajo híbrido que se generó a partir de las cuarentenas en la pandemia empezó a romper el molde preestablecido del modelo laboral actual. Si bien muchos trabajos en los que la presencialidad es necesaria mostraron pocos cambios, en otros tantos la realidad marcó que estar en la oficina no era tan imprescindible. Quizás los procesos se demoraban un poco más, la comunicación quedaba presa de intermediarios y las reuniones de Zoom se convirtieron en un flagelo mundial, pero en muchas empresas la productividad no sufrió grandes golpes. Se pudo trabajar desde casa y algo de eso se mantiene: el modelo parece haberse probado en el mundo pospandémico con legitimidad.

Pero además de la aparición del trabajo remoto, la pandemia también dejó otro retrogusto: ese que sienten en el paladar algunos empleados –sobre todo menores de 40 años– que empezaron a sopesar el verdadero espacio del trabajo en sus vidas y la relación que ese tiempo tiene con el que se le dedica al ocio. Esa sensación residual es, para el psicólogo Javier Labarthe –especializado en psicología del trabajo, de las organizaciones y recursos humanos, y profesor del Departamento de Estudios Organizacionales de la Universidad Católica del Uruguay– una de las principales causas de ciertos cambios que se están viendo en todo el mundo.

“En la psicología aplicada al trabajo y las organizaciones, la centralidad que tiene el trabajo en la vida de los individuos hace tiempo se viene estudiando, y se vienen notando algunos cambios en relación a cómo los jóvenes se vinculan con el trabajo y cómo a partir de diferentes generaciones eso se ha ido transformando. La pandemia ha sido una situación crítica en la que muchos trabajadores vivieron experiencias o se empezaron a cuestionar la dedicación al trabajo frente a otras áreas de vida, como el tiempo compartido con la familia, o la dedicación de esas horas a otras actividades personales, algo con lo que a veces la estructuración de la jornada laboral genera cierto conflicto”, establece.

Para Labarthe, los cuestionamientos tienen múltiples variables. Por ejemplo, aquella que marca que los empleados más jóvenes hoy estructuran su vida laboral a partir del vínculo con diferentes organizaciones, lo que hace que esa relación se convierta en algo más episódico, volátil. Además, la identidad vinculada al trabajo, algo que en otras generaciones estaba más marcado y hasta incluía el desarrollo individual, hoy perdió peso.

En una sociedad más fluida, donde hay más movilidad, esa centralidad del trabajo empieza a ser menor. Los jóvenes tienen menos problemas en cambiar de trabajo, o conseguir otro que les permita cumplir las demás actividades. O trabajan un período, ahorran y viajan por un tiempo. En resumen, no se ven atados a un desarrollo laboral como otras generaciones”, agrega.

Hace algún tiempo, la escritora argentina Tamara Tenenbaum comenzaba una columna sobre el trabajo en El Diario.ar encarando ese costado del asunto: habló de la manera en la que, incluso para ella, la madurez y los tiempos habían desplazado al trabajo del centro de su vida.

“Cuando era chica soñaba con trabajar. Todos los chicos, o casi todos, juegan a trabajar, a ser bomberos, kioskeros, maestras o secretarias, pero yo recuerdo perfectamente el deseo abstracto de trabajar. La vida familiar me cuesta desde siempre, y en la época y en el mundo en el que yo vivía parecía que el trabajo era un lugar mágico y misterioso en el que se te permitía estar por horas alejado de tu casa y –en un mundo sin smartphones– más o menos incomunicado. Todavía lo creo en algún sentido: trabajar es la forma más aceptada en nuestras sociedades de pasar mucho tiempo sola”, escribió.

Pero además, en esa misma columna, Tenenbaum escribió lo que sigue, algo que impacta directamente en el cambio de las expectativas de las que habla Labarthe y hasta arroja líneas hacia Severance:

“Tuve muchos de esos trabajos que el antropólogo David Graeber llamó bullshit jobs, y que en la peor traducción jamás hecha sobre la faz de la Tierra alguien eligió llamar “trabajos de mierda”. Casi nunca juzgo traducciones, pero en este caso el error conceptual es grave: los trabajos de mierda, los trabajos que hace la gente de los sectores bajos y medios bajos (limpiar, servir, atender, cuidar) son trabajos profundamente importantes, que ofrecen servicios concretos. Los bullshit jobs a los que se refiere Graeber los hace la clase media alta, los hacen las chicas como yo: mandar powerpoints a otras personas que reciben powerpoints, organizar reuniones en las que se habla de otras reuniones qué hay que organizar, resolver problemas creados por la propia estructura corporativa o burocrática supuestamente pensada para resolver esos problemas. Los bullshit jobs no son trabajos de mierda: son trabajos de mentira. A lo que voy: ¿qué puede tener de digno, en qué sentido puede contribuir a una vida buena el cumplimiento de ese deber imaginario como para producirme la satisfacción de estar cumpliendo un rol social verdadero, como para dar por resuelto el problema de qué hago en este mundo y qué hago con mis días? Un ritual de este tipo solo tiene sentido en una religión, o una secta. (...) En un mundo sin religiones, el trabajo se vuelve eso mismo, una religiosidad, una fe ante la que nos sacrificamos con la esperanza de una redención o una vida con sentido, de la sensación de que estamos en este planeta para algo.

Tenenbaum no está sola en esa sensación de vacío. Aunque no lo teoricen en estos términos, o no se hayan cruzado con el concepto de bulshit jobs, esta suerte de desazón laboral o falta de estímulos ha reconfigurado los esquemas e impulsado algunas situaciones puntuales. Por ejemplo, la llamada Renuncia Silenciosa, algo que también ha empezado a preocupar a las organizaciones en Uruguay.

Ante un contexto de alquileres imposibles, expectativas de desarrollo económico no muy estimulantes, sobrecalificación de los profesionales y una epidemia de salarios al borde del mínimo, las nuevas generaciones están empezando a descartar la idea de hacer esfuerzos por encima de su remuneración, o en criollo: trabajar lo mínimo y necesario. Cumplir horario, llevar las tareas al límite  de lo que su sueldo marca y desconectarse totalmente con la idea de que esas horas tienen algún tipo de peso determinado en quienes son. De hecho, una señal de que esto está sucediendo entre los empleados más jóvenes es que la red social en la que más se repiten los videos, las burlas y las referencias a esta situación es TikTok. Allí fue que el hashtag “Tu trabajo no es tu vida” se viralizó.

Entrevistada por The Guardian a raíz de este tema, Maria Kordowicz, profesora asociada de comportamiento organizacional en la Universidad de Nottingham y directora de su centro de educación y aprendizaje interprofesional, reafirma que la Renuncia Silenciosa puede ser catalogada como un coletazo existencial de la pandemia.

“La búsqueda de significado se ha vuelto mucho más evidente. Hubo una consideración de nuestra propia mortalidad durante la pandemia, algo bastante existencial en torno a las personas que pensaban ‘¿Qué debería significar el trabajo para mí? ¿Cómo puedo encontrar un rol que esté más alineado con mis valores?' Creo que esto se alinea con la renuncia silenciosa y con cosas que quizás sean más negativas: retirarse mentalmente de un empleo, estar exhausto por el volumen de tareas y por la falta de equilibrio entre el trabajo y la vida”.

Labarthe coincide y sigue esa misma línea de razonamiento: “Hoy hay una heterogeneidad en cuanto a los tipos de trabajos que se realizan. Hay personas que encuentran la posibilidad de desarrollo de sus potencialidades, trabajos que son motivantes, pero es cierto que hay una cantidad importante que no ofrecen estos beneficios y terminan siendo empleos que solo ofrecen una remuneración económica para la subsistencia. Es ahí donde muchos individuos, sobre todo los jóvenes, evalúan más cuánto tiempo dedicarle a un trabajo que no le ofrece un grado importante de satisfacción o que percibe que no lo lleva a desarrollarse profesionalmente, en detrimento de la utilización de tiempo en otras áreas de su vida. Tiene que ver básicamente con las expectativas de los individuos. Nuestros abuelos y padres valoraban la seguridad y la estabilidad. Hoy los jóvenes buscan valores que tienen que ver con el desafío, el desarrollo personal, el crecimiento en detrimento de esos otros factores. Prefieren un trabajo desafiante antes que uno seguro”.

En ese sentido, el ocio empieza a recuperar un terreno que en algún punto de la industrialización se perdió. Incluso lo recupera dentro del propio espacio laboral, algo que termina de derribar fronteras que ya eran difusas. 

“En las sociedades antiguas el ocio era más valorado que el trabajo –dice Labarthe–, pero en nuestra sociedad fue perdiendo espacio. Hoy, las empresas encontraron que al incorporarlo aumenta la productividad. Hoy se han borrado las barreras entre el trabajo y otras áreas de las actividades del individuo, porque las organizaciones buscan brindar eso. Pasó lo mismo con el trabajo híbrido, donde se borraron los límites entre el trabajo diario y la vida familiar. Esas barreras del trabajo confinado a un espacio, y todo lo que involucraba –el esfuerzo, el sacrificio– prácticamente se está difuminando”.

Y entre todo eso hay más debates abiertos: la posibilidad de que algunos empleos determinados puedan reducir su carga de trabajo semanal de cinco días a cuatro –una pelea que en Europa se está librando con intenciones reales y no puramente teóricas– y algunos fenómenos aislados que tienen que ver más con políticas de Estado puntuales, como la Gran Renuncia en Estados Unidos, algo que se estima fue precipitado por la gran cantidad de subsidios pandémicos que se entregaron. En todos los casos, independientemente de la manera en la que el contexto de cada país y el poder adquisitivo de los empleados determinen realidades, hay algo que es irrefutable: el trabajo ya no se piensa igual que hace treinta, cuarenta, cincuenta o cien años. Los tiempos cambiaron. El espacio vital –vital de verdad– por fuera de la oficina empieza a reclamar su lugar y, en algún sentido, la propuesta de la serie Severance se impone. En la teoría y distopía al margen, parece ser una suerte de realidad. ¿O de búsqueda?

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