AFP

Volver a pegar el jarrón argentino

El deterioro de la economía alcanza ya límites desconocidos. Más importante que el resultado de la elección sería saber qué piensa hacer el gobierno los próximos dos años para salir de las crisis

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05 de noviembre de 2021 a las 05:04

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En Uruguay solemos ver a la política argentina un poco como vemos a los propios argentinos, sobre todo, a los porteños: compartimos una cultura, una historia común, un dialecto común; son como nosotros, pero de un modo exagerado, como una versión desmesurada de nosotros mismos. Un poco como el hermano mayor, o el tío bizarro que se sale de tono y nos avergüenza en la fiesta.

Hay cariño, pero a veces sus desmesuras, y hasta algunos desbordes de insolencia, nos causan una vergüenza difícil de definir: no sabemos bien si es vergüenza ajena (eso que algunos psicoanalistas en los ochenta llamaban “lípoli”), o vergüenza propia. Después de todo, el que hace el papelón no deja de ser un familiar.

En el exterior, siempre que algún argentino se desubica en alguna reunión, con una de esas salidas en falso tan típicas, sobre todo si es en España o en algún otro país de habla hispana, queremos que nos trague la tierra. Inmediatamente todos los demás nos miran, como para saber si estamos de acuerdo, si aprobamos el disparate que se acaba de proferir. Nos avergüenzan como aquel tío de la fiesta. Es una vergüenza ajena y propia a la vez; algo que solo los uruguayos entendemos, sobre todo si uno se ha dado alguna vuelta por el mundo. Y para aquel que no, basta con escuchar a Alberto Fernández explicar las ascendencias de los diferentes pueblos de la región.

Con la política pasa algo parecido.

A pesar de algunos gobernantes que hemos tenido, todavía podemos decir que este es, en líneas generales, un país serio.

¿Podríamos decir hoy lo mismo de Argentina? La respuesta dolorosa –otra vez aquello de la vergüenza propia o ajena–, la cruda realidad es que no; no lo es, ya no.

¿Cómo es posible que hayan llegado a esta situación tan calamitosa en un país tan educado, después de haber sido la sexta economía del planeta, con todos los recursos naturales habidos y por haber y con el capital humano que siempre ha tenido la Argentina? Es algo que escapa a toda lógica. Eso que Vargas Llosa en un momento definió como el “gran galimatías” argentino. Un verdadero misterio. Y uno solo puede imaginar lo que habrá sido para Zavalita –alter ego del autor peruano que en Conversación en la Catedral se preguntaba mortificado cuándo se había echado a perder su país– tratar de descifrar la decadencia de su antes admirada Argentina.

De su pasado de grandeza, hoy apenas le queda un lugar en el G20 (en cuya reunión Alberto tuvo una participación bastante deslucida el fin de semana); lugar que, por cierto, consiguió Menem en 1999 cuando, convertibilidad mediante, todavía amagaba con “meter a la Argentina otra vez en el primer mundo”, como le gustaba decir al ‘Turco’ con la erre arrastrada del noroeste argentino.

La situación actual del país y algunas de sus cifras nos dejan a todos perplejos.

El índice de pobreza se acerca ya al 50% de la población. Creo que esto es algo que leemos como un número más en los medios de prensa, pero no alcanzamos a dimensionar en todo su significado: 50% de pobres es una Argentina totalmente distinta del país que hemos conocido, el que hemos visitado desde niños y recorrido de adolescentes, en el que algunos hemos incluso vivido o pasado largas temporadas, y con el que todos, de uno u otro modo, hemos convivido todas nuestras vidas. Esa Argentina no existe más.

Para dar una idea, acá pasamos de 8,8% de pobres en 2019 a 11,6% después de la pandemia, y ya se nota. Ellos pasaron de 40% a 50% en el mismo período.

La mitad de la población viviendo por debajo de la línea de pobreza es lo que hay en países como Nicaragua, Honduras, o como Camerún. No son cifras a las que estemos acostumbrados por estas latitudes. Seguro no se parece a nada de lo que usted, amable lector, conoce o ha visto, a menos que haya andado por el Triángulo Norte de Centroamérica, o por el África subsahariana.

Argentina tiene, además, una deuda de 44 mil millones de dólares con el FMI, pero no puede llegar a un acuerdo con esa entidad porque el gobierno lleva dos años de gestión sin programa económico. Fernández así lo decidió desde el inicio de su mandato porque, según él, “todos los gobiernos que fracasaron tenían un plan económico”. Así que lo mejor era no tener plan. Un razonamiento tan atinado como limarle los frenos al auto porque la enorme mayoría de los autos que chocan tienen los frenos en perfecto estado.

El único plan económico parece ser mantener los subsidios, el control de precios, el control de cambio (el detestado “cepo al dólar”) y una emisión monetaria fuera de control (200 mil millones de argentinos por mes, o 2 mil millones de dólares al cambio oficial), lo que, entre otras cosas, genera una inflación galopante que se chupa el salario real. Y en una situación, además, en la que todas esas variables parecen estar prendidas con alfiler, en un estado de “mirame y no me toques”. O como graficó Lanata en su programa de televisión, “la economía en modo Jenga”.

Ante todo ello, lo menos que uno esperaría es que hubiera alguien firme al timón de la embarcación, que no hubiera ninguna duda sobre quién toma las decisiones.

Pues no. Hoy está menos claro que nunca si el que gobierna es Alberto Fernández o es Cristina Fernández.

El momento es de tal gravedad que ya ni siquiera importa mucho el resultado de las elecciones legislativas que se avecinan.

Lo más acuciante ahora no es quién sino cómo van a volver a pegar aquel jarrón precioso y reluciente de la Argentina que hace años rompieron y hoy siguen con los pedazos en la mano sin saber por dónde empezar.

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