Después de años de diciembres imprevisibles, la Argentina llega cansada, pero en calma. Sin grandes promesas ni estallidos, la sociedad parece elegir una normalidad frágil y unas fiestas en paz como forma de resistencia.
El enojo tiene épica: se organiza, se contagia, se convierte en consigna. El cansancio, en cambio, es bajo perfil. No grita, no discute, no corta calles. Se sienta. Suspira. Se corre un poco para no chocar con nada. En la Argentina de hoy, más que bronca, lo que circula es esa fatiga sorda que no estalla y tampoco se va.
La escena se repite. Cosas que en otros diciembres hubieran prendido la mecha —como una marcha de la CGT, leyes votadas que son bravas como la reforma laboral o el presupuesto, el dólar que se mueve (y ya no nos importa tanto como hace no tanto tiempo), vencimientos que aprietan, incluso la guerra de los trapitos en Quilmes— hoy no mueven la aguja y terminan en un silencio resignado. No hay sorpresa, hay reiteración. No hay crisis puntual, hay desgaste. Como si el país no estuviera atravesando un momento excepcional, sino viviendo en una excepcionalidad que ya se volvió rutina.
En ese clima, la política sigue hablando fuerte. Reformas, anuncios, peleas, gestos altisonantes. Todo ocurre con intensidad, pero algo no engancha. No porque la gente no entienda, sino porque ya no tiene energía para procesar. Más aún a fin de año. La política exige atención, toma de posición, esperanza o rechazo. El cansancio no ofrece nada de eso.
Hay emociones que empujan la historia. Ejemplo: el miedo paraliza, la bronca moviliza, la esperanza organiza. El cansancio hace algo distinto: abandona. No quiere destruir el sistema ni cambiarlo; quiere descansar de él. Y ese es un problema serio para una democracia que se pensó como participación permanente, como debate constante, como conflicto administrado.
La paradoja es que mientras más se intensifica el discurso político, más evidente se vuelve el desacople con una sociedad agotada. No le faltan argumentos a la maquinaria que mueve la política y la opinión pública; falta resto emocional en los receptores, en la ciudadanía, en la audiencia. No hay rechazo frontal. Hay indiferencia cansada. No hay "que se vayan todos"; hay "bueno, qué sé yo".
En ese punto, el cansancio deja de ser una experiencia privada y se convierte en actor político. Decide votos, silencios, ausencias. No baja línea, pero inclina climas. No se expresa en consignas, sino en gestos mínimos: no ir, no discutir, no esperar demasiado. No son las olas que golpean la costa, es la luna que gobierna la marea desde lejos.
Y entonces aparece el riesgo más grande: un país que sigue funcionando, pero sin deseo. Una democracia que cumple el trámite, pero perdió la conversación. No se cae todo de golpe. Más bien se gasta.
La tregua de diciembre
Sin embargo, y acá conviene frenar un segundo, el calendario insiste. Llega diciembre. Y con él, no solo llega el fin de año, sino la Navidad. Que es ritual todavía más cargado, más íntimo, más doméstico. En este país cansado, la Navidad funciona como distracción y como refugio. No resuelve nada, pero corre el foco. Durante unos días, la atención se va a otra parte. Intrínsecamente, la Navidad compite porque se organiza alrededor del deseo. Deseo que la realidad diaria suele apagar.
Hay algo nuevo, o al menos poco habitual, en este diciembre. Después de mucho tiempo, no todo está volando por los aires. Hay incertidumbres, sí, pero el clima general es más o menos predecible. No hay sensación de derrumbe inminente. No hay ese diciembre inflamable que conocemos de memoria. ¿Hay problemas? Muchos, sí. Pero también una cierta normalidad frágil que se intenta cuidar.
Tal vez por eso el cansancio hoy no se transforma en estallido, sino en distracción. La gente está agotada, pero también está concentrada en otra cosa: en llegar a casa, en cerrar el año, en pasar las fiestas en paz. No es indiferencia política; es una prioridad vital. La necesidad de una tregua.
Eso también dice algo. El fin de año, en un país cansado, no funciona como promesa sino como pausa. No es esperanza grandilocuente; es permiso. Permiso para aflojar el sentido, para dejar de evaluar todo, para no sacar conclusiones definitivas. Una tecnología emocional precaria, sí, pero eficaz. Durante unos días, el tiempo parece suspendido.
Ya no pedimos refundaciones ni milagros. Pedimos tranquilidad. Que alcance. Que no duela tanto. Que el próximo año sea, al menos, más llevadero. Es una esperanza más humilde, menos ruidosa, pero quizá más honesta con el momento que vivimos.
El año se termina sin grandes revelaciones, sin catástrofes finales, sin soluciones mágicas. Y en ese gesto repetido del brindis, cansado, sincero, casi íntimo, hay algo que todavía resiste. Tal vez no alcance para cambiarlo todo, pero a veces, en política y en la vida, alcanza para volver a renovar el deseo.
Feliz Navidad y que el deseo que nace del corazón vuelva a ser el faro en sus corazones.