En Argentina, se ha usado, quizás demasiado, la metáfora del péndulo. Para mí el tiempo político argentino no se mide con movimientos pendulares, sino con mates. No importa si es lunes o jueves, si hay sol o llueve: lo que marca el ritmo es cuántas cebadas aguantan las promesas antes de volverse agua tibia. Hay gobiernos que arrancan como una yerba nueva, verde y con polvillo; otros heredan un mate ya cansado, donde cada sorbo arrastra menos sabor. Y ahí estamos ahora, en plena ronda, con el mate en la mano y la duda en la lengua. ¿Todavía tiene gusto, o estamos haciendo el gesto por pura costumbre?
La última cadena nacional de Javier Milei fue, en ese sentido, una cebada fuerte. Yerba seca y agua bien caliente para despabilar a los que se estaban distrayendo. "Amurallar el déficit fiscal", dijo, con la solemnidad de quien anuncia que va a ceber personalmente el mate para que otro no se lo lave. No fue solo un anuncio económico: fue, una vez más, una declaración moral. El déficit dejó de ser un número en rojo y pasó a ser un pecado. En ese altar, el superávit no es un objetivo técnico, sino una virtud ciudadana.
Ese cambio de eje deja al viejo péndulo roto. Durante años, la discusión política argentina se movió entre dos polos de una misma frase: "Estado presente". El kirchnerismo lo entendía como un Estado que abraza y distribuye; el PRO, como uno que ordena y corrige. ¿Había diferencias? Muchas, e incluso irreconciliables. Pero, aunque parezca raro, dentro de un marco compartido. Ahora el péndulo no oscila, quedó trabado. Milei no se para en el extremo del Estado ausente, como insiste la oposición. Se mueve a otro plano y levanta la bandera de la libertad como absoluto. Un talismán que abarca tanto recortes como la promesa de que el futuro será de cada uno.
La oposición con cartas náuticas viejas
En ese tablero nuevo, la oposición parece seguir navegando con cartas náuticas viejas. Le discute a Milei como si fuera el "no-Estado" clásico, cuando en realidad Milei vende otra cosa: un Estado reducido, sí, pero legitimado por un valor difícil de atacar sin quedar como enemigo de algo positivo. Es como intentar polemizar contra la juventud o el buen humor: cualquier crítica suena amarga.
Mientras tanto, en el aire flota otro aroma: el del asado, pero con fuego ajeno. El oficialismo custodia unas brasas que dice haber encendido con esfuerzo —y que, en última instancia, son de los ciudadanos—, pero todavía ofrece mate: "no es tiempo de asado". La oposición, apenas ve dos troncos encendidos, se apura a tirar a la parrilla el viejo y rendidor chori, como si el fuego fuera suyo. A la gente, la idea de comer un asado le seduce, pero mientras tanto sigue viviendo a mate. ¿Lavados? Está por verse. El oficialismo sabe que el aroma tienta y advierte: si abrimos el fuego ahora nos quedamos sin brasas. La oposición deja flotar el olor como carnada y también hace su advertencia: no pienso ceder el lugar que tanto me costó conseguir, porque al lado de la parrilla es donde mejor se come.
El Congreso, en este contexto, más que una parrilla es una ronda de mate donde se discute sobre cómo se hace un asado. La oposición pretende encender brasas por ley, como si el fuego pudiera decretarse; el oficialismo no suelta la manija: las brasas no se negocian. Milei repite que todavía no es tiempo de asado y que hay que seguir con el mate. ¿Hasta cuándo? Hasta que "el autoritario de Milei lo disponga", protesta la oposición, o "hasta que haya brasa", responden desde el gobierno. Mientras todos discuten sobre asados y roles, casi nadie piensa demasiado en quién traerá la leña.
Y así llegamos a lo que, en el fondo, importa: el mate que sigue pasando de mano en mano. En septiembre y octubre, cuando la ronda vuelva a los votantes, sabremos si la yerba todavía está buena o si estamos tomando agua caliente con nostalgia. El péndulo ya no marca el tiempo: lo marca la yerba. La gran pregunta no es si estamos a la izquierda o a la derecha, sino si vale la pena seguir cebando la promesa de la libertad.