6 de agosto 2025 - 15:35hs

Como en la poesía, en la política se habla, sobre todo, de lo que no se dice. Las declaraciones, las leyes, los vetos: son apenas la superficie. Lo real se cuece bajo la superficie, donde las líneas de pesca están echadas con cuidado, cruzadas unas con otras con magistral estrategia, y el juego es ver quién pesca más bagres. Cristina decía que todo tiene que ver con todo. Y en estos días, con el río lleno de anzuelos, más que nunca hay que afinar la mente: no para atender lo que se dice, sino para entender lo que de verdad está en juego.

El veto presidencial a las leyes que aumentaban el gasto previsional fue presentado como un gesto de coherencia fiscal. "No hay plata", repite Milei como un mantra, porque en su gobierno el orden de las cuentas públicas y el superávit fiscal funcionan como imperativos categóricos. Pero en realidad, no hay veto que no sea también un mensaje, una advertencia, un movimiento en el tablero. En este caso, fue además un corte: con la vicepresidenta, con una parte del Congreso y con la lógica de una coalición "adherente" que aún navega con dificultad en el purgatorio de los que "la ven" y los que "no la ven", y que por lo tanto nunca terminó de consolidarse.

Victoria Villarruel, al habilitar las sesiones donde se aprobaron las leyes que luego Milei vetó, hizo algo más que permitir una sesión. Rompió el pacto implícito de subordinación silenciosa. Lo que siguió fue una opereta clásica: acusaciones de traición, denuncias de hostigamiento, y el retorno del fantasma que sobrevuela a todo vicepresidente que intenta jugar su juego. Porque el vice en la Argentina está condenado a una paradoja: cuanto más se esfuerce en cumplir con su rol institucional, más peligroso se vuelve para el presidente.

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El veto no es solo una pelea interna. Es también un gesto hacia afuera. En particular, hacia los gobernadores. Los mismos que, por un lado, arman un frente federal con aspiraciones nacionales, y por el otro, negocian en privado con Guillermo Francos, nuevo miembro del "triángulo de hierro" según Milei. Es decir: algunos gritan contra el ajuste del gobierno, a la vez que otros, o los mismos, buscan blindar el veto. Todos se definen autónomos, pero pocos quieren soltar la billetera y seguir el sendero del ajuste.

El juego de los gobernadores y la oposición

La escena se vuelve más absurda cuando se recuerda que esas leyes vetadas fueron impulsadas por la oposición, pero votadas con ayuda de legisladores provinciales que responden a esos mismos gobernadores que hoy apoyarían el veto. Una especie de farsa circular donde se juega a ser opositor en el recinto y oficialista en el despacho. O viceversa.

El veto, entonces, se convierte en una especie de cuchillo: corta el gasto, pero también corta alianzas. Es un acto de poder que no sólo busca sostener el superávit como bandera moral, sino reordenar las lealtades. Decir "no hay plata" es decir también: "hay castigo" para el que se desvíe.

El PJ, mientras tanto, observa desde la orilla. En crisis, pero atento, bate el parche del dólar: tanto si está barato como si está caro, nunca conforma. Sabe que la escena bonaerense es el laboratorio de lo que podría pasar en octubre. Cuenta porotos en el Senado para ver si podrá revertir los vetos. Algunos apuestan a la implosión libertaria. Otros temen que esa implosión los arrastre también a ellos. Porque en este juego, nadie está del todo afuera ni del todo adentro.

Y en el fondo, lo que está en disputa no es solo un presupuesto o una ley previsional. Es, una vez más, la narrativa. El veto como acto de afirmación de un nuevo orden: uno donde el Estado ya no protege y otorga derechos, sino que exige y reclama responsabilidades. Donde el superávit no es una herramienta sino una doctrina. Y donde la política se convierte en administración implacable.

Aun así, incluso en ese relato hay fisuras. Porque si todo tiene que ver con todo, también es cierto que no todo se sostiene con coherencia. El veto exige disciplina, pero el sistema está hecho para el regateo. Otra paradoja: el congreso, foro y santuario de los detractores de los libertarios funciona, en los hechos, como un mercado político donde los favores cotizan y se cobran con gasto público al contado. Así, la teoría del sacrificio choca de frente con la necesidad de construir poder. Nadie gobierna solo, aunque grite que vino a hacerlo.

Al final, lo que deja el veto es una imagen: muchos pescadores lanzando sus anzuelos, todos atentos a la temporada de pesca que se abre en septiembre con las elecciones provinciales y sigue en octubre con las nacionales. En el fondo del río, entre barro y silencio, estamos los bagres: los electores. Y si no afinamos la vista ni distinguimos quién es quién, corremos el riesgo de morder el anzuelo equivocado. Otra vez.

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