Por ello, y dada la historia del pueblo judío, mantiene una firme conciencia de la necesidad de garantizar su propia existencia. En ese plano Israel ha sabido dotarse de una capacidad militar y de inteligencia excepcionales.
Pero no es infalible. Nadie lo es.
De hecho, el ataque del 7 de octubre de 2023 estuvo relacionado con cierto relajamiento e impericia que hace rato son objeto de investigación y sanciones. Sin embargo, Israel pasó muy rápido de víctima a ser acusado de victimario.
La batalla cultural otra vez
El incidente que culminó con la expulsión de un grupo de niños judíos franceses de un avión de la empresa Vueling en Valencia, dejó imágenes absurdas.
A la vez evidenció que, si bien el triunfo militar fue contundente, Israel estaría perdiendo la batalla del relato en el mundo occidental.
De algún modo, la resistencia que Hamás, Hezbollá e Irán despliegan en el terreno mediático, cultural y político de Occidente es mucho más eficiente que la que han demostrado en el campo militar frente a las Fuerzas de Defensa de Israel.
En el plano comunicacional, Israel enfrenta dos desventajas. La primera, más sencilla y posiblemente no tan determinante, es su liderazgo político, representado por el desprestigiado Benjamín Netanyahu.
En este sentido, Israel carece de una figura capaz de generar empatía más allá de sus fronteras, incluso es muy discutido en parte de su propia población.
Sin embargo, las dificultades que enfrenta Israel responden a un problema más profundo: un conflicto cultural e ideológico en el seno del propio Occidente. Una dimensión que Israel parece no haber contemplado plenamente o que, tal vez, no considera prioritaria frente al dilema de su supervivencia.
No obstante, debería comenzar a prestarle atención, ya que los ataques más letales contra el universo judío han surgido, históricamente, desde el mismo Occidente.
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Momentos de maltrato a niños judíos en el aeropuerto de Valencia.
El antisemitismo clásico
La primera impugnación que enfrenta Israel —y, en general, lo judío— suele estar asociada al conflicto de Medio Oriente. Es una disputa con el mundo musulmán, especialmente con sus sectores más radicalizados, que no solo niegan la existencia de Israel, sino que promueven abiertamente el exterminio de los practicantes del judaísmo.
La causa palestina opera, en muchos casos, como una consigna que disimula el verdadero trasfondo del conflicto, considerando, además, que son los propios países árabes quienes más desconfían de esa solución y, a menudo, la entorpecen.
Pero la genealogía de la persecución religiosa se remonta a mucho antes, a tiempos medievales estrechamente vinculados al accionar de la Inquisición. La expulsión de los judíos de Castilla y Aragón en 1492 fue uno de los eventos más paradigmáticos en la historia española, y su revocación formal no llegó sino hasta 1898.
También a fines del siglo XIX el político alemán Wilhelm Marr acuñó el término “antisemitismo”.
Su objetivo era darle una apariencia científica al odio contra los judíos, transformándolo en una cuestión racial y diferenciándolo así de la oposición religiosa tradicional. A la vez, esto se incorporó a la tradición de sectores nacionalistas y de derecha, vinculados históricamente a los movimientos hispanistas e integristas católicos.
Ese clima ideológico coincidía con el rechazo al ascenso de Estados Unidos como potencia, hacia 1898, y alimentó también las corrientes antinorteamericanas que se extendieron por Europa y América Latina.
Diversos intelectuales y movimientos, como la Acción Francesa de Charles Maurras o el integrismo español representado por Ramiro de Maeztu, consolidaron una tradición continental que niega al judaísmo toda legitimidad histórica, política y espiritual.
Esa visión no logró arraigar en Estados Unidos, donde la derecha —particularmente la vinculada al Partido Republicano— ha sido históricamente aliada de Israel.
Así, sobre todo en Europa y América Latina, se vincula al judaísmo con una supuesta conspiración cultural y financiera contra los valores tradicionales de Occidente.
Estos valores son entendidos como los anteriores a la Revolución Francesa, acontecimiento que también fue atribuido, por estos sectores, a la influencia de judíos y masones. El accionar genocida del nazismo marcó un quiebre fundamental en la historia, ampliamente conocido y documentado.
Pero hoy, esta impugnación adopta una nueva forma, aunque conserva elementos del discurso anti moderno.
Hay una oposición a Israel y al judaísmo con características diferentes, que —sin embargo— tiende a confluir, confundirse y, sobre todo, a reforzar aquella impugnación proveniente del mundo musulmán mencionada al comienzo.
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El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i), en una comparecencia junto al primer ministro belga, Alexander de Croo, en el paso de Rafah, fronterizo entre Gaza y Egipto.
El antisemitismo como anti occidentalismo
La novedad de estos tiempos radica en un fenómeno que afecta con igual intensidad a Europa y Estados Unidos, y en menor medida a América Latina.
Se trata de una profunda disputa intraoccidental. Una especie de guerra civil entre élites en torno al destino de los valores que históricamente han sustentado al mundo occidental y que ahora se proponen reemplazar.
En este contexto, Israel aparece involucrado por dos razones fundamentales. En primer lugar, porque representa una de las raíces culturales y religiosas sobre las que se construyó la civilización occidental tal como la conocemos.
En segundo lugar, porque, en términos geopolíticos, Israel ha funcionado en la práctica como un aliado estratégico de los Estados Unidos y, en muchos sentidos, como una extensión operativa de su influencia en una región donde los amigos de Occidente no abundan.
La prensa progresista se dedicó así a lavar la cara al “Ministerio de Salud” de Hamás.
Y las Naciones Unidas y la cadena británica BBC a hacer creíbles las operaciones de propaganda que emanan desde las usinas del terrorismo islámico.
En ese marco, encuentran respaldo en el ámbito académico, en las industrias culturales, en el activismo naif y en espacios como el Foro de São Paulo, lo que les permite expandirse —desde Greta Thunberg hasta la izquierda española podemizada-.
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La bandera pro palestina y anti israelí que exhibieron los ultras del PSG en París.
Una vez tamizadas por el paradigma woke, estas ideas se transforman en un arma eficaz contra el “Occidente cruel”.
La apuesta por políticas de inmigración descontroladas en Europa está orientada a forjar un nuevo experimento populista y a crear una base electoral mayoritaria.
Por eso, constituye otro componente clave de esta estrategia: atacar a Israel mientras se blinda al radicalismo islámico con el respaldo de la militancia de izquierda y LGBTI+.
En este esquema, Israel deja de ser un problema religioso para convertirse en un símbolo del sistema que se busca impugnar.
Se transforma en una pieza que representa todo lo que debe ser derribado: el capitalismo, la biología como fundamento de la sexualidad, la familia como núcleo de la sociedad y la igualdad ante la ley por encima de los privilegios promovidos por el multiculturalismo y el activismo de las ONGs.
Por eso, para la izquierda europea y las élites universitarias norteamericanas, Israel no es el verdadero centro del ataque. Si Israel fuera un aliado estratégico de China —en lugar de ser percibido como un apéndice de Occidente—, es probable que buena parte del entramado woke estuviera apoyando sin reservas su lucha.
Posiblemente, se trata del desafío más peligroso y mejor planificado que Occidente ha enfrentado desde 1917.
La lógica de los enemigos de Israel no es la justicia. Ni la coherencia. Mucho menos los niños con hambre.
Es un conflicto mayor: la disputa por el alma y el relato del mundo occidental.