Opinión > Opinión/ Dardo Gasparré

La cárcel impositiva mundial

Los países son revisados como chiquilines con piojos y las exigencias aumentan día a día, igual que las sanciones
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17 de abril de 2018 a las 10:15
Esta columna se ha referido a las reglas mundiales de lavado de activos y del cepo financiero mundial que vigilan y rigen a los individuos hasta extremos orwellianos o kafkianos. Ellas se apoyan supuestamente en una causa muy justa: el combate de los delitos financieros de cualquier tipo, para lo que se han sacrificado –voluntariamente o a la fuerza– no solo los principios de la libertad y la intimidad, sino la soberanía de las naciones, presas ahora de un gobierno global virtual de siglas, organizaciones burocráticas sin juridicidad que sin embargo rigen los destinos de la humanidad.

El tercer cerrojo en esa cárcel universal es el conjunto de reglas y prácticas impositivas que le ha sido impuesto a todas las naciones. El paso primero fue la caída del secreto bancario y fiscal. Hace 25 años cada país tenía una legislación propia, protegiendo ambos secretos, que defendía a capa y espada. Eso regía aún internamente.

Por razones que sonaron plausibles, esas reglas fueron cediendo. Por acuerdos voluntarios entre países, por efectos de la presión de las organizaciones antilavado y últimamente por la reglas antiterrorismo, el secreto fiscal y bancario fue cayendo. Pero luego se da un paso superador: los tratados de apertura de información pasan a ser obligatorios y también su texto.

Para no ser menos que otras siglas-big-brother, la OCDE comienza una lucha contra los paraísos fiscales. Denominación engañosa a partir de un deliberado error de traducción. Tax haven, o sea refugio fiscal, se trocó por tax heaven, paraíso fiscal. Esa falsa interpretación no es casual. Refugio es una palabra que define mejor la causa de que allí se radiquen los capitales. Ese refugio siempre es para eludir la rapiña impositiva, y está claro que muchas veces es para eludir la acción de la ley, sin duda.
En esa lucha de la OCDE, empujada por la UE, se crean los ominosos listados grises y negros. Para salir de ellos, los países debían firmar una cierta cantidad de tratados de cooperación fiscal, es decir, de entrega de datos a pedido de otros países. Uruguay conoce muy bien esta situación. Las amenazas eran terribles en caso de insubordinación.

Como en los otros cepos, la presión fue creciendo cada año. Los países son revisados como chiquilines con piojos. Y las exigencias aumentan día a día, igual que las sanciones. Los tratados pasan a tener que incluir cláusulas obligatorias, un cut&paste de lo ordenado por la OCDE y subsidiarias. El secreto comienza a ceder. Las leyes locales cambian por órdenes externas. Se amplían las penalidades, y se amplían las causales. Estados Unidos, a su vez, obliga a todos los países con su Fatca, por el que cada nación debe informarle las ganancias de todos sus ciudadanos, aún de los integrantes de sociedades, con número de contribuyente americano incluido. Las penas son terribles, prácticamente la exclusión de quien no cumpla del mundo financiero.

El cambio es brutal. Hasta ese momento, lo que se llamaba "excursión de pesca" –por la cual un país iba a inspeccionar a otro para encontrar a todos sus supuestos contribuyentes– eran siempre rechazadas por razones de derecho elementales. A partir del Fatca y sus similares y continuadores, la excursión de pesca es el sistema oficial. En otra nueva vuelta de tuerca, los países son obligados a firmar tratados que se suponen son para impedir la doble tributación –un risueño eufemismo– so pena de convertirse en parias.

El argumento para este cambio copernicano parece inapelable: hay que torpedear en su núcleo motor al lavado, al terrorismo, la droga y de paso la evasión y la elusión, que ahora mágicamente pasaron a ser delitos tan graves como los otros, con lo que cualquiera es tratado como un miembro de ISIS. Con igual argumento se podrían derogar todos los derechos garantizados por casi todas las constituciones y tradiciones del mundo, incluyendo el de presunción de inocencia.

O sea, resulta que la pantalla de TV que lo miraba a usted en su casa en el mundo de Big Brother de 1984, era legítima y perfectamente justificada, porque descubría si usted cometía algún delito o violaba alguna norma, que por supuesto cambiaban a diario. Paradójicamente, la Policía americana no puede abrir el baúl de un auto que detiene, salvo que tenga una causal importante que lo justifique; pero sí el Estado puede fisgonear en su cuenta de banco, y más, puede tener el listado de todas las cuentas de banco, sin que ningún juez lo decida.

Ante este argumento, el contraataque es que todo aquel que opere en un "paraíso fiscal" o en un país que cobre bajos impuestos, está cometiendo un delito, lo que justifica las medidas antijurídicas. Falso. Primero, porque tal figura no existe en ningún código. Segundo, porque cualquier país puede ser considerado un paraíso fiscal, según la definición de la OCDE.

Irlanda –el único país de la UE que efectivamente hizo un ajuste serio de sus cuentas fiscales– cobra impuestos más bajos que el resto del mundo desarrollado. Entonces empresas importantes globales se radican allí, entre otras Apple. Irlanda puede cobrar bajos impuestos porque ha reducido su gasto público, cosa que no han querido hacer los populismos indisimulados de Francia, Italia y aun los países escandinavos.

Porque tal práctica es legal, Trump debió bajar sus impuestos corporativos. Gracias a Irlanda y Luxemburgo. En cambio, la UE se enfrenta a Irlanda cuando le exige que suba sus gravámenes, además de chocarse contra 200 años de capitalismo y leyes económicas inmutables. Porque detrás de esas exigencias y castraciones impositivas y jurídicas se oculta la verdad: Europa no quiere dejar de despilfarrar el gasto del Estado, sino mantenerlo y elevarlo a costa de sus contribuyentes. Su ambición de esquilmarlos aún más choca con los países que cobran menos impuestos. Un problema.

Entonces se da un nuevo paso: se determina a dedo qué carga impositiva es aceptable para no ser encuadrado en un nuevo listado: países de escasa o nula tributación. Que vienen a ser los que son más eficientes. Argentina, que va en camino de fundirse de nuevo gracias a su nivel de gasto, legisló que todo país que cobre menos del 60% de su propio nivel de carga impositiva es de "escasa o nula tributación" y como tal será maltratado. La entronización de la ineficacia.

Es aun más grave: al castigar la eficiencia, al igualar de prepo hacia arriba la carga tributaria, los pequeños países ya ni siquiera pueden competir bajando sus gastos. Con lo que jamás saldrán de su condición de aldeanos campesinos proveedores de aceite de copra o de soja o de pulpa o de carne. Esclavos de la OCDE. Una vez más, por otros métodos.

Y esta exposición grosera de los ahorros de cada uno tiene otro efecto: la caza de los populistas gobernantes en el zoológico global. Por eso han empezado a surgir las voces pidiendo que se cobren impuestos globales a los ricos, tal vez para ser distribuidos por Big Brother en el mundo, despropósito al que adhieren algunos ilustrados como el francés Piketty, autor de un libro lleno de falsedades en sus datos y conclusiones, y algunos interesados como Bill Gates y Warren Buffet, que defienden sus portfolios detrás de cómodas estructuras antitaxes.

Esa idea también campea localmente. En Uruguay y en Argentina cualquier improvisado sueña con gravar todo monto que aparezca en los listados de posiciones bancarias, con la excusa resentida de la desigualdad. Como siempre, ignoran las consecuencias. Porque como se sabe, el progresismo-populismo-trotskismo siempre dice fallar porque no se aplica a fondo, pero el próximo impuesto solucionará todo, supuestamente.

El impuesto mundial unánime, la tolerancia de la ineficiencia de los países y la destrucción del ahorro, marcarán el fin del capitalismo y aumentarán la pobreza, sin que haya un reemplazo a la vista. Los que sueñan con otro modelo de capitalismo, sueñan, simplemente.

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