¿Qué dice una biblioteca de su dueño? ¿Es mejor el orden o el caos? Cinco lectores avezados lo analizan
Entre el orden y el desorden, el polvo y las historias, las bibliotecas son lugares de peregrinación, devoción y, a veces, el archivo del pasado del lector
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19 de abril de 2020 a las 05:10
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Es un llamado silencioso. Lo escucha con la parte trasera del cráneo y lo siente en el esternón. Aparece cuando el primer pie entra en contacto con el piso del hogar ajeno, y se amplifica cuando los ojos revolotean y, al final, encuentran los lomos apilados. Una vez dentro, y luego de los saludos correspondientes, le es imposible no pararse frente a esos edificios en permanente construcción y admirar sus superficies y portadas, sus habitantes callados, pasar la mano por las cornisas, quizá sacar uno al azar, y quizá oler sus páginas. Puede que la actitud sea atrevida; no todos los dueños lo recibirán con el mismo agrado. De hecho, no todos lo hacen. Ya se ha llevado, como suvenir o regalo de bienvenida, alguna que otra mirada acusatoria. Pero totalmente absorbido, perdido entre las costuras de ese nuevo aleph que acaba de descubrir, nada le importa ya. Porque, aún en el embeleso, está acostumbrado: el acto de enfrentarse a una nueva biblioteca, tanto para él como para cualquier persona que ame los libros de esa forma, siempre es una manera de volverse a enamorar.
Tener una biblioteca es un placer costoso, económica y espacialmente hablando. Pocas cosas ocupan más lugar que los libros y cualquiera que tenga una colección importante ya lo habrá sufrido –y su espalda y sus pulmones también– al momento de la mudanza. Son cajas y más cajas de historias apiladas que en los estantes se ven preciosas, pero que ahí casi que nos arrepentimos de no haber regalado unas cuantas.
Pero es el precio a pagar. Porque pocas cosas son más hermosas y hablan tanto de una persona como su biblioteca personal. Tenga mil libros, o cinco. Y cada vez que llega el momento de ordenarla, ya sea por mudanza o simple placer, algo sucede. Se genera una conexión, se abre un tajo en el tiempo y el aire se densifica. Es un instante –más bien: un largo instante– mágico, en el que las neuronas trabajan para encontrar la mejor manera de agrupar y rodear cada libro, de finalizar un puzle que, de paso, reactiva la memoria y da como resultado diversas islas temáticas. O geográficas. O estilísticas. Las categorías son tan amplias como personales para sus dueños. Y cada uno tiene estrategias, excepciones y vías rápidas para concretarlas.
Si será importante la “construcción” de la biblioteca para algunos que no son pocos los autores que han escrito sobre sus manías y placeres a la hora de ordenarlas. El filósofo alemán Walter Benjamin, por ejemplo, dice en Desembalo mi biblioteca que su existencia “está regida por una tensión dialéctica entre los polos del orden y el desorden”. Y el escritor francés Georges Perec en Pensar/Clasificar establece que “toda biblioteca responde a una doble necesidad, que a menudo es también una doble manía: la de conservar ciertos libros y la de ordenarlos según ciertos modos”. Ya que estamos repartiendo lecturas, hay un artículo de la revista española Jot Down, titulado Instrucciones para ordenar su biblioteca y que se encuentra en su web, que vale mucho el tiempo de lectura. Tiene párrafos como este: “Uno va rellenando su estantería con mimo, ejemplar a ejemplar, día a día, y al volver a un libro está, de algún modo, reconstruyendo lo más oscuro de su pasado. Plegarse al tiempo es plegarse al recuerdo, con la ternura que esto conlleva. Digamos que la búsqueda dentro de esa biblioteca se va convirtiendo en una mirada interior: ¿Qué hice? ¿Adónde me dirijo? Este recorrido pierde el sentido en el momento en que un título pierde peso en tu memoria. ¿Cuándo leí El código Da Vinci? ¿Fue en esta vida o en otra? Y a ver quién lo encuentra entre el polvo que abarrota la memoria, claro”.
Ahora que pasamos la mayor parte de las horas del día en casa, es un buen momento para reacomodar las estanterías y “limpiarnos” de ejemplares que, al final, tanto no apreciábamos. También es un gran momento para repasar las historias que se han ido apilando alrededor de nuestra vida. Y si precisa un aliciente un poco más terrenal, reordenar su biblioteca puede llevarlo a un estado de desestrés patente. Le ocupará la cabeza durante horas y ahuyentará cualquier pandemia que ande revoloteando por allí.
Pero veamos lo que tienen para decir sobre el tema estos cinco lectores compulsivos, acérrimos, todos propietarios de bibliotecas que se desbordan, que piden a gritos espacio y que, en su propia forma personal y particular, proporcionan placeres, recuerdos y algún que otro tesoro escondido entre el polvo de los volúmenes.
De personas y sus libros
Natalia Mardero - Escritora; coconductora de Oír con los ojos, en Radiomundo
Enrique Aguerre - Director del Instituto Nacional de Artes Visuales; fue director del MNAV
Tengo una biblioteca compartida con mi esposa, que es arquitecta, y por lo tanto tenemos algunos espacios especializados que son parte de una colección de 2.000 y pocos ejemplares. Esos espacios están ordenados, porque son consultados cuando estamos escribiendo y trabajando. Después hay grandes sectores que están dedicados a la narrativa y a la poesía.
Para los libros de arte nacional tengo una planilla Excel, porque tengo unos 600 y para llegar a alguno en particular necesito un orden. El resto es por grupos: Vila-Matas, Cees Nooteboom, Felisberto, García Lorca. Hay algunos núcleos literarios que han ido creciendo con el tiempo.
Tengo un ejemplar que quiero mucho que se llama El enigma de la luz, de Nooteboom. Cees me lo firmó cuando vino a dar una charla en el Teatro del Centro, en 2013, y pude hablar con él. Y tengo alguno más firmado por escritores que admiro realmente, como Ida Vitale, entre otros.
Nuestra biblioteca está en el living y hace poco se expandió a un nuevo módulo. Y así está dejando de ser un living. Todavía resiste la parte musical y algún sillón, pero los libros están amenazando con ocupar todo. Como corresponde.
Mercedes Estramil - Escritora; colaboradora de El País Cultural
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Claudio Invernizzi - Escritor; director de la agencia de publicidad Havas Gurisa
Mis libros viven en el estado que les impuse hace 10 o 15 años por última vez. Ese orden no va más allá de lo natural: ficción, historia, publicidad, comunicación, filosofía, poesía, arte, diseño, etcétera. Digamos que son pequeños guetos muy mal vigilados, por los que hay fugas habituales por préstamos o por desorden propio. Soy lector de atropellar intereses circunstanciales, por lo que puedo tener cinco libros iniciados al mismo tiempo. Y sucede a menudo. En casa hay una biblioteca pero los distintos ambientes, mesas, bancos, dinteles de ventanas, canastos, muros, son depositarios de libros. En esos “lugares no biblioteca” es donde se juntan más libros no leídos y llenos de promesas de mi parte de que algún día los voy a agarrar. Por eso van quedando ahí como esperando el impulso. Y los extraño sin haberlos leído. A muchos de ellos, de esos que andan por la casa entera, no les llegó el día ni siquiera con el coronavirus. Ya les va a llegar.
Ahora bien, hay algunos especiales. Cito dos: uno por circunstancia y otro por contenido. Juan Cristóbal de Romain Rolland por circunstancia. Tenía 18 años y hacía más de un mes que estábamos encapuchados y éramos torturados. De pronto vinieron, nos sacaron la capucha y nos metieron en un calabozo. Nos hicieron bañar y nos dieron un bolso con ropa limpia. Junto al bolso que había mandado mi familia venían dos volúmenes de ese libro. Los leí en tres días. Al poco rato de terminar la última página, volvieron los torturadores, nos pusieron la capucha, volvimos al trato infrahumano por dos meses más. Juan Cristóbal representó tres días de recreo y humanidad en el medio de tres meses de tortura. No me separo de esos dos volúmenes, y aunque los saco de su estante cada tanto, los toco y los hojeo, nunca más lo volví a leer.
El otro, que me resulta especial por contenido, son las obras completas de Miguel Hernández. Siempre están siendo leídas y releídas. Las disfruto con intensidad y enderezan el junco cada vez que los malos vientos quieren doblarlo.
María José Santacreu - Directora de Cinemateca; periodista cultural
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