Crédito de la foto: Bruno Barbey, escenas del Mayo Francés.

Mundo > Aniversario

A 55 años del estallido del Mayo Francés

Las imágenes y las historias que el fotógrafo marroquí Bruno Barbey descubrió en París cuando vino a buscar eso que le habían dicho en las redacciones de los medios para los que trabajaba: “parece que hay unos jóvenes estudiantes dispuestos a todo, vaya y vea qué puede pasar por ahí”.
Tiempo de lectura: -'
30 de abril de 2023 a las 17:29

El marroquí Bruno Barbey tiene 27 años cuando llega nuevamente a París. Es mayo y corre de una calle a la otra pensando sólo una cosa: “alerta constante”. No le preocupa editar sus imágenes. Va de aquí para allá, muchas veces dejándose llevar, entre divertido, aturdido, atemorizado y exhausto.

Sube a los edificios más altos y hace foco en los carros de asalto, baja por las escaleras mirando desde los ventanales los combates por un metro de vereda entre los estudiantes y la Policía y hace foco, cruza las avenidas parándose a escasos metros delante de los muchos cuerpos abrazados que caminan hacia él y hace foco, hace foco en el grito ahogado de dolor de un guardia de infantería arrastrado por varios compañeros para sacarlo del alcance de las piedras.

Ve manos que le señalan un acontecimiento, brazos que lo sostienen o lo empujan hacia una pared, cuerpos que tienen su misma edad y sus mismas búsquedas, bocas que le sonríen, piernas que doblan cada esquina con su misma agilidad, cinturas desafiantes, cabelleras que predican la libertad en cada movimiento, ojos que lo miran como a un constructor más del momento, pechos que le encienden un deseo mil veces repetido. Y ve bastones que lo acorralan, cuerpos que cargan contra él como contra todos, bocas que lo insultan con tanta furia como terror, piernas que tratan de alcanzarlo, cascos que predican la represión de los deseos y le encienden una hostilidad mil veces repetida.

Cuando los manifestantes se retiran a descansar y reagrupar fuerzas y los policías se repliegan hacia las comisarías para aprovisionarse y juntar más odio y curar sus heridas, corre hasta la agencia a revelar sus fotos y marcar cuál sí, cuál no, eligiendo casi siempre las que le parecen más interesantes a simple vista, rodeadas todas de la misma densidad que respira en la calle. Luego va hasta algún bar, se sienta y se escucha a sí mismo decir que lo atrae, sobre todo, la belleza, la humanidad, el lado positivo de las cosas. Se escucha decir que no le gusta sumergirse en las dimensiones sórdidas de la realidad, que prefiere captar una sombra fugitiva en un bello color, antes que fotografiar una escena de guerra. Se escucha decir, ante ojos que lo miran y le reencienden el deseo, que rechaza la estética de la locura y del horror.

Dice que sí, que es marroquí, que vivió en su patria hasta los doce, en 1953. Y escucha historias francesas de esos años: la de Guy-Ernest Debord, por ejemplo. Debord era un loco vanguardista de 19 años que en 1951 se integró a un movimiento llamado “letrismo” (30 jóvenes que, entre otras locuras, plasmaban poemas absurdos basados en letras tomadas al azar) al presenciar, admirado, el escándalo de proporciones que el grupo había llevado a cabo en la edición de ese año del festival de Cannes. Debord pasó, rápidamente, a comandar a los letristas. Pregonaba que la vanguardia no era ni actividad ni profesión, sino un modo de vida. Y su modo de vida era no hacer nada de lo que se suponía debía hacer un joven digno de ser respetado por la sociedad. Rechazaba el trabajo, el arte, la universidad y todo aquello que remitiera o tuviera un ligero tufillo a mentalidad burguesa. “Mientras la sociedad exige disciplina, esfuerzo y sobriedad –le cuentan que decía Debord–, nosotros, Internacional Letrista, proponemos vagancia, improductividad y ebriedad”. Pero eso no era nada: poco después, Debord filmó Aullidos a favor de Sade, 72 minutos donde un gran círculo blanco parpadeaba sobre un fondo negro (es decir, una sucesión espasmódica y brutal de fogonazos centelleantes y oscuridad total) mientras se escuchaban cinco voces que se pisaban unas a otras con frases carentes de sentido en una acalorada discusión filosófica sobre el cine y la vida.

Sin dejar de mirar a esos ojos que lo miran y a esos cuerpos jóvenes como el suyo que lo desean y lo hacen desear, dice que estudió fotografía en la Escuela de Artes y Oficios de Vevey, en Suiza, entre 1959 y 1960. Y que allí aprendió, dice, que la fotografía es el único lenguaje que puede ser entendido en cualquier lugar del mundo.

Sin dejar de mirar ojos y cuerpos y bocas que le sonríen, escucha decir que, por esos años en donde él estudiaba en Suiza, la cultura de la televisión, el ocio y la diversión pasiva constituía el enemigo a derrotar para revolucionarlo todo y terminar, de una vez por todas, con la certeza burguesa (y cuando escucha decir “burguesa” escucha el escupitajo de bronca) de que el aburrimiento es una condición inherente a la vida.

–¿Aburrimiento? –pregunta, perdido en el fondo de esos ojos que lo miran, Bruno Barbey.

–Debord decía que el aburrimiento era el mayor daño colateral que había producido la modernidad, la industrialización desaforada y la prosperidad económica –dice la boca y los ojos marrones y todo el cuerpo de esa joven que desea y es deseada.

“Debord”, escucha decir Barbey a esos ojos marrones que lo encandilan. Los ojos siguen la historia en una llamarada: la Internacional Letrista pasó a llamarse Internacional Situacionista y la orden fue intervenir en la publicidad, en el arte y en la sociedad de consumo para desviar, uno a uno, todos sus burgueses (y vuelve a escuchar la escupida, esta vez de esa boca que también se hace llamarada) significados. “Es que todo lo directamente experimentado se había convertido en una enorme representación”, escucha decir de esos ojos que había escrito Debord.

“Representación”, suena en el bar. Bruno Barbey dice que llegó a Italia en 1961 y pasó tres años recorriendo la península y fotografiando, allí donde llegaba, personas como si se trataran de protagonistas de un pequeño mundo teatral. Dice que quizás lo fueran. Y dice, mientras los ojos lo miran, que lo hizo con el objetivo de capturar fotográficamente el espíritu de una nación.

La boca le habla de las manifestaciones de agosto de 1965 en el barrio Watts de Los Ángeles protagonizadas por miles de negros pobrísimos que fueron reprimidos de manera violenta por el gobierno blanco de los Estados Unidos. Escucha decir de otra boca que se trató de un grito contra el mundo del mercado y la idea del trabajador como consumidor. Y escucha decir, unas sillas más allá, que no, que de ninguna manera, que fue un alzamiento contra el racismo y la exclusión. Otra boca dice que esa confusión ya estaba expuesta en la obra de Jack Kerouac. Y Barbey recuerda su lectura de En el camino y las dudas que tuvo cuando los personajes de la novela veían autenticidad y no pobreza extrema en las casillas que apenas se mantenían en pie de los hambrientos campesinos mexicanos.  

“Muchos pensaron que los manifestantes de Los Ángeles intentaban destruir la sociedad del espectáculo –dice una voz, una mirada, un cuerpo–. Muchos otros pensamos que buscaban conseguir de manera desesperada los productos necesarios para vivir y que no podían comprar”.

Escucha decir que Le Monde publicó el 2 de septiembre de 1965 una noticia donde se daba cuenta de que la Policía había abierto centros para que los jóvenes a los que el aburrimiento llevaba a delinquir se entretuvieran. Y mientras escucha decir siente que crece el abucheo al diario y a la Policía y, en el nombre del diario y la Policía, a toda la sociedad que están tratando de cambiar.

Comienza a amanecer en las ventanas del bar y en los ojos de los jóvenes y en todo París cuando Barbey saca una foto de su mochila y la muestra. Se escucha decir “Nápoles, 1966, un regreso a Italia cuando había dejado de ser una obra teatral”. Los ojos marrones que son una llamarada miran la imagen de un hombre inválido, con muletas, en una calle cualquiera. No sabe ni pregunta si ese hombre está pidiendo limosna o discutiendo con dos nenas. Imagina al fotógrafo agachado, casi a la altura de los ojos de las chicas para meterse en una situación que no lo incluye. Mira al hombre como eje central de la imagen: la mano interrumpiendo la visión franca de la señal de “Prohibido estacionar” contra la pared. Mira a una de las chicas, la de la derecha, que se lleva la mano a la boca. Y mira la de la izquierda, que tiene la mirada clavada en alguien ausente que le habla o que, quizás, la observa. Mira cómo el fotógrafo pasa inadvertido para las nenas, pero no para el hombre de las muletas. Los ojos marrones estallan su llamarada sobre los ojos de Barbey. Barbey saca otra foto de su mochila. “Caltanissetta, el mismo año”, se escucha decir. Y los ojos marrones miran a tres sicilianos, el del medio con sombrero y cigarro colgándole de la boca, que, sentados un poco más allá de una mesa de billar, observan fijamente a la cámara. Los ojos marrones parecen querer preguntar quiénes son, pero no preguntan. Barbey mira a esos ojos y a esos ojos le cuenta: “Pueden ser adorables viejitos jubilados o tenebrosos miembros de la mafia local, ¿qué importa?”. Los ojos marrones sonríen y vuelven a la foto donde los tres hombres sonríen a la cámara. Los ojos marrones saben que el fotógrafo ganó la escena, que los tres hombres están posando, cada uno con su sonrisa particular, como diciendo “buen tipo este muchacho, regalémosle una imagen”. Piensa, la mujer de los ojos marrones, que después de la foto le ofrecieron una copa de vino al fotógrafo. Y que el fotógrafo aceptó como aceptó sus sonrisas. Un intercambio, piensa la mujer y sonríe con la misma llamarada.

Amanece, francamente, ahora, en los ojos marrones y en todo París. Hay que volver a la calle. Bruno Barbey lo sabe como lo saben todos los jóvenes. Escucha ecos de la Policía que también vuelve y, al salir, los ecos se transforman en la presencia de cientos de guardias que pretenden que no. Escucha ecos de las voces y de las historias que rebotan en las mesas y las sillas despatarradas del bar y, al salir, los ecos se transforman en los cientos de jóvenes que pretenden que sí. 

Ajusta su mochila, levanta su cámara. Piensa que esos ojos marrones lo refrescan y, al pensarlo, descubre qué quería Debord y los letristas y los situacionistas y las consignas que leyó por las paredes y las historias que escuchó en el bar. Y descubre, sonriendo, cuando los ojos marrones lo miran desafiantes, que esos ojos marrones son la certeza que vino a buscar a este París donde, le dijeron unos días atrás, hay unos estudiantes dispuestos a todo.

(Del libro Más que mil palabras, de Miguel Russo. Editorial Planeta)

Comentarios

Registrate gratis y seguí navegando.

¿Ya estás registrado? iniciá sesión aquí.

Pasá de informarte a formar tu opinión.

Suscribite desde US$ 345 / mes

Elegí tu plan

Estás por alcanzar el límite de notas.

Suscribite ahora a

Te quedan 3 notas gratuitas.

Accedé ilimitado desde US$ 345 / mes

Esta es tu última nota gratuita.

Se parte de desde US$ 345 / mes

Alcanzaste el límite de notas gratuitas.

Elegí tu plan y accedé sin límites.

Ver planes

Contenido exclusivo de

Sé parte, pasá de informarte a formar tu opinión.

Si ya sos suscriptor Member, iniciá sesión acá

Cargando...