Irma sostiene la mano de su hija Andrea.

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Andrea, la joven venezolana que se agarró covid, quedó paralítica y desde hace dos años vive junto a su madre en un hospital de Uruguay

Los enfermeros pasaron a ser la nueva familia de estas inmigrantes venezolanas que ahora no puede acceder a la pensión por discapacidad porque desde la reforma de la seguridad social se exigen diez años de residencia en el país
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22 de octubre de 2023 a las 05:00

Los hospitales no tienen espíritu hogareño, huelen a alcohol rectificado en lugar de a guiso recién hecho o la naftalina del armario de las abuelas, los colchones llevan impermeables para que no penetre el orín, los timbres avisan que un paciente está en emergencia y no ante una visita, los horarios los marcan los pinchazos para sacar sangre, los cambios de vías, la medicación. Pero desde que su hija quedó paralítica, Irma lleva dos años viviendo en hospitales públicos de Uruguay.

Es un mediodía de primavera y en la sala 207 del hospital Saint Bois la luz apenas entra por las rendijas de una ventana. Irma carga una jeringa con sopa licuada y —poco a poco, como le enseñaron los enfermeros— va alimentando a su hija a través de un tubo conectado a su estómago.

Dos años y unos meses antes, Andrea, la joven que yace sobre una cama de hospital sin poder moverse y es cuidada por su madre, era quien alimentaba a su familia con el dinero que enviaba desde Argentina a Puerto de la Cruz, una localidad de la costa venezolana de la que es oriunda.

Hablaba un perfecto inglés, un correcto japonés y tenía las palabras justas en español para que la contratasen enseguida como estudiante de ingeniería mecánica, la carrera que había iniciado en la prestigiosa universidad Simón Bolívar y que debió abandonar cuando decidió probar suerte en otros países de Sudamérica.

La pesadilla —o la primera de las pesadillas, recuerda Irma— empezó el 7 de agosto de 2021 con un poco de fiebre, algo de dolor muscular y el resultado de un examen de PCR que indicaba que Andrea se había contagiado de covid-19.

Dos días antes había ingresado a Uruguay en buque, desde Buenos Aires, sin síntomas y —según las pruebas de diagnóstico— sin covid. Estaba tan fuerte que había aprovechado para conocer la rambla de Montevideo junto a su pequeña gatita que la acompañaba en su aventura migrante. Y se había saludado con sus jefes uruguayos de la compañía para la cual venía trabajando a distancia, aportando al BPS y el Fonasa.

Pero la infección avanzó rápido —tan rápido como los miles de dólares que se le iban quitando a su póliza de seguro de salud acorde requería atención— y en pocos días acabó intubada la sala de cuidados intensivos del Hospital Evangélico. 

“Esa todavía no es la gran pesadilla”, se ataja Irma, la mamá, mientras toma unos sorbos de café intenso que le permiten sobrellevar el cansancio y las horas.

Menos de dos semanas después de haber ingresado al CTI —y por razones no del todo claras— a Andrea dejó de llegarle oxígeno al cerebro. Unos médicos dicen que fue un error de la máquina automática que, por unos instantes, se trancó. Otros cuentan que “por accidente” un enfermero desconectó el tubo de oxígeno mientras higienizaba a la joven que, por aquel entonces, estaba cerca de cumplir los 30 años.

Y así quedó, inmóvil, con la boca semi-abierta, los ojos que giran fuera de órbita y un cuerpo que “no obedece órdenes”, como Irma la describió en una carta que este febrero le hizo llegar al presidente Luis Lacalle Pou.

Irma vendió las pocas joyas que le quedaban e inició una travesía desde Venezuela —un poco por tierra y otro tanto en avión— para tenderle una mano a su hija. Y desde entonces la acompaña por las más de seis salas de hospitales uruguayos en las que ambas van habitando: a veces durmiendo en la silla de acompañantes, a veces en algún sillón que le prestaban y ahora, por fin, en una cama de paciente.

Paciente

“Llevarme a mi hija (a Venezuela) en esas condiciones es sentenciarla a muerte”. Irma —licenciada en administración industrial de 59 años, pero que por el desgaste parece más— sabe que está condenada a que un “milagro” cure a su hija. Y sabe que ese “milagro” tiene que ocurrir en Uruguay. Porque “una evacuación a Venezuela es difícil ya que los servicios médicos de allí están en pésimas condiciones”, le explicó al presidente Lacalle en la misiva enviada este febrero. Solo le queda ser paciente.

Cada tanto le reza a la estampita de un santo que deja colgada junto a la cama de su hija. Es de los pocos detalles de familiares que conserva en la sala del hospital. No tiene sábanas propias. No tiene casi ropa propia. Ni siquiera dinero propio.

Los pocos pesos que Irma juntó en algún trabajo zafral, tras tramitar la cédula de identidad uruguaya, los ha invertido en la recuperación de su hija, en contratarle fisioterapia privada para que la ayude, en pañales, en…

Es lo mínimo que una madre puede hacer por su hija, yo solo pido respeto por ella, por su derecho a vivir.

Entrada a la habitación de Irma y Andrea.

El decreto que reglamentó la nueva ley de seguridad social exige que se acredite por lo menos diez años de domicilio en el país para acceder a una pensión por invalidez. Antes de la reforma, explicaron desde el Banco de Previsión Social, no había tal restricción y “solo se controlaba que los beneficiarios se quedasen en Uruguay”.

Rodolfo Saldain, el abogado que lideró la reforma, justificó que “antes la normativa era discriminatoria porque se controlaba a los inmigrantes, pero no a los uruguayos”, aunque reconoció que la cantidad de años de residencia es “discutible” y “puede que sean muchos años”.

Irma apenas está con la cabeza en esos trámites. Su mayor preocupación es que no la separen de su hija, como, dice, le quisieron hacer en el hospital Maciel y por lo cual fue radicada una denuncia ante la Institución Nacional de Derechos Humanos.

Porque en el Maciel, el hospital público en el que madre e hija pasaron más tiempo después de que se les acabó el seguro privado, les “pasó de todo”: desde el emocionante gesto de una limpiadora que le consiguió un sillón a Irma para que descanse un poco mejor que en la silla de acompañante, enfermeros “de primera” que se convirtieron en su nueva familia, hasta “actos inhumanos”.

El mismo día que Irma vio por primera vez a su hija, tras la parálisis, la médica de turno le dio la siguiente bienvenida: “Señora, no hay mucho para hacer. Si su hija tiene una complicación no la haremos entrar a CTI”.

Otra vez una adjunta a la dirección —cuyo nombre se omite porque forma parte de la denuncia— empezó a exigirle que “se contacte con la embajada de Venezuela para resolver el problema”. Ese era el eufemismo elegido. Otra jerarca la increpó diciendo que la hija era su karma y le pidió que no se quejara porque “siempre le hemos dado de comer”.

Irma toma otro sorbo de café. Los ojos se humedecen. Las anécdotas de dos años viviendo en hospitales empiezan a aflorar.

—En uno de los traslados de sala, dentro del Maciel, no me dieron tiempo de juntar las pocas pertenencias. Le expliqué a la encargada que necesitaba unas horas más, y su respuesta fue: “Llamá a todos tus amigos venezolanos y que te ayuden a recoger todas estas porquerías que tenés en la habitación”.

Las “porquerías” son esos buzos de lana donados —en Puerto de la Cruz la temperatura no desciende de los 18 grados—, el alcohol en gel, la estampita del santo, las carpetas de la inmobiliaria en la que prestaba algunos servicios para ganarse unos pesos, el bolso que trajo desde Venezuela…

Desde que comenzó la crisis humanitaria en Venezuela, Naciones Unidas estima que fueron desplazados más de 7,2 millones de venezolanos; seis millones de los cuales quedaron habitando en América Latina.

Uruguay no integra el podio de acogida de esta población migrante, pero sí se viene destacando por el acceso universal a los servicios públicos. De hecho, en una reciente encuesta exploratoria de la Organización Internacional para las Migraciones se estima que seis de cada diez inmigrantes recientes se atienden en salud pública (ASSE).

Este derecho, sin embargo, no siempre es bien visto por algunos de los nativos. Cuando el Programa de Población de la Universidad de la República difundió los resultados de la encuesta de opinión pública sobre las actitudes de los uruguayos hacia los inmigrantes, hace seis años, confirmaron que la xenofobia estaba más presente de lo que se imagina. Casi la mitad de los encuestados (48%) admitió que “los uruguayos tienen que tener preferencia por sobre los extranjeros a la hora de acceder a los servicios de salud”. Entre los encuestados menos formados esa opinión se elevaba al 58%.

Irma lamenta esas actitudes xenófobas, aunque prefiere rescatar a “los uruguayos de bien que son muchos y están siempre dispuestos a dar una mano”. No pudo degustar todavía un rico asado, porque se ha tenido que conformar con la comida del hospital. No se pudo preparar unas arepas venezolanas, porque la sala 207 no puede convertirse en cocina. Pero tiene la esperanza que, ayuda mediante, pronto pueda mudarse a una especie de vivienda en la que su hija tenga “todas las comodidades”.

—¿Cuál es su principal preocupación?

Irma toma otro sorbo de café, ya frío, y concluye:

—Mi mayor preocupación es la salud de mi hija, qué vuelva a ser quien era antes de todas estas pesadillas.

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