Carlos y Juliet ahora buscan trabajo en Uruguay.

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Récord de inmigrantes venezolanos: inestabilidad en la región los lleva a buscar suerte en Uruguay

La familia Pinto-Toledo huyó de Venezuela hace más de seis años y, tras las zozobras en distintos países de la región, busca, al igual que miles de sus compatriotas, la estabilidad en Uruguay
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24 de diciembre de 2022 a las 05:00

Las lágrimas que se deslizan por la mejilla de Juliet Toledo hasta morir en la boca están más saladas que de costumbre. Cada una de esas gotitas que escapan del lagrimal tras el sollozo arrastra más de seis años de peripecias entre la salida de Venezuela —su Venezuela— y la reciente acogida en Uruguay. Carga el recuerdo de los crujidos en el estómago cuando pasaba más de un día sin comer en Cartagena de Indias, lleva a cuestas la evocación de aquel intento de violación por parte de unos “camioneros” en la frontera de Ecuador y Perú, los gritos xenófobos en Lima, la crisis en Argentina y la mirada apenada de una hija que “casi no vivió su infancia”.

Por eso esta Navidad le llega a Juliet, a su esposo Carlos y su hija Ruddelis —sí, es moda entre los venezolanos inventar nombres que son la conjunción de otros dos nombres— con un dejo de tristeza y esperanza en igual medida. La próxima semana tienen ultimátum para pagar la pensión en la que se están hospedando desde que llegaron a Montevideo, hace 21 días, pero también tienen la hora para obtener la cédula de identidad en lo que entienden su primer paso en busca de un trabajo formal.

La familia Pinto-Toledo es el reflejo de una nueva tendencia migratoria que tiene como destino —y la esperanza puesta en— Uruguay. Es parte de esos más de siete millones de venezolanos que huyeron de su país desde que inició la crisis humanitaria, en lo que se reporta como el mayor éxodo de la historia reciente de América Latina. Es parte de las centenas de miles de inmigrantes que padecieron la inestabilidad política y económica de Sudamérica y que, por tanto, tuvo que saltar —a pie, en ómnibus o haciendo dedo— entre país y país. Y es parte de los miles de caribeños que este 2022 rearmaron su estrategia y probaron suerte en Uruguay. ¿Por qué? Carlos, el padre de la familia, no titubea: “Porque en Uruguay es más sencillo acceder a la documentación para trabajar en buena ley, porque Uruguay nos da acceso a la atención médica y la posibilidad de inscribir en el secundario a mi niñita, y porque Uruguay nos viene demostrando que tiene un corazón enorme para ayudarnos con comida, con ropa o un techo mientras nos rearmamos”.

Según la Dirección Nacional de Migración, entre enero y fines de noviembre de este año entraron a Uruguay 34.470 venezolanos y, en el mismo período, se fueron 25.379. Eso significa que este 2022 acaba siendo el año con mayor inmigración de venezolanos de toda la historia: el saldo positivo supera las 9.000 personas (el récord anterior había sido en 2018 con un saldo que superaba los 3.800 venezolanos).

“La ruta migratoria del Pacífico, pasando por los países andinos en sentido norte a sur, era una de las más transitadas por aquellas personas que habían salido de Venezuela hace seis, cinco o cuatro años. Muchos veían a Chile como destino, porque en el boca a boca era visto como un país con mejores oportunidades económicas. Otros apuntaban a Argentina por una razón de escala. Pero la inestabilidad política y, sobre todo, económica hizo que Argentina se convirtiera en un lugar de tránsito y que, poco a poco, se intensifique el destino uruguayo”, explica Julio Villavicencio, director del Servicio Jesuita para Migrantes en ambas márgenes del Río de la Plata.

Los datos de la Dirección Nacional de Migración lo dejan claro: porque en lugar de que los venezolanos ingresen mayormente por el aeropuerto de Carrasco (como ocurrió en las primeras olas previas al covid-19), ahora nueve de cada diez entran por los puertos de Colonia, de Montevideo o alguno de los puentes que cruzan el Río Uruguay.

La huida

Antes —antes de la crisis económica y política de Venezuela— Carlos era el jefe de servicio en la alcaldía de su municipio, en el Estado de Carabobo, en el centro del país. Su sueldo en ese cargo político-técnico le bastaba para el diario vivir, para que su mujer pudiese dedicarse a las tareas del hogar, para que su hija estuviese inscripta en un colegio y para ilusionarse con —algún día— concursar para un cargo en la diputación. Pero la tensión —económica y política— lo fue acorralando hasta que quedó sin trabajo.

“No me dieron siquiera la chance de renunciar, quedé de patitas en la calle”, se lamenta este venezolano que ahora tiene 42 años, piel mulata, alguna callosidades en los pies de tanto caminar y las manos curtidas de cuanta changa soportó en los últimos seis años. “El dinero”, sigue contando, “ya no alcanzaba para una comida por día, teníamos miedo y mucho pesar psicológico… por eso decidimos probar suerte en Colombia”.

Cuando Carlos cruzó la frontera —a la altura en que las trochas son los senderos preferidos de esa gente que va y viene— fue a cambiar una pila de billetes que traía y le fueron devueltos unos pocos pesos colombianos. “¿Y con esto qué hago?”, se preguntó mirando aquella miseria que podía sujetar con una sola mano. A su lado, algunas señoras vendían parte de su pelo con el que las doñas colombianas luego se haría extensiones, y los más creativos aprovechaban el poco valor del papel moneda bolivariana para fabricarse carteras o cinturones que vendían como artesanías.

Carlos prefirió seguir con lo puesto hasta la turística Cartagena de Indias. “Un conocido me invitó a dormir en un autobús abandonado, en lo que quedaba de un asiento”, dice sobre el comienzo de sus primeros dos años fuera de Venezuela. Al poco tiempo llegó su esposa y su hija, él empezó a trabajar vendiendo agua “o lo que hubiera”. Pero…

Colombia vivió una tensión fruto de una contradicción entre una política aperturista a la inmigración venezolana y una política cerrada en el acceso a servicios esenciales. “Para que te atendieran en un hospital tenías que estar desangrándote en la calle, no existía consulta regular al médico, ni la consulta al pediatra para la pequeña…”, explica Juliet, con la mirada perdida sobre las baldosas de la iglesia del Sagrado Corazón —lindera al colegio Seminario— donde recibe ropa y unos víveres para celebrar la Navidad.

Sucede que “la migración venezolana fue (y es) rehén del manejo político: los gobiernos de derecha (como el que entonces administraba Colombia) facilitaban la entrada de los venezolanos porque era su manera de justificar que en Venezuela había una dictadura y que la gente escapaba. Los gobiernos de izquierda, facilitaban el acceso a servicios como salud y educación, pero complicaban la entrada regular porque era justificar que en Venezuela existía una crisis…”, dice Villavicencio, quien entre los 82 puntos de atención de la red jesuita en América y el Caribe cuenta con una visión cabal sobre los flujos y rutas migratorias de los últimos años.

Hacía calor en Colombia el día que la familia Pinto-Toledo decidió avanzar en su aventura por un futuro mejor. Lugar de destino: Perú. “Con la niña caminamos 17 días hasta la frontera con Ecuador. Cada tanto nos daban alojamiento en alguna casita de familia o nos tirábamos al costado de la ruta”, Carlos habla y su esposa sigue con la mirada perdida en las baldosas de la iglesia.

Entonces empezó el miedo. “Nos habían dicho que cuidáramos de la niña porque cerca de la frontera raptan a los menores para vender sus órganos a 15 o 20 millones de pesos colombianos… imagínate”. Recién pasando el límite territorial, cuando las agencias de Naciones Unidas les dieron cobijo, los tres venezolanos respiraron tranquilos.

El pasaje por Ecuador fue tan veloz como traumático. “Unos camioneros intentaron violar a mi mujer…”, Carlo sigue hablando y Juliet ya no mira las baldosas, no mira nada y llora. “¿Te imagínas lo que siente un padre de familia cuando su señora es la tentación de los demás solo porque nos ven vulnerables?”.

Es difícil imaginar. Pero Naciones Unidas reportó en los últimos ocho años la desaparición de 6.996 migrantes venezolanos en Norteamérica, Centroamérica, Sudamérica y el Caribe. Y la violencia está entre las cinco principales causas de muertes de estos desaparecidos.

Para los venezolanos que en lugar de seguir el camino hacia el sur deciden perfilarse para el norte, están habiendo dos puntos críticos: el tapón del Darién (en la frontera entre Colombia y Panamá que es definida como la selva más peligrosa del mundo) y en Tapachula (en la frontera entre México y Guatemala, donde los guardias bloquean el paso para evitarse que las caravanas migrantes ejerzan presión a la entrada de Estados Unidos). Eso sin contar las muertes en río Bravo, los coyotes, los accidentes en el tren “La Bestia” y un sinfín de adversidades que desde Uruguay parecen salidas de una película.

El 12 de octubre de 2022 —el mismo día en que se conmemora el respeto a la diversidad cultural— el gobierno de Estados Unidos extendió el Título 42 a los ciudadanos venezolanos. Se le llama así a la normativa que limita la inmigración a Estados Unidos y que sirvió para el cierre de fronteras durante la emergencia sanitaria. “A raíz de este cambio”, explica Lucila Pizzarulli, coordinadora de Programas de ONU Migración en Uruguay, “empezó a haber un efecto rebote en que muchos migrantes empiezan a hacer la ruta en sentido inverso”. Y a Uruguay también llegan algunos de estos que intentaron el “sueño americano” y pegaron la vuelta..

Este fenómeno migratorio bien reciente se mezcla con el de las familias como la Pinto-Toledo. Porque cuando sucedió el cambio de la política migratoria del gobierno de Joe Biden, Carlos, Juliet y su hija ya estaban en Argentina tras haber sufrido “xenofobia y mucho rechazo en Perú”.

“Teníamos la esperanza de que en Perú la cosa fuera distinta, pero fue peor: si te veían vendiendo caramelos y no trabajando de traje y corbata (porque no se conseguía trabajo), te miraban como si fueras un delincuente. Y si estabas de traje, se pensaban que les estabas robando el trabajo”. La salida de ese país, en la que también estuvieron dos años, se dio contrarreloj el día que la dueña de unos viveros se quiso llevar a la pequeña Ruddelis a un lugar lejos de sus padres.

Juliet se pone a llorar. En todo este trayecto no recibió ayuda psicológica. “¿Amigos?, mi niña y yo ya no sabemos qué son los amigos”, dice y llora.

En Argentina “comenzamos a dar una mano en la casa de un empresario, pero con el correr de los meses la cosa se puso malita: la inflación trepó más alto de lo que ahora está en Venezuela, bajamos unos cuantos kilos y era insostenible”. Por eso, tras el boca a boca y la sugerencia de las redes de ayuda a migrantes, dieron paso a la última aventura: Uruguay. “Esperamos que ahora sí sea la última parada”. Se abrazan. Lloran.

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