Sergei SUPINSKY / AFP

Ante el umbral de una Tercera Guerra Mundial

Los evidentes preparativos de Rusia para dar el zarpazo final: la invasión y ocupación definitiva de Ucrania

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02 de mayo de 2022 a las 05:00

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Refiriéndose a las vísperas de la Primera Guerra Mundial, el historiador John Keegan señalaba las grandes diferencias prevalentes entre las sociedades europeas de 1939 y 1914. En aquel año, Europa asistía, en parte atemorizada, en parte incrédula y en parte, más peligrosa aún, abiertamente complaciente, a la imparable marcha de los procesos totalitarios y su consolidación en el poder, como el comunismo soviético en versión de Iosif Stalin, el fascismo de Italia y Japón, y el nazismo de Hitler, detonante este último, de la Segunda Guerra Mundial.

Keegan destaca, que la diferencia radical entre ambas guerras, estaba en la experiencia muy reciente y aun latente de toda una generación, entre los jóvenes que participaron en las carnicerías del Somme, de Verdún y en particular de Passchendaele y que lograron apenas sobrevivir de aquel infierno de trincheras y batallas que duraron años, y la de sus respectivas familias, que sufrieron a la distancia la suerte de sus hijos. Integrantes de esa misma generación, dice este historiador británico, volverían, veinte años más tarde, al infierno de otra guerra, aún más brutal y devastadora en muertes y daños materiales.                     

Sin embargo, Keegan destaca la dolorosa ironía, en la que estos habitantes de aquel presente, cargaban con el fogueo que les permitió distinguir la diferencia entre ambos conflictos. En 1939, el temor y la amenaza de una nueva guerra se fundamentaban en el conocimiento de su realidad. En 1914, y en oposición a esta situación, “la guerra llegó de un cielo sin nubes, a poblaciones que poco o nada sabían de ésta y que había sido educadas para dudar que afectaría nuevamente a su continente”.

En pleno 2022, existe todavía una pequeña representación de los veteranos que lucharon en la Segunda Guerra Mundial, cerca de cumplir un siglo de vida en muchos casos. Estos conviven con las generaciones que les siguieron y que hoy, aun disfrutan de un mundo mayoritariamente libre gracias en buena parte a la valentía de aquellos jóvenes y no tanto, que arriesgaron sus vidas para enfrentar y vencer al menos a una de las cabezas de ese totalitarismo. A lo largo de la Guerra Fría, el periodo que siguió a partir de 1945 y que terminó en 1989, con la caída de la Unión Soviética, el mundo estuvo nuevamente ante el abismo de una nueva guerra en 1962, durante la llamada “Crisis de los Misiles”, cuando Estados Unidos detectó la instalación en progreso de misiles nucleares en Cuba por parte del régimen soviético. A pesar de su brevedad de semanas apenas, el planeta contuvo la respiración. Nunca antes y después, hasta el 2022, se estuvo tan cerca y en la inminencia de una nueva guerra, esta vez nuclear y terminal.

Otras guerras sucedieron en diversas regiones del mundo, limitadas y contenidas dentro del juego de poderes y rivalidades de Washington y Moscú. Tras la Guerra Fría, el giro en las relaciones internacionales puso a los Estados Unidos como el único líder de Occidente, capitaneando una coalición de países –incluyendo a la Rusia post soviética- en dos grandes conflictos, como lo fueron la Guerra del Golfo para desalojar de Kuwait al ejército de Irak, y la guerra de Yugoeslavia, resultado del desmembramiento de aquel Estado totalitario en naciones, religiones y etnias diversas y hasta enemigas entre sí. Sin embargo, en los inicios del siglo actual, el mundo parecía liberarse de una nueva amenaza de conflagraciones globales, hasta hoy.

¿Por qué esta vez es diferente?

La primer invasión a Ucrania en el 2014 tomó a Occidente por sorpresa, liderado por una administración, la de Barak Obama, culpable de una laxitud e incompetencia para frenar en seco a un Vladimir Putin, quien ya había mostrado sus garras y colmillos y su plan de guerre en sus más que claras y firmes intenciones, durante la Conferencia de Seguridad en Munich, en el 2007. Consecuente con sus declaraciones, la toma de Crimea y de una parte significativa del este de Ucrania no debería haber sido inesperada, al punto de descolocar al concierto de naciones de Europa –la primera línea expuesta a Rusia–, e incluyendo a la propia Ucrania. Lo que siguió fue una penosa danza de maniobras evasivas, en la enorme responsabilidad de un Occidente, que en calidad de cliente de su petróleo y gas y como banca de sus oligarcas criminales, ha sido cómplice y socio de una Rusia que, a partir de esa acción, comenzaba a reconfigurar su posición geopolítica, como abierto antagonista del hasta entonces orden mundial en formación y aun liderado por Estados Unidos.

El escritor irlandés Oscar Wilde escribió una vez: “Perder a un padre, señor Worthing, puede ser visto como una desgracia. Perder a los dos, puede ser considerado como una falta de cuidado”. Esta frase ilustra la errática conducta de los países europeos y de Estados Unidos, ante los evidentes preparativos de Rusia para dar el zarpazo final –la invasión y ocupación definitiva de Ucrania–, a fines del año pasado y a inicios del presente. Para entonces ya era muy tarde evitar dicha acción y paralizar todo intento de ejecutar el plan ruso. Vladimir Putin le había declarado la guerra a Occidente mucho antes, con las intervenciones e injerencias en los sistemas políticos occidentales, el apoyo financiero y logístico a los movimientos de la ultra derecha y su control sobre el flujo del gas natural hacia la principal economía europea, además de su sociedad con una China cada vez más hostil a Occidente.

El actual exitismo de Washington y los aliados europeos, en cuanto a las primeras derrotas rusas en suelo ucraniano y en su tardío apoyo económico y militar a Kiev, peca de prematuro y complaciente, ante el peligro de una escalada, y frente a un hombre como Putin, que se está jugando su propio pellejo en una victoria, y que en su ambición, va teniendo cada vez menos contención en llevar al mundo a una nueva guerra mundial.  

Resta al momento, muy poco espacio de acción para Occidente, en materia de opciones capaces de evitar esa escalada. Tarde o temprano, como en las dos guerras mundiales anteriores, es factible la ocurrencia de ese detonante final, imparable en su curso definitivo. Lo fue un magnicidio en Sarajevo en 1914, y lo fue la invasión de Alemania a Polonia, en 1939. Anular esa probabilidad es ahora, un enorme desafío y asunto existencial para todo el planeta.

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