Miguel Arregui

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Buscando a Real de Azúa

"Una biografía intelectual", de Valentín Trujillo, encara a la vez la obra y la vida personal de una de las grandes figuras de la Generación del 45
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06 de septiembre de 2017 a las 05:00

Carlos Real de Azúa fue un notable crítico, ensayista literario e historiador uruguayo. Goza de prestigio en ciertos cenáculos pero es completamente ignorado por el grueso de la población: su nombre sólo remite vagamente a calles y bibliotecas.

Ahora Valentín Trujillo, un periodista y escritor relativamente joven, intenta su rescate sistemático con una biografía hermosa de leer, aunque perfectible, pues entiende que Real de Azúa tiene mucho para decir sobre el Uruguay de hoy.

Valentín Trujillo

El ensayista más eminente

Real de Azúa (1916-1977) fue abogado a su pesar, hasta que abandonó la profesión, y un docente mitológico en Enseñanza Secundaria, el IPA y la Universidad de la República. Publicó en muchas revistas y diarios militantes o de elite, y por décadas en Marcha, el semanario de Carlos Quijano. Las polémicas a través de la prensa, comunes en las primeras seis décadas del siglo XX, fueron una forma de difundir conocimiento y puntos de vista diversos, y también de pavonearse.

Real de Azúa mantuvo algunos duelos por escrito con contrincantes de la talla de Alberto Zum Felde o Arturo Ardao, que degeneraron en tristes ataques personales.

Pero, ante todo, Real de Azúa es objeto de culto como uno de los pontífices promotores de las ciencias sociales uruguayas, por textos como El patriciado uruguayo (1961), con el que empezó el análisis de una clase que vislumbraba a partir de su familia; El impulso y su freno (1964), sobre el batllismo como camino fallido y responsable de una crisis terminal; o Uruguay: ¿Una sociedad amortiguadora? (póstumo, 1984), sobre los factores que explicarían cierta moderación criolla en el contexto latinoamericano. También destacó por sistematizaciones como la incomparable Antología del ensayo uruguayo contemporáneo (en dos tomos, 1964).

Real de Azúa
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Espiritualista y católico –por lo tanto minoritario–, lector obsesivo, "experto en generalidades", según sus propias palabras, expresó múltiples intereses, en el entendido de que "todo tiene que ver con todo". Él mismo se ubicó "en los lindes de varias disciplinas: la historia cultural, ideológica y social, la teoría política y la teoría literaria, la crítica de 'ideas' y de 'significaciones' y aun otras zonas menos delimitables".

Carlos Martínez Moreno sostuvo que Real de Azúa fue uno de los creadores críticos "más importantes del Uruguay sin amonestación de tiempo o delimitación generacional. Decir que fue el ensayista más eminente de la Generación del 45 es decir muy poco, puesto que fue casi el único en un proceso que (...) derivó desde una inicial preferencia por el fenómeno literario a una central y definitiva pasión por las ideas sociales y políticas".

La Generación del 45 es el nombre con el que Emir Rodríguez Monegal, uno de sus miembros más influyentes, identificó a un conjunto de escritores de edad similar que comenzaron a publicar sobre mediados de la década de 1940.

Fue una generación parricida, en tanto cuestionó duramente a sus antecesores, y una generación crítica, de actitud feroz e inclemente ante toda concepción u obra que creyese anacrónica o de escasa calidad, en medio de la complacencia y el deterioro económico y político del "Uruguay batllista".

Carlos Real de Azúa, Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama formaron "la mejor tríada de intelectuales uruguayos de los últimos cincuenta años", afirma Trujillo, autor de Una biografía intelectual. Y todo ello a pesar de formar parte de una cosecha de particularmente brillante, cruzada de arriba a abajo por vanidades, afinidades y rencores.

Una forma de nacionalismo

Real de Azúa resulta difícil de leer. Su prosa es enrevesada, a veces incomprensible, y muchas veces más sugerente que concreta, recargada y repleta de desvíos, como el trillo de un borracho.

Wilfredo Penco ha descrito el estilo de escritura de Real como "frondoso, torrencial, versátil, barroco, laberíntico, arborescente, desbordante".

Con esos modos, Real de Azúa sistematizó ciertos procesos históricos o literarios, y dio un sinfín de puñaladas críticas al conocimiento convencional, y a algunas vacas sagradas de las camarillas intelectuales, desde el batllismo al marxismo, pero también al liberalismo capitalista.

Nunca confundió a Uruguay con Montevideo, error común entre los intelectuales y su ombligo. Sentía debilidad por un país esencial, rural y libertario, una suerte de Arcadia mucho más imaginada que real. Cayó en espejismos tales como la Falange española, hasta que conoció la España franquista, o el Ruralismo de Benito Nardone.

Fue más durable su apego a la corriente histórica revisionista y su respeto por Luis Alberto de Herrera. Veneraba ciertos aspectos del pensamiento de la corriente "blanca" en la historia de los orientales, desde Bernardo Prudencio Berro a Luis Pedro Bonavita, y se burlaba de la tendencia del batllismo a creer que toda la modernidad había empezado con Batlle y Ordóñez.

A su manera, Real era un nacionalista: un hombre culto y cosmopolita que, sin embargo, reivindicaba la comarca y miraba con recelo a la sociedad industrial de postguerra y el liberalismo.

"Rotos los vínculos con lo divino, la tierra, el prójimo y las cosas, el hombre, presunto liberado, se enfrenta con la carcoma de la soledad y el sinsentido", escribió a fines de 1959.

La agonía del batllismo

Real de Azúa era consciente de la enorme crisis que anticipaban el estatismo y el burocratismo de mediados de la década de 1950. Aquella "democracia demagógica", mesocrática, conformista y ramplona, como la calificó, se hundía bajo un Estado "desquiciador de la vida económica" y una población proclive a "un ideal de holganza y seguridad" que aseguraba el empleo público. "Como uruguayos sabemos que un período de irresponsabilidad, malabarismo e ilusión toca a su fin", escribió en Marcha del 1º de noviembre de 1957.

El agotamiento del Uruguay batllista provocaría la amplísima victoria del Partido Nacional en las elecciones de noviembre de 1958, después de casi un siglo de derrotas. Luego, otra vez desilusionado con las rencillas y el caos político, Real de Azúa se fue desplazando hacia la izquierda. En 1962 adhirió a la Unión Popular, una alianza de los disidentes blancos de Enrique Erro con el Partido Socialista. Y en octubre de 1970 fue uno de los convocantes a crear un "amplio frente". Fue un impulsor crítico de la nueva coalición de izquierdas, que imaginó como una alternativa a las tendencias reaccionarias del gobierno y a la aventura guerrillera.

A lo largo de su vida se ocupó de cuestionar todos los dogmas, en especial al marxismo, que cegó a una parte de sus colegas, que él veía como una nueva iglesia universal en competencia con las antiguas.

"La revolución produce más males de los que cura", advirtió a propósito de la euforia revolucionaria que recorrió América Latina en la década de 1960 detrás del ejemplo cubano.

El intelectual más libre de su generación

Homosexual apenas disimulado en tiempos difíciles para los homosexuales; noctámbulo, impuntual, informal: era una presencia inevitable en los ritos de la bohemia intelectual de entonces, desde las peñas en cafés, con su esgrima retórica, hasta las librerías y la feria de los domingos en la calle Tristán Narvaja.

Real de Azúa se animó a pensar con libertad", escribió el politólogo Adolfo Garcé en El Observador del 12 de julio. "No es fácil para el intelectual renunciar a la tentación del 'espíritu de sistema'. Él lo hizo. No pensaba por 'sistemas'. No miraba el mundo por el ojo de la cerradura de algún manual a la moda. Todo lo contrario. No tenía dogmas. Tampoco libros prohibidos. No tenía, como buen lector de Rodó, ningún problema para cambiar. No se dejó nunca atrapar en un molde. No se enamoró de sus ideas. Fue el intelectual más 'proteico' de su generación. Por eso mismo, seguramente, fue el más libre de todos ellos [...]. Por eso no tuvo una vida fácil. Es más sencillo, en la política y en la academia, adherir a alguno de los bandos en pugna".

Una biografía intelectual, el libro de Trujillo, tiene algunos errores, a veces relevantes pero de fácil corrección en nuevas ediciones: ciertas confusiones en torno a los sistemas creados por las Constituciones de 1918 y 1952; calificar a Methol Ferré y Vivián Trías como intelectuales de trayectoria blanco-herrerista, lo que es cierto en el primer caso y erróneo en el segundo; sostener que Luis Pedro Bonavita y "Paco" Espínola integraron el sector Nuevas Bases, cuando ambos contribuyeron a crear en 1962 el Fidel, junto al Partido Comunista, en competencia con la UP de Enrique Erro y el Partido Socialista; comentar que Óscar Gestido fue el primer general que gobernó desde el Militarismo, olvidando a Alfredo Baldomir.

En su descargo el autor podría decir que la edición de textos de alto vuelo hoy es un arte perdido: las editoriales ayudan poco, pues casi todas han debido sacrificar personal, tiempos y estándares de calidad.

Buen ritmo narrativo

La biografía escrita por Trujillo incluye gran variedad de anécdotas y actores de reparto que ayudan a vislumbrar a un personaje tan exuberante.

El autor se basa en múltiples fuentes, incluso muchas entrevistas personales, y las divulga de manera ágil y amena.

El texto destila vivencias, inclinaciones y valores muy propios de los docentes de prestigio, un mundillo que el autor conoce puesto que es profesor de Lengua y Literatura.

Trujillo se metió con un personaje muy demandante: una cosa de tal envergadura que nadie encara hoy en día. Hay varios ensayos parciales sobre Real de Azúa pero nada que atraque a la vez su obra y su vida personal, que recoja tantos testimonios dispersos y los enhebre con buen ritmo narrativo.

Real de Azúa – Una biografía intelectual, de Valentín Trujillo. Ediciones B, junio de 2017, 392 páginas, $ 690.

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