Lavrenti Beria, jefe de la policía secreta soviética, con la hija de Stalin, Svetlana. Al fondo, trabaja Iosif Stalin
Miguel Arregui

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La bomba atómica soviética

Los 75 años de la bomba atómica, una de las aventuras científicas e industriales más grandes de la historia (IX)
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18 de agosto de 2020 a las 21:25

Cuando en Potsdam, en julio de 1945, Harry Truman le comentó a Iosif Stalin que Estados Unidos poseía una nueva arma decisiva, el primer ministro británico Winston Churchill, también presente, dudó que el autócrata soviético hubiese entendido algo (ver nota V de esta serie). 

En realidad sabía muy bien de lo que el presidente estadounidense le habló. Stalin había sido informado de los avances occidentales rumbo a la bomba atómica muy temprano, a mediados de 1942, y entonces había ordenado: “Nosotros también debemos poner manos a la obra”.

Todos los estudios sobre la bomba que recibía el Gabinete de Guerra británico terminaban poco después en manos de Stalin, que centralizaba la información de sus mejores agentes y luego, si lo consideraba del caso, la distribuía. Era una de sus tantas formas de asegurarse el poder. 

Los soviéticos contaban en Londres con los servicios de varios comunistas incondicionales: entre ellos John Cairncross, situado en altos puestos políticos, el físico nuclear alemán Klaus Fuchs, y el doble agente Kim Philby y su “grupo de Cambridge”.

Cuando en 1942 Estados Unidos aceleró su camino hacia la bomba atómica, Stalin se enteró de casi cada paso gracias a otro comunista, el italiano Bruno Pontecorvo, estrecho colaborador de Enrico Fermi, uno de los líderes del “Proyecto Manhattan”.

Disponer temprano de los hallazgos estadounidenses permitió ahorrar mucho tiempo y dinero. Pero, en realidad, como quedaría demostrado en las décadas siguientes, cualquier Estado con capacidad científica e industrial, voluntad política y disposición a gastar mucho, para investigar y para comprar información, podría desarrollar sus propias bombas atómicas. 


El secretario de Guerra estadounidense, Henry Stimson, al igual que la mayoría de los involucrados en el “Proyecto Manhattan”, era partidario de lanzar el ingenio sobre Japón, y acabar la guerra con un par de golpes. Pero en 1945 se sintió obligado a advertir, en un memorándum que leyó al presidente Harry S. Truman, que el monopolio nuclear estadounidense duraría pocos años. 

“El mundo, en su estado actual de progreso moral comparado con su desarrollo técnico, estaría a merced de dicha arma”, afirmó Stimson. “En otras palabras, se podría destruir totalmente la civilización moderna”.

Las palabras de Stimson coinciden con las que cierta vez expresó el general Omar Bradley, uno de los jefes del desembarco angloestadounidense en Normandía en 1944: “Somos gigantes nucleares y enanos éticos”.

Stalin y los científicos

Los hermanos rusos Zhores y Roy Medvedev, historiadores que vivieron la era soviética, realizaron un ensayo sobre Iosif Stalin y la bomba atómica. Ellos pudieron aprovechar muy bien la enorme cantidad de información surgida de archivos secretos tras el derrumbe de la URSS.

En 1943 Stalin colocó la investigación atómica soviética bajo control del ministro de Relaciones Exteriores, Viacheslav Mólotov, un viejo bolchevique quien avanzó muy lento hacia la bomba. En 1944 fue suplantado en esa tarea por Lavrenti Beria, el jefe de la policía secreta (NKVD, antecesora de la KGB), y por el físico Ígor Kurchátov, que dispuso de poderes extraordinarios para movilizar recursos humanos y materiales.

A partir de 1943 los académicos Abram Joffe, Abram Alijanov y Isaac Kikoin tuvieron acceso a la muy precisa información recababa por el espionaje soviético; y luego al equipo se sumaron Lev Artsimovich, Yui Jariton y Kirill Shchelkin. 

El prestigioso físico Piotr Kapitsa, futuro premio Nobel, también fue reclutado en 1943, pero se apartó del proyecto en 1945 después de chocar con Beria y caer en desgracia.

En julio de 1945, después de la derrota de Alemania, al equipo se sumaron Nikolaus Riehl, el mayor experto del Reich en la producción de uranio puro; el físico Gustav Hertz, Nobel 1925; y otros trescientos científicos alemanes que habían quedado en la zona de ocupación soviética.

Los soviéticos dispusieron de inmediato de todos los detalles de la bomba de plutonio que se lanzó sobre Nagasaki el 9 de agosto de 1945, que tanto el físico Klaus Fuchs y Bruno Pontecorvo, ambos involucrados en el “Proyecto Manhattan” angloestadounidense, enviaron cada cual por su lado.

En 1946 se hallaron yacimientos de uranio en varias zonas de la URSS, y pronto se inició la construcción del primer reactor nuclear en la zona de los montes Urales, que comenzó a producir en 1948. 

Muchos de esos trabajos se realizaron con decenas de miles de prisioneros soviéticos y alemanes, a un ritmo trepidante. En parte por la ignorancia de entonces, y también por la urgencia política, los descuidos y accidentes provocaron muchas enfermedades y muertes por contaminación, que afectó incluso al físico líder, Ígor Kurchátov.

A la caza de espías

 La primera bomba atómica soviética, que se probó el 29 de agosto de 1949 en Kazajstán, era una copia exacta de la bomba de plutonio que los estadounidenses lanzaron sobre Nagasaki. Estadounidenses y británicos lo comprobaron cuando examinaron los residuos radiactivos que quedaron en la atmósfera, y de inmediato se pusieron a averiguar por dónde se había filtrado la información. 

Fuchs fue detenido en enero de 1950, Pontecorvo se refugió en la URSS ese mismo año, Philby fugó en 1963 y Cairncross recién fue descubierto a mediados de la década de 1980.

En 1951 la Unión Soviética desarrolló y probó su propio modelo de bomba de uranio, el material crítico utilizado en la bomba estadounidense arrojada sobre Hiroshima.

Los soviéticos también estaban sobre la pista de la bomba de hidrógeno, o bomba H, mucho más potente, desde abril de 1946, cuando Edward Teller, el padre de la bomba H estadounidense, convocó a una conferencia de 40 científicos en Los Álamos, e incluyó en la reunión al espía Klaus Fuchs. 

Los éxitos del espionaje soviético mermaron radicalmente a partir de 1945, cuando el programa nuclear estadounidense pasó a un estricto control militar. De todos modos, el 12 de agosto de 1953 la URSS detonó su propia bomba de hidrógeno, o termonuclear, nueve meses después que lo hicieran los estadounidenses, y una versión mejorada en noviembre de 1955. Esos esfuerzos fueron dirigidos, entre otros, por Andréi Sájarov y Yákov Zeldovich.

El hombre más poderoso del mundo

Stalin es uno de los grandes enigmas del siglo XX y ha merecido una enorme cantidad de biografías. Este exseminarista georgiano se apropió del poder en la Unión Soviética en los años siguientes a la desaparición de Lenin, lo ejerció con una inmensa y despersonalizada crueldad, realizó una colosal tarea de ingeniería social y convirtió a su imperio en una disparatada potencia industrial y militar sobre el cadáver de decenas de millones de personas. 

Stalin, más que un ideólogo, era un autócrata nacionalista. La victoria en 1945 sobre la Alemania nazi es un elemento esencial de la identidad nacional de Rusia, y de su lugar de privilegio en el mundo en la segunda mitad del siglo XX.

Cuando Stalin murió, en 1953, era con largueza el hombre más poderoso e influyente del mundo. Su siniestro jefe de la policía secreta y agente clave para el desarrollo del programa atómico, Lavrenti Beria, sobrevivió pocos meses. 

Beria fue arrestado en el Kremlin, tras reunirse con la cúpula del Partido Comunista: Nikita Kruschev, Viacheslav Molotov, Gregori Malenkov y el mariscal Georgi Zhukov, y fusilado como agente del “capitalismo extranjero” y por abuso sexual, entre otros cargos. La NKVD dio paso a la KGB.

La bomba de hidrógeno

Julius Robert Oppenheimer, el extravagante y genial líder científico del “Proyecto Manhattan”, que produjo las primeras bombas atómicas para Estados Unidos, no estaba cómodo. Después de Hiroshima y Nagasaki, comenzó a advertir sobre el riesgo de una carrera nuclear. El físico neoyorkino pretendía no seguir en el desarrollo de bombas atómicas cada vez mayores.  “Simplemente no las necesitamos”, argumentó.

Oppenheimer cayó en desgracia después que la primera bomba atómica soviética y el miedo colectivo alimentaran las persecuciones del senador Joseph McCarthy. 

El “macartismo” de principios de la década de 1950, ya lanzada la “Guerra Fría”, desató una “caza de brujas” en Estados Unidos contra la infiltración comunista en círculos académicos, militares, burocráticos e intelectuales, incluida la industria cinematográfica.

Oppenheimer fue atacado incluso por el físico húngaro Edward Teller, un antiguo colaborador suyo y de Enrico Fermi desde los inicios del “Proyecto Manhattan”, quien lo acusó de comunista. 

Teller, ególatra y despiadado, sería el padre de la bomba de hidrógeno estadounidense, o bomba H, junto a otros científicos emigrados, como Stanislaw Ulam y Hans Bethe.

La primera bomba de hidrógeno o termonuclear, denominada “Ivy Mike”, fue probada en un islote del océano Pacífico, en las islas Marshall, el 31 de octubre de 1952. Poco después, el 14 de noviembre, los estadounidenses detonaron en la misma zona una bomba de fisión llamada “Ivy King”, todavía 50 veces más poderosa que la anterior, y hasta 2.500 veces más potente que la de Hiroshima. 

Los soviéticos probaron su propia bomba H, la RDS-6s, nueve meses más tarde. 

En teoría, la potencia de una bomba H no tiene límites. Así, por ejemplo, los soviéticos probaron la bomba más grande de la historia, la “Bomba del Zar”. Fue lanzada por un avión el 31 de octubre de 1961 sobre el archipiélago Nueva Zembla, en el mar de Barents, dentro del círculo polar ártico. Pero era demasiado grande para ser práctica.

Próxima y última nota de esta serie: El mundo convive con la proliferación nuclear

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