BRENDAN SMIALOWSKI / AFP

Cómo dejar un alto cargo dignamente y cómo no hacerlo

Donald Trump está brindando una lección que todos los líderes, salientes o no, deberían estudiar

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19 de noviembre de 2020 a las 14:35

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Por Andrew Hill

Para un líder poderoso, hay pocos adjetivos más deprimentes que “saliente”. Cualquiera que sea el término que se use — "pronto para partir" o "en camino a la puerta” — la idea es mortificante para el líder.

Donald Trump, el presidente saliente estadounidense, ya está sintiendo el efecto de su derrota. Los presidentes derrotados o salientes tienen que soportar un prolongado período en un ‘purgatorio’ — casi 80 días en el caso del Sr. Trump — que va desde el día de las elecciones hasta la toma de posesión de sus sucesores. Eso es un largo tiempo para llevar la etiqueta de presidente “saliente” o, peor aún, la de presidente “pato cojo”, lo cual parcialmente explica su deseo de utilizar las herramientas del gobierno para aferrarse al escritorio de la Oficina Oval.

Sin embargo, a pesar de sus mejores esfuerzos y de los de sus seguidores en desafiar el resultado electoral, la autoridad del Sr. Trump ya se está desvaneciendo a favor de Joe Biden. Mientras tanto, el Sr. Trump está brindando una lección práctica acerca de las salidas indecorosas que todos los líderes, salientes o no, debieran estudiar.

Los líderes empresariales pueden influir sobre cuándo parten con más frecuencia que sus homólogos políticos. Incluso ellos agonizan por el momento y por el marco de su salida. Si anuncias una fecha de salida demasiado pronto, enfrentarás un largo camino hasta la línea de llegada mientras tu sucesor te observa con ansias. Una vez que ha comenzado la cuenta regresiva, la junta directiva a veces pone fin al sufrimiento de los líderes en el período de ‘cojera’ antes de lo planeado.

El deseo de retrasar lo inevitable es comprensible. El camino que se aleja del poder está salpicado de pequeñas humillaciones. El chiste acerca de los exlíderes que se instalan en el asiento trasero de un automóvil estacionado y esperan que se mueva adelante de inmediato contiene una pizca de verdad. El día que Tony Blair dejó el cargo de primer ministro del Reino Unido en 2007, él llegó a su distrito electoral en tren y, según los informes, instintivamente se dirigió hacia un BMW que estaba en espera, antes de que le dijeran que tendría que meterse en un vehículo mucho más humilde.

El mercado de influencia — un poco como el mercado de valores durante la semana pasada — rápidamente se ajusta a las nuevas realidades.

Como corresponsal saliente de este periódico en Milán durante la década de 1990, yo organicé una recepción con bebidas para agradecer a mis contactos y presentar a mi reemplazo. Tan pronto como hice mis comentarios de despedida, mis invitados se arremolinaron alrededor de mi colega entrante y me abandonaron en el bar con una copa de prosecco que rápidamente se calentaba.

En un nivel mucho más alto, en un evento en la Reserva Federal de Chicago hace unos años, los banqueros centrales fueron clasificados de una manera extrema de acuerdo a su proximidad a las ‘palancas’ del poder monetario. A los funcionarios que ocupaban sus cargos en aquel momento se les colocó en el medio; a todos los demás a un lado. Para hacer la situación todavía más obvia, a los exbanqueros de alto nivel — incluso a Ben Bernanke, una vez el todopoderoso presidente de la Fed — se les entregaron etiquetas con su nombre que indicaban su posición como “exlegislador”.

Aunque los consejos acerca de cómo los directores ejecutivos deben manejar sus primeros 100 días abundan en la sección de “cómo liderar” de las librerías especializadas en temas empresariales, los estantes de “cómo salirse del cargo” están en gran parte vacíos, aparte del obvio (pero aún ignorado con frecuencia) imperativo de hacer un plan de sucesión.

Un consejo, más relevante para los presidentes descontentos que para los directores ejecutivos desilusionados, es resistir la tentación de sabotear o socavar a su sucesor. Cuando los tribunales finalmente le adjudicaron las elecciones presidenciales de 2000 a George W. Bush, en vez de a Al Gore, el personal saliente de la Casa Blanca del Sr. Clinton fue acusado de gastar bromas y de vandalismo menor. Los casos más notorios fueron los intentos de eliminar la “W” de los teclados del ala oeste. Una investigación oficial examinó las denuncias de escritorios cuyos cajones habían sido sellados con pegamento; de sellos presidenciales que habían sido robados; de perillas de puertas faltantes; de mensajes de voz en broma; y de un archivador atascado que, una vez abierto, contenía calcomanías de la campaña del Sr. Gore.

Una sugerencia más generalizadamente aplicable es la de mantenerse entre la tentación de holgazanear y la atracción de llevar a cabo un gran gesto final. Cualquiera de las dos alternativas puede ser contraproducente. Una vez que la transición ha comenzado, las oportunidades para asegurarse una reputación diferente a la que ya se ha construido son escasas. Sin embargo, el riesgo de arruinar cualquier credibilidad restante sigue estando vigente. La estrategia más sensata es hacer el trabajo por el que se te paga lo mejor que puedas hasta el momento en que te alejes de tu escritorio. Tal vez no tengas otra opción. George W. Bush, quien supervisó una civilizada entrega de poder a Barack Obama en 2009, tuvo que luchar contra la intensa crisis financiera hasta el día en que se fue.

Lo que suceda a continuación está en manos del líder saliente. Podrías simplemente seguir la promesa hecha por el primer ministro británico Stanley Baldwin en 1937: “Una vez que me vaya, me voy. No voy a hablar con el hombre del puente de mando y no voy a escupir en la cubierta”.

O se podría abandonar toda gracia, aplomo y dignidad y esperar a ser sacado gritando de la oficina ejecutiva. Pero parafraseando el comentario del Sr. Biden acerca de la renuencia del Sr. Trump a admitir su derrota, “¿Cómo puedo decir esto con tacto? No ayudará a su legado”.

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