De Leslie Ford, del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
De Leslie Ford, del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
Querida Magdalena:
Antes de que, en pinceladas hegelianas, Francis Fukuyama nos entretuviera con el fin de la Historia, la expectación del fin del mundo gozaba ya de una tan antigua como intermitente popularidad.
Merece ser recordada la famosa broma que hizo Orson Welles, en su versión radiofónica de “La guerra de los mundos”, en 1938, convenciendo a muchos de que los Marcianos habían venido a aniquilarnos y a tomar posesión de la Tierra. El hecho de que se juzgara creíble el anuncio es indicativo de hasta qué punto el fin (violento) del mundo era considerado por muchos como un evento de no-ficción, congruente con la lógica interna del Universo.
El cine ha tratado directamente la cuestión en diversos tonos, desde el angustioso drama a la comedia ligera. Mi preferencia cinematográfica findelmundista está con dos películas muy distintas entre sí pero que, cada una a su manera, se toman el tema muy en serio: “Dr. Insólito” (1964) de Stanley Kubrick, y “Terminator” (1984) de James Cameron.
Pero el género es lo que es, no por la radio ni por el cine, sino por un texto del Nuevo Testamento, de finales del siglo I, conocido como el Apocalipsis -es decir, la Revelación. Si las narraciones sobre el fin del mundo se llaman apocalípticas, el adjetivo deriva de aquel libro que da nombre al género. Y, creo que sería difícil no estar de acuerdo con quienes sostienen que se trata de una obra insuperable. Más allá de su significado espiritual, ofrece imágenes que atrapan la imaginación con una fuerza demoledora, inigualable.
Recordará seguramente la apertura de los Siete Sellos que deriva en una lluvia de calamidades: “…se produjo un gran terremoto y el sol se ennegreció… y la luna se hizo toda como de sangre… y las estrellas del cielo cayeron a la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento, y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla…”. Es la totalidad del cosmos la que se tambalea, con un impulso destructor, consecuencia del mal, contracara del impulso creador de Dios que se encuentra en los relatos del Génesis.
La capacidad gozosamente destructiva del hombre fue descrita también por su filósofo favorito, Federico Guillermo Nietzsche, en algunos textos apocalípticos que he leído recientemente. Más poderoso que la bomba de Hiroshima que prefigura, y aún más devastador, el mensaje aterrador que Zarathustra murmura para sí mismo cuando viene hacia nosotros está contenido en estas pocas palabras muy simples: «No saben que Dios ha muerto”. Sin un absoluto que le sirva de referencia, el hombre pierde en realidad la noción del bien y del mal -como bien subraya Dostoyevski en “Los hermanos Karamasov”. Pero el propio Nietzsche no parece ser ingenuo respecto de las consecuencias de su propia filosofía: “Seremos testigos de trastornos nunca antes vistos en la historia del mundo, los terremotos se extenderán por la tierra, las montañas y los valles serán desplazados, y todo lo que hasta ahora era imaginable será superado… habrá guerras como la tierra nunca antes ha visto… Conozco el embriagador placer de destruir en un grado proporcional a mi poder de destrucción”.
No conozco lo suficiente su obra, para saber si su amigo Nietzsche es el gran fundador del nihilismo contemporáneo o, por el contrario, su gran denunciador. En su poética se mezclan quizás el placer de la palabra y la lucidez ante el espanto. Es difícil saber de qué lado de la línea se encontraba él mismo, pues da la impresión de ser cuidadosamente ambiguo y dejar siempre abierto su pensamiento a las más contradictorias interpretaciones. Pero cuando habla del mal no podemos menos de pensar si la profecía no se ha cumplido ya, pues es difícil imaginar algo peor que Auschwitz o Hiroshima.
En la eterna polémica entre la filosofía del filósofo y su biografía-que usted redondeó con misericordiosa ternura la semana pasada- algunos absuelven a Nietzsche de todo nihilismo. Si usted pudiera, por un momento, desprenderse de su amor juvenil hacia él y darnos algunas claves de interpretación, quizás podamos mirar el Apocalipsis que se desarrolla ante nosotros, sin echarle todo el tiempo a él la culpa de todo lo malo que pasa en el mundo.
De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie:
Creo que ya se lo comenté, pero soy de las que cree que la casualidad no existe. Todo hecho tiene su causa y, así, estamos inmersos en un gran orden cósmico –no siempre comprensible- regido por la Ley de la Causalidad. Esta acotación viene al caso, porque unas horas antes de recibir su misiva había estado leyendo sobre el reciente Final Cut de Apocalypse Now, la célebre película de Francis Ford Coppola, que este año celebra su 40 aniversario. Le confieso que cuando leí el título enseguida presumí que en su carta iba a aludir al flamante estreno de la novel versión de lo que a mi juicio es la mejor película del género apocalíptico. Pero claro que no en el sentido “findelmundista”, sino en el más originario, que significa revelación o acto de remover el velo de lo no descubierto.
El guión de Apocalypse Now está basado en la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas (Heart of Darkness) que, a su vez, se identifica en forma implícita con el pensamiento de Nietzsche: “Ya veis como los puntos se conectan”, diría Steve Jobs.
La novela de Conrad está inspirada en su propia experiencia en el Estado Libre del Congo, que era en ese entonces propiedad del rey Leopoldo II de Bélgica, y es considerada una de las mejores críticas al colonialismo europeo en África. En ella Conrad relata su travesía por la selva del Congo, realizando un paralelismo sublime con el descenso a las profundidades del alma humana. La novela es una declaración de nuestra terrible fragilidad moral ya que descubre el salvajismo ancestral en el que puede caer el hombre cuando se aleja de los límites impuestos por la civilización. “¿Principios? Los principios no son suficientes. Son solo vestidos, trapos que vuelan a la primera sacudida.” El corazón de las tinieblas es, así, una revelación del lado oscuro de nuestra psiquis, reprimido en el hombre civilizado. Conrad descubre la capacidad destructiva del hombre, contenida bajo el fuerza represora de la ley, y que aflora desde las honduras de nuestra psique cuando el animal salvaje -que persiste olvidado y abandonado en nosotros, sujetos civilizados- franquea los barrotes de su jaula.
Pero usted me pide que le hable de Nietzsche, y aunque sospecho que no podré desprenderme del amor (ya no juvenil, por cierto) que le profeso, igual intentaré ofrecerle algunas claves, lo más desapasionadas posibles, para la interpretación de su pensamiento.
Más que un “crudo narrador de la verdad”, pienso que Nietzsche fue su más ferviente amante y examinador. Amante, por su incansable deseo de aprehenderla, y examinador, por su inquebrantable voluntad de cuestionarla, sin importar cuánta soledad, dolor o incomprensión tuviera que padecer por su afán de ponerla a prueba. Esto hace de Nietzsche cualquier cosa menos un apóstol del nihilismo prevaleciente en esta era de la posverdad. De hecho, esa apología al poder de destrucción que usted transcribe en su carta es, en realidad, la contracara necesaria del poder de creación que Nietzsche adoptó como leitmotiv tanto en su obra como en su vida.
A primera vista sí puede resultar devastadora su observación “No saben que Dios ha muerto”, pero es sumamente liberadora cuando la examinamos con más detenimiento. Porque “Dios” representa para Nietzsche toda verdad investida de carácter absoluto, y por tanto, impasible de ser cuestionada. Y de cara a una verdad tan categórica, la voluntad de descubrir o crear alternativas es tan inútil como insensata.
Nietzsche identifica en el propio ser humano ese impulso creador que los relatos del Génesis atribuyen exclusivamente a Dios. Y para poder crear (que en Nietzsche es sinónimo de pensar, y por eso refiere al “filósofo como artista”) debemos destruir los prejuicios y creencias que, tatuados en nuestro fuero más íntimo, nos mantienen confinados en “la minoría de edad” que Kant identificó con la imposibilidad de pensar autónomamente.
Como San Juan en su Apocalipsis, tanto Conrad como Nietzsche descubren el mal que emana de nosotros, mortales vulnerables y contradictorios. Pero la auténtica revelación que nos muestra Nietzsche, y también Conrad, es que ese mal se potencia y desborda dentro de las cárceles que nos construimos y en las que nos confinamos en forma más o menos consciente, porque como bien dijo Camus, “el hombre es el único animal que se niega a sí mismo”.