Alicia y Juan Ignacio

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Desatando el misterio y el nudo familiar: la historia detrás de El retrato de mi padre, una de las películas más emotivas del año

En su último documental, el realizador uruguayo Juan Ignacio Fernández Hoppe investiga la extraña muerte de su padre, ocurrida en circunstancias no aclaradas durante su infancia
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14 de octubre de 2023 a las 05:04

El nudo familiar suele desatarse así: a partir de relatos que se entrecruzan en puntos discordantes, pisando terreno cenagoso, abriendo cajones cerrados por años, contrastando fotos borrosas con recuerdos todavía menos nítidos. A veces, el nudo familiar se desata con cosas más concretas: haciendo una película, por ejemplo. O soñando. O preguntando en los lugares correctos. O dándose cuenta de que, al final, el nudo no se puede desatar y es parte de lo que somos.

Si Juan Ignacio Fernández Hoppe desató o no el nudo de la muerte de su padre tendrá que decidirlo el espectador al salir de la función de su última película, el documental El retrato de mi padre, que actualmente está en cartelera en cines locales. Lo que sí se puede decir es que a la decisión él la tomó, que lo buscó: en un momento, el misterio del final de la vida de ese hombre orondo, alto, con poco pelo y a quien conoció muy pocos años necesitó dejar de ser, justamente, un misterio. Y por eso Fernández tomó cartas en el asunto. Buscó, habló, preguntó, investigó. Y todo partió de un sueño donde la figura paterna, en realidad, estaba partida en dos.

Pero antes, de todos modos, un alto en el camino para dejar las cosas claras, o para darle paso a la voz de Fernández que, después de su ópera prima Las flores de mi familia (2012), define su trabajo más reciente de la siguiente forma:

«Mi padre fue encontrado muerto en la playa con psicofármacos entre sus cosas. A pesar de la sospecha de suicidio, mi madre —psiquiatra de profesión— consideró innecesario hacer la autopsia. Yo tenía ocho años. Treinta años después, contando con la ayuda de una caja con sus pertenencias, me lanzo a reconstruir su imagen. Lo descubro como un músico inclasificable y musicoterapeuta de adolescentes discapacitados, pero nada de eso es seguro en esta búsqueda, siempre envuelta en la niebla de la enfermedad psiquiátrica, el abuso de la medicación y el cuestionamiento de mi madre a cada uno de mis hallazgos.»

Hay mucho para desmenuzar a partir de esta definición de la película. Palabras claves que resuenan antes, durante y después de ver lo que ya es uno de los mejores estrenos uruguayos del año. Pero antes, lo dicho: el sueño. Los dos padres.

El sueño, los dos padres

No fue la primera vez que soñó con él, pero sí la primera vez que se le aparecieron los dos: el padre biológico y el padrastro. Porque Fernández Hoppe, por un montón de motivos que no vienen al caso, pero que indefectiblemente se vinculan y quizás algún día terminen en otra película, es tan hijo de Juan José Fernández como de Jorge Varlotta, mejor conocido por su nombre de escritor: Mario Levrero

Varlotta —o Levrero, para nosotros— fue pareja de su madre, Alicia Hoppe, durante años —véase: el libro recientemente editado Cartas a la princesa, o El discurso vacío y una pieza fundamental de la vida del realizador. Funcionó como una figura paterna peculiar, muy pesada, con la que tuvo un vínculo que, al final, terminó colocándolo como albacea de la obra del escritor junto a su madre. Pero eso es otra historia.

“Podemos saltar a cuando tenía 33 o 34 años”, dice el realizador pasa sobrevolar todo lo demás: su infancia en Colonia junto a Alicia y Levrero, su formación en la Universidad Católica, un primer corto donde la idea del duelo ya estaba tomando forma, y luego el impulso por ir hacia la búsqueda de una forma propia de hacer cine. La entrevista con El Observador donde dice esto es en el café de Cinemateca; allí Fernández Hoppe espera a que llegue un piano para una función especial que habrá ese día. Esa empresa, la del piano, concentra buena parte de sus obsesiones y atenciones del día. El resto se las consume su película, que ha revisado y analizado in extenso en la última semana en diferentes instancias ante el público, en un camino que empezó en un emotivo preestreno en el DocMontevideo, el pasado 25 de julio.

“Están estos sueños, una serie de sueños en que él me visitaba, pero no sólo mi padre, sino también mi padrastro, Jorge, Levrero. Y había un diálogo ahí. Por eso la película se llamó durante mucho tiempo Los sueños de mis padres. Los iba a retratar a los dos, pero después pasó a ser Los sueños de mi padre cuando Levrero se cayó de la película en montaje, y luego cambió varias veces de título hasta llegar al El retrato de mi padre. Llené cuadernos con esos sueños. Y tenía que ordenarlos”.

El orden llegó en Buenos Aires. Fernández pasó un tiempo allí trabajando junto al guionista Esteban Student, que lo auxilió en un momento en que la cantidad de información y los caminos hasta el fantasma de Juan José eran desbordantes. 

Juan Ignacio Fernández Hoppe

“Esteban es un tipo vieja escuela, no maneja la computadora, te recibe en la casa de la madre en una gran mesa con cuadernolas, libros, té, café. Ahí arranca a exponer, y vos le preguntas algo y entonces se te va sacando una cita, después un recorte, una fotocopia, otra cita, y películas. Es un obsesivo total. Me decía ‘Juancito, mandame ese sueño que me contás’, y lo subrayaba, lo analizaba, lo asociaba a la psicología, a la astrología, a los arquetipos, lo relacionaba con otras películas. Era un desborde total”.

Pero en ese desborde, Student lo ordenó. Y le marcó el camino hacia lo que quería contar. Su relato.

El relato

Como buena historia familiar, el hallazgo del cuerpo sin vida de su padre en una playa de Salinas está teñido por los mitos, lo que se piensa que pasó, lo que algunos confían que pasó, lo que dicen los pocos registros que hay, y ahora lo que Fernández Hoppe, que tiene 42 años, averiguó. O lo que fue averiguando mientras su cámara, a veces de forma más solitaria, otra en la compañía de dos de sus pilares en la realización —los también cineastas y editores Guillermo Madeiro y Guillermo Rocamora—, le permitía saber. Pero de nuevo, como buena historia familiar, las líneas de la verdad son muchas. ¿Cómo se transforma eso en una película? ¿Dónde se unifica el relato de lo que pasó o pudo haber pasado?

“La pregunta fundamental fue si lo suyo fue un suicidio, un accidente y, sobre todo, por qué debería revisar la vida en contraste con la muerte, con ese final, la muerte como pretexto para reconstruir a ese padre, reconstruir su vida”, dice Fernández. “Pero desde el momento en que decidimos que a partir del minuto 1 ya se plantee que hay una muerte sospechosa de suicidio, inevitablemente es algo que vas a tener que abrazar y al final responder. Por más que la película por momentos, digamos, pegue un codazo, derive en otras cosas y eso parezca olvidado, luego vuelve.”

De nuevo, el realizador uruguayo vuelve sobre la figura de Student para establecer la línea que marcó a la construcción de su relato. La película, en más de un sentido, es un campo de batalla, una disputa. Y la primera de esas peleas es por el sentido de los hechos. El alma de los hechos, dijera Onetti, a quien el director a veces cita.

“Student diría que es la disputa por el sentido común, y que un relato con conflicto implica que hay una disputa por cuáles fueron los hechos, por qué, cuáles fueron las motivaciones detrás de esos hechos. Acá hay una disputa por la verdad y otra que se da en la narración, en el relato. ¿Qué es lo que pasó? En la película se ve que mi experiencia directa con mi padre está muy reducida frente a todos los demás miembros de mi familia que sí tienen experiencia directa transformada en relato. Yo parto siendo el último de la clase, y durante el proceso me sentí mucho así; sentía que estaba estudiando para poder llegar al nivel de los demás. Había una presión. Y sin dudas que hay una batalla en ese sentido”, asegura. 

Pero, de nuevo, esa no es la única disputa, las únicas fuerzas de choque que se entrecruzan en esta historia de recuerdos, familia y descubrimiento. Hay, por supuesto, un elemento poderoso, un oleaje que no puede frenarse, una suerte de fuerza natural que tiene tanto peso que no solo se cuela en la obra anterior de Fernández, sino también en buena parte de la de Levrero, su padre adoptivo: Alicia Hoppe. Su madre. 

Su antagonista y colaboradora.

La madre

“Esta es una película que viene del padre, pero en realidad, cual muñeca rusa, se abre y lo que encontrás en realidad es una madre”, dice Fernández cuando el nombre de Alicia aparece, inevitable, en la conversación. Y es lógico: Alicia Hoppe es ineludible.

Si uno se pasea por algunas de las reseñas de la película que hay en sitios como Letterboxd, una red social donde seguidores del cine puntúan y escriben sobre las películas que ven, además de varios espectadores que aseguran haberse visto conmovidos por la historia de El retrato de mi padre, aparece este comentario:

“te amo Alicia, soy tu fan ♥️”

No parece muy desmedida la expresión de cariño: el personaje de Hoppe en la película, diferente a quien es en Las flores de mi familia —primera película de su hijo— y al personaje de los libros de Levrero, aparece como una suerte motorcito para el desarrollo narrativo de lo que sucede en pantalla. “Ella es el combustible que hace avanzar a la película”, asegura Fernández.

Si no está mi madre no hay película. El enfrentamiento, el conflicto, está ahí, con ella, porque mi madre, además de ser un personaje en sí mismo por el interés que despierta, cumple de alguna manera una función de antagonista. Y al mismo tiempo es colaboradora, y todo es muy interesante porque las cosas se oponen, nosotros nos oponemos. Durante la producción me preguntaba, ¿cómo trabajar las fuerzas de la oposición, las fuerzas de la negatividad, en el cine autográfico? Es muy difícil y suele fallar, porque estás trabajando con personas queridas, y por eso es muy difícil construir en ellas una especie de antagonista. Pero bueno, ella funciona como uno y al mismo tiempo es una madre que está cuidando a ese hijo y que no le quiere decir nada que lo pueda lastimar. Alicia es enorme, es compleja, por algo ya tiene tantas novelas y películas”, asegura entre risas el director/hijo.

Alicia vio algunos cortes de la película, pero jamás hizo comentario alguno sobre cómo ella es representada. Es claro que en el corte final no sale mal parada, pero eso a Fernández lo dejó tranquilo, y también lo tranquilizó el momento en que, en uno de los cortes que vio, ella le especificó que tenía que ir más a fondo, llegar al centro mismo de las sombras de su padre, que se tenía que animar a decir lo que no se podía decir. El trabajo de convencimiento, en tanto, fue mutuo. 

“Yo no tenía que convencerla de que la muerte de mi padre fue un accidente o un suicidio, porque eso es un pretexto para la película, sino que tenía que convencerla de que mi padre fue valioso, que de alguna manera podía lograr que el amor volviera, que hubiera una reunión familiar entre nosotros”, explica.

La reunión familiar

El retrato de mi padre lo tiene a Fernández Hoppe en el centro de la investigación, en pantalla, preguntando, titubeando, yendo hacia adelante y el costado. No hay voz en off que lo contenga: está el trazo de un tanteo entre archivos y recuerdos, entre memorias y voces que hablan desde el hoy.

“Me acuerdo que un editor español me decía ‘no vas a parar hasta que abraces a tu padre, hasta que no aparezca él’, y creo que el final, sin revelar la última escena, es lo más cercano a esa experiencia directa”, dice el director en relación a una decisión que incide directamente en el resultado final: esa ausencia paterna que se escucha, un espacio en blanco que resuena durante todo el metraje.

En un momento existió la posibilidad de verlo en movimiento. A la producción se le cruzó la oportunidad de poder sumar un documento de video donde se podía ver a Juan José Fernández en acción. Al final por diversos motivos se descartó. El director sigue pensando cómo hubiesen resonado esas imágenes en el marco de lo que su película es ahora.

“¿Qué hubiera sido de la película con ese material? Verlo en acción… Tal vez esa potencia de estar buscando a ese fantasma, a ese hombre evanescente que no se deja agarrar del todo no estaría. Uno se olvida la cantidad de información que da la simple visión de un cuerpo en movimiento, de un cuerpo con vida. Por eso trabajar ese vacío es hacer que sus objetos bailen.”

Al final, Fernández es exitoso: el retrato de su padre existe. ¿Y cómo se construye? A partir de todo lo anterior: entre sueños, con la obsesión por el dato, la investigación que atraviesa los relatos familiares entrecruzados, el impulso y el motor de una madre catalizadora. Todo eso forma un gran nudo para, irónicamente, intentar desatar el principal. Si Juan Ignacio Fernández Hoppe lo desató o no, deberá decidirlo cada uno. Lo que sí está claro es que logró una película removedora, de esas que se expanden con el tiempo y ganan profundidad, una que mueve las estanterías y que es muy inteligente a la hora de saber cuál es la historia que tiene que contar. Y cómo se llega hasta allí. A veces atando, a veces lo contrario. Pero siempre con el nudo correcto en el centro. Los hilos enredados que forman a una familia.

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