Juan Samuelle

El carnaval que queremos (y que nos merecemos)

Es importante cuidar la calidad moral del espectáculo que se ofrece al público

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23 de febrero de 2022 a las 05:02

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Aunque los carnavales del mundo sean distintos entre sí, comparten algunos aspectos básicos. En Artigas, Gualeguaychú y algunas partes de Brasil, la música, los trajes, el color, los carros alegóricos, la danza y una alegría generalizada caracterizan a esta festividad que nunca carece de un componente importante de fiesta callejera.

En algunos países de Europa, como Alemania, Austria, Bélgica y Suiza, el disfraz tiene un rol central: las personas salen a las calles disfrazadas para participar de ceremonias públicas (desfiles, procesiones, etc.) y divertirse como parte de una masa de gente que llena el espacio público de color, como también ocurre en Río de Janeiro, en las fiestas callejeras que se desarrollan al margen del carnaval oficial del Sambódromo. En Venecia, la máscara y el traje elaborado (siempre con un toque clásico) caracterizan un carnaval que define los imaginarios sociales vinculados a esa ciudad italiana. En Cádiz, el género de la chirigota hace del humor verbal apoyado en música su principal recurso creativo (de manera muy similar a como lo hace la murga uruguaya). En todos estos casos se evidencia una apropiación del espacio público para utilizarlo como escenario de disfrute, risa y fiesta.

Quienes han estudiado el fenómeno del carnaval han identificado que, desde épocas muy anteriores a la nuestra, esta práctica cumple una función social específica: se trata de un espacio de libertad y transgresión en el que el actor colectivo “pueblo” se reúne en el espacio público y parodia, desafía y se ríe de la autoridad de manera permitida y controlada (no solo por la tradición, sino también por la autoridad que es criticada).

El componente de crítica y burla al poder explica la centralidad de la máscara (o del maquillaje que oculta el rostro) en el repertorio básico de cualquier carnaval del mundo: la liberación, la protesta y la crítica se hacen desde el anonimato, literalmente sin dar la cara. La tendencia del carnaval a funcionar en torno a grupos (escuelas de samba, cuerdas de tambores, murgas, comparsas, masas de gente que salen a las calles disfrazadas, etc.) refuerza este aspecto: el individuo se diluye en la masa para reírse de la autoridad sin correr mayores riesgos. El ocultamiento de la identidad personal es clave en este sentido.

Luego de una pausa en 2021 debido a la pandemia, Uruguay volvió a celebrar su largo carnaval. Con él, se reavivaron los debates respecto a qué es moralmente aceptable y qué no según el pacto que el género carnavalesco propone a quienes lo consumen. Referencias al fallecimiento repentino del ministro Jorge Larrañaga que luego fueron eliminadas del espectáculo (Cayó la Cabra). Imitaciones de figuras públicas como el presidente Luis Lacalle Pou (Los Muchachos) y la senadora Graciela Bianchi (Queso Magro) que para muchos rayan lo ofensivo, aunque los imitadores declaren hacerlas con respeto. Una referencia a Nacho Álvarez como un tipo de basura (La Trasnochada). Agrupaciones que hacen explícito su apoyo al Sí en el referéndum por la Ley de Urgente Consideración que ocurrirá a fines de marzo. Estos son solamente algunos ejemplos que sirven para ilustrar el debate que el carnaval aviva en nuestra esfera pública.

Recientemente, una intervención de la dirigente sindical Valeria Ripoll en la que, en su nuevo rol como panelista en el programa televisivo Esta boca es mía, critica al carnaval circuló como pólvora en WhatsApp para demostrar que “los de izquierda” también tienen reparos respecto a este evento cultural. En su intervención, Ripoll afirmó que el carnaval de este año “parece un acto político” y que ya no puede ir a los espectáculos a divertirse, sino que más bien se trata de instancias en las que le “bajan línea todo el tiempo”.

El carnaval es por definición popular. En Uruguay del siglo XXI, lo popular es de izquierda. Por lo tanto, el carnaval uruguayo es de izquierda. Este parecería ser el razonamiento que condiciona los debates en torno al carnaval en nuestro país. Así, el carnaval deja de ser un espectáculo en el que lo popular se opone a lo oficial – “lo de abajo” se opone a “lo de arriba”, en términos espaciales – y se tiñe de colores partidarios, abriendo así un eje que oscila entre la derecha y la izquierda.

La asociación entre lo popular y la izquierda que se ha vuelto dominante en nuestro país tiende a desdibujar la esencia del carnaval como práctica social que cuestiona, ridiculiza y critica el poder.

El carnaval puede ser popular sin teñirse de colores partidarios. Puede ser un juego vertical (abajo-arriba), sin incluir los extremos horizontales (derecha-izquierda). El carnaval puede reírse del poder, del gobierno, de la autoridad, de la sociedad y de tantas otras dimensiones de la vida sin entrar en el terreno político-partidario.

El carnaval uruguayo tiene una serie de matices que lo vuelven único en el repertorio de prácticas culturales del mundo. En particular, la murga se posiciona como un género interesante y atractivo por la combinación que hace de la puesta en escena, el vestuario colorido, la composición poética y la función crítica. Es precisamente la murga el género que provoca debates morales sobre el rol que el carnaval debería cumplir en la esfera pública uruguaya y, en particular, sobre cuáles son (o deberían ser) sus límites. ¿Dónde termina el humor y comienza la ofensa? ¿Está todo justificado simplemente porque el carnaval es una práctica popular que se ríe de la cultura oficial? ¿Hay límites que las costumbres uruguayas puedan imponer a lo que vale y lo que no arriba de un tablado? ¿El arte debe ser totalmente libre, sin ningún tipo de restricción moral?

No todo vale arriba del tablado. Es cierto que el carnaval es fundamental para que una sociedad tenga un espacio compartido de risa, burla, parodia, sátira, crítica y diversión. Pero también es cierto que ese espacio no puede estar orientado a la destrucción sin más. El carnaval es un espacio muy fértil para construir nuevos sentidos colectivos y para que una sociedad se conozca mejor como sociedad. La imitación, el chiste, la parodia, la rima y otros recursos utilizados por las murgas pueden conformarse con provocar, pero también pueden intentar construir. Toda provocación puede ser constructiva, aunque no toda provocación sea de hecho constructiva.

Pensar el tipo de crítica carnavalesca que queremos y que estamos dispuestos a aceptar como sociedad es un paso fundamental para delinear el tipo de espectáculo que nos gustaría ver en un tablado. La murga es un género artístico que ofrece un espectáculo único y del que el Uruguay puede estar orgulloso. Pero es importante cuidar la calidad moral del espectáculo que se ofrece al público. Por suerte, los episodios que generan debate por rayar la ofensa o la falta de respeto son pocos. Con todo, sirven para pensarnos críticamente como sociedad y visualizar cuáles son los límites morales que rigen (y que queremos que rijan) lo que hacemos en la esfera pública.

*Consultor en comunicación, docente universitario e investigador del SNI

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