Hay dos frases que se escuchan siempre que se llega al límite de déficit, de endeudamiento, de inflación o de presión fiscal: “se soluciona con crecimiento, no con ajuste” y “como el gasto no se puede bajar porque es social, hay que recurrir a más o nuevos impuestos y tarifas”. A la que se le podría agregar un corolario casi pueril: “hay que poner más plata en el bolsillo de la gente”. Que en definitiva quiere decir que hay que recurrir a más déficit, más deuda, más inflación o más impuestos, (las tarifas orientales son un impuesto) una especie de tautología sin final.
Un trabalenguas mental en el que se enredan quienes usan la retórica o el relato para justificar que han repartido lo que no debían y no quieren decirles a los beneficiarios que lo que recibieron -en nombre de la justicia social y los derechos de los que menos tienen- era provisorio y no tenía sustento económico.
Quien recibe el regalo de un subsidio, un puesto vitalicio en el estado o un aumento de sueldo sin correlato productivo siempre cree que lo merece, que la sociedad le debe un mínimo de bienestar y que los que “más tienen” deben sufrir más, como dice el camarada Andrade.
Como si “tener más” fuera un delito, un robo o una injusticia.
Esa división ideológica fomentada entre los que más tienen y los que menos tienen, es esencial a las variantes de populismo latinoamericano, porque permite -al menos por un rato– encontrar dónde meter la mano para sacar la mezcla necesaria para tapar los agujeros que se han horadado alegremente antes.
Este populismo es de doble vía. Va desde el gobierno a la gente y viceversa. Es la demagogia económica, que suele explotar cuando se acaba la plata, donde los gastos y las conquistas que parecían intocables e irrenunciables terminan ajustándose por la fuerza de la realidad de la peor manera posible.
La espiral que lleva a la implosión a veces o a la explosión otras, parte de creer que no hay una relación entre el bienestar y el esfuerzo que se hace para conseguirlo, o peor, que el esfuerzo y el mérito de ciertos individuos debe ser disfrutado por toda la población, como si la ciudadanía fuera una carga social, una esclavitud para los que generan riqueza. La migración, un derecho que se reclama para los que se van de un país buscando otro más generoso, debería también garantizarse para los que generan riqueza y quieren encontrar un país que no los considere un enemigo al que expoliar.
El concepto del déficit controlado como forma de encontrar un amortiguador entre lo que se produce y lo que se regala, es necesariamente temporario y mentiroso, y conduce a dicotomías que se hacen grietas. El peligro de hacerle creer a la sociedad (o permitir que lo crea) que tiene derecho divino al bienestar sin esfuerzo es que tal derecho se vuelve infinito y no se puede financiar. Ni aún con más impuestos a los que producen.
El Estado se arroga el papel de árbitro en esa cinchada, como si fuera legítima. Eso aumenta su tamaño y su protagonismo y termina siendo un pésimo juez que cambia las reglas todo el tiempo, sin ningún VAR que lo corrija, salvo que se acabe la plata. En ese momento recurre a más impuestos, hasta que mata la producción, el empleo y la inversión. Y el consumo. Y ahí se llega a la espiral negativa fatal.
Porque todo el proceso descripto no aumenta el tamaño de la economía, sino que lo achica. Por eso es absurdo esperar un crecimiento del río que tape las piedras. Porque llega el momento en que las piedras ocupan todo el cauce y no hay lugar para el agua. Como está ocurriendo. Entonces no “se soluciona con crecimiento y sin ajuste”. No habrá crecimiento si no se detiene el festival de déficit por vía de la reducción del gasto. Y ciertamente, el aumento de la carga fiscal no ha llevado jamás a crecimiento alguno, al contrario. Con lo que el axioma “no se puede bajar el gasto, entonces vamos por más impuestos” también es de una estolidez discursiva insostenible, tanto en la teoría como en la prueba empírica.
En cuanto al corolario “hay que poner más dinero en los bolsillos de la gente”, refiere de nuevo al dilema básico: el mayor ingreso, el aumento de consumo, debe ser la resultante de un crecimiento auténtico vía la inversión, la innovación, el éxito, la competitividad, el output, el valor agregado. No al revés. Poner primero el dinero en el bolsillo de la gente implica sacárselo a otros bolsillos, a los que han sido capaz de ganárselo por mérito propio. De prepo y arbitrariamente.
De ahí que el progrepopulismo fomente la retórica de la grieta entre “los que más tienen” y “los que menos tienen”, porque intenta ser el sustento filosófico del saqueo fiscal para “poner plata en los bolsillos de la gente”, que hace ganar elecciones, pero no hace crecer el producto bruto ni siquiera el bienestar.
Las elecciones de octubre son el camino adecuado para buscar los mandatos populares que pongan sensatez en las cuentas públicas uruguayas, lo que sería el mejor modo de tornar el gasto supuestamente inflexible a la baja en un conjunto de políticas que lleven a recuperar la competitividad, el empleo y el crecimiento real. Pero aún en tal caso habrá que estar alerta: el progrepopulismo en tal caso jugará su carta caótica en las calles, como ocurrió en Argentina y otros países aún más solidos. Porque solo cree en la democracia cuando logra acceder al poder, que luego pretende ejercer omnímodamente.