Se cae en simplezas cuando se analiza a Jair Bolsonaro, o mejor, al Brasil de Bolsonaro. “Otro Trump, un militarista, fascista, gatillo fácil y homofóbico”, no son descripciones que expliquen el cambio que puede implicar su presencia para la región.
Sobre el símil fácil con Trump, hay que notar algunas diferencias. Trump no tiene un serio problema de seguridad interna, como sí lo tiene Brasil. Su población atemorizada y encerrada, en muchos casos esclavizada por el narco y la violencia. Lo que empezó siendo una amenaza para las clases altas, casi una revancha para los pobres que veían cómo los ricos enrejaban sus casas y blindaban sus autos con una cierta sorna, ahora es una mafia que sojuzga y feudaliza a los sectores más pobres, y los transforma en siervos agradecidos por su protección.
Jair Bolsonaro tiene la misión prometida y conferida de cambiar la historia de Brasil en ese plano. Como le tocó a Álvaro Uribe en Colombia, la de sacar a su país de la plaga del narco. Eso no se logrará en poco tiempo, ni bastará la acción de las fuerzas policiales, como no bastó en Colombia. Si bien no se trata de una guerra interna del estilo de la planteada en ese país, la lucha será feroz, requerirá el uso de todas las fuerzas de seguridad, acuerdos de cooperación activa con la DEA, y un respaldo total del Congreso.
Mientras Trump juega al belicismo tuitero e inventa guerras que justifiquen el reinicio del negocio armamentista y el renacer de Rusia –su aliado secreto, dicen– Bolsonaro encara un problema real y grave. Una guerra frontal, distinta y sin piedad, frente a un rival colosal que carcome los cimientos del Contrato Social y la unidad nacional. Esa fue su promesa, y será su obligación histórica. En esa tarea, apreciará el apoyo activo y moral de sus vecinos. Uruguay, cuyo partido–coalición gobernante acaba de expulsar al secretario general de la OEA por hacer lo que debe, tendrá que elegir de qué lado ponerse. Es muy sencillo. Del lado del narcoanarquismo o del lado de la institucionalidad. El resto son palabras vacías, como lo han entendido los brasileños.
Mientras Trump juega al belicismo tuitero e inventa guerras que justifiquen el reinicio del negocio armamentista y el renacer de Rusia –su aliado secreto, dicen– Bolsonaro encara un problema real y grave. Una guerra frontal, distinta y sin piedad, frente a un rival colosal que carcome los cimientos del Contrato Social y la unidad nacional.
Otro aspecto crucial es el fiscal. Ya con la ventaja de contar con un paquete de leyes heredadas que obligan a controlar el gasto y el endeudamiento, la tarea será llevarlo adelante y cumplir los objetivos que son impostergables si se quiere evitar la quiebra del gigante vecino y de toda la región. Tendrá que enfrentarse a una catarata de reclamos, que si bien no tendrán la belicosidad argentina –fogoneada por profesionales en el saqueo al estado– requerirán firmeza, comprensión y apoyo. Teniendo a la vista el fracaso rotundo de Mauricio Macri por intentar el timorato gradualismo nadista, es harto probable que Jair avance de entrada en estos temas, para abrir el camino de una pronta recuperación tras el shock inicial. Ese proceso forzará a sus casi exsocios comerciales a tomar posiciones. Caer en precariedades como el repudio ideológico y otros infantilismos o aceptar que la política interna de la nación brasileña es cuerda de sus autoridades constitucionales, y hasta imitarla. Esto incluye la reforma al régimen jubilatorio, que Argentina y Uruguay deberían aprovechar para hacer de consuno, no sólo por solidaridad, sino por conveniencia. Pese a que el corro de expertos diga cada tanto que “aún Uruguay no tiene ese problema”, sí lo tiene actuarialmente, aunque cierre los ojos. Por una cuestión de oportunidad política, los tres países deberían reformar el estado gastador al unísono, y no sólo el sistema de seguridad social.
Otro aspecto crucial es el fiscal. Ya con la ventaja de contar con un paquete de leyes heredadas que obligan a controlar el gasto y el endeudamiento, la tarea será llevarlo adelante y cumplir los objetivos que son impostergables si se quiere evitar la quiebra del gigante vecino y de toda la región.
La apertura comercial será más complicada. No por la muerte anunciada de la cláusula 32/00 del Mercosur, sino porque habrá que ver lo que la fuerte industria de Brasil quiere hacer, que difícilmente pase por una libre competencia irrefrenable. Menos aún la industria automotriz, que ha conseguido un pingüe negocio en la zona, donde gana por cada auto vendido el doble en dólares que sus matrices. En realidad lo que Brasil quiere (no ya Bolsonaro) es negociar tratados como le convenga y de acuerdo a sus intereses, sin el contrapeso ni los llantos de Argentina y Uruguay, que ya no le importan demasiado como socios, con razón. Habrá que prepararse para esa alternativa, diplomática y comercialmente. Hará falta un pensamiento superior y superador, no pueril. El clima es otra cuestión de fondo. Trump está en contra del tratado de París por conveniencias de su industria petrolera y conexas, Bolsonaro tiene un problema mayor.
El ataque primermundista sobre la Amazonia, la postrera reserva verde del planeta. Los que se ocuparon de destruir el ecosistema con sus prácticas polucionantes y depredadoras, ahora miran a Brasil y le exigen que cuide el último pulmón terráqueo. Se trata de una cuestión de soberanía. El propio país ha desmontado y arrasado parte de esa riqueza ecológica, es cierto, pero no es distinto a lo que hicieron antes todos los demás. ¿Está dispuesto el mundo a pagarle anualmente el lucro cesante por dejar intacta la reserva? Los desplantes trumpianos sobre el tratado y los desmanes amarillos inducidos en Francia, por un modesto impuesto ecológico a la nafta, dicen que no. Una prenda de negociación para los rioplatenses parias del Mercosur, que podrían ayudar a Brasil a exportar aire limpio. Con contrapartidas, obviamente.
Brasil seguramente retomará su camino de grandeza. Paraguay se colgará del tren de algún modo. Argentina sólo declamará lo que le convenga a Macri para conservar por cuatro años más el poder que no sabe cómo usar.
¿Y Uruguay? ¿Qué hará para exportar con estos costos laborales? ¿A quién culpará de su proteccionismo? El problema no es Bolsonaro.