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El hombre de la playa, un cuento de Martín Otheguy

La primera entrega del ciclo de verano de Te cuento llega con este relato que pertenece al libro El invierno es un lobo que viene del norte
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01 de enero de 2022 a las 05:05

Por Martín Otheguy - El invierno es un lobo que viene del norte

Para mamá, él era simplemente el hombre. Lo veíamos siempre solo, en la playa, vestido con unas bermudas viejas que parecían demasiado grandes, un gorro de visera y las chancletas en la mano. No importaba en qué época fuéramos; el hombre aparecía con puntualidad en la playa desierta o llena, proveniente de algún punto desconocido en el horizonte, bordeaba la orilla llena de cantos rodados y pisaba la costra de mejillones en la arena como si no sintiera nada en los pies. Dejaba las chancletas en cualquier lado, se metía al agua y flotaba un rato como una tabla abandonada en un naufragio, antes de proseguir camino hacia el otro extremo del horizonte.

En marzo, cuando el verano huía por la costa y el viento traía olor a cosas olvidadas, también lo veíamos llegar. A papá le gustaba visitar la playa una última vez, cuando ya no quedaba casi nadie, y despedirse del mar hasta las próximas vacaciones. La sentía suya entonces, sin los gritos de los niños, el ruido de las conversaciones de los grupos familiares o las muchedumbres que intentaban meterse al agua en la única franja de arena donde no había piedras tramposas esperando para hacerte caer y dejarte en ridículo. Decía que aquel aire curaba todo e intentaba llevárselo metido en los pulmones a la ciudad, donde le duraba dos o tres días hasta que las preocupaciones del trabajo y otros asuntos que suelen consumir el tiempo de los adultos empezaban a borrar el olor de la playa y la sensación del cuerpo sumergiéndose en el agua fresca.

Mamá me frotaba con la toalla para sacarme el frío, dejándome impregnada la mezcla del olor ácido de la acetona de sus uñas recién limpias y el dulzón del protector solar que llevaba en la piel. Pero el hombre, que jamás faltaba, nunca parecía tener frío. No hablaba con nadie: solo entraba al agua, flotaba un rato de cara al sol y luego se iba. En julio, cuando el mar era todo rocas y espuma fría, y el calor del verano parecía un sueño recordado a medias, volvíamos a ver la costa. Papá creía que el aire de las sierras y del mar podía curarme del asma que me atacaba en la ciudad, y me llevaba de vez en cuando a la playa, lejos del smog, el polvo y la humedad. Los recuerdos del verano volvían entonces con la marea y me lamían los dedos de los pies, como avisándome que faltaba todavía una eternidad de clases, madrugones y toses de invierno para volver a convertirse en realidad. En la costa solo había restos de naufragios, huevos de caracol, maderas y cuerdas que traía la corriente, que las gaviotas revisaban como ladrones en un accidente. Y estaba también el hombre, por supuesto, al que yo miraba fijo, intrigado, hasta que mamá me llamaba la atención y me obligaba a desviar la vista.

No sabía calcular qué edad tenía. A veces parecía joven –aunque no mucho, desde mi mirada de niño– y otras veces creía que era un hombre mayor, tanto como mi padre o incluso más. La barba le crecía como un jardín abandonado y tenía el pelo negro y corto a los costados; cuando se sacaba el gorro, revelaba una pelada que le brillaba al sol, una boya clara que yo buscaba siempre en el agua. Era alto pero no atlético. ¿Tenía 45 años? ¿50? ¿35? No parecía envejecer mucho, pero ¿qué sabe un niño de diez años sobre envejecer?

***

El tiempo pasó y me convirtió en otra persona, una más grande, a la que le salían pelos en lugares desconocidos, a la que le gustaban cosas distintas y tenía otros intereses para mirar en la playa. Pero el hombre seguía estando ahí, siempre solo, una aparición que cruzaba la línea de la costa, pisaba los cantos rodados, se metía en el mar, se secaba y seguía camino. Lo veía peinarse con la mano un pelo que ya no estaba allí y luego sumergirse en el agua, como si pudiera hacer desaparecer al resto del mundo flotando boca arriba, con los oídos aislados y cubiertos por el agua salada.

Nunca pude averiguar quién era, de dónde venía o dónde vivía. O por qué pasaba los días solo en esa playa que a veces parecía echar a todo el mundo, con aquellas piedras que se reproducían por la noche y que hacían un clac clac fantasmal cuando uno pasaba en silencio. Mis padres, con el tiempo, se olvidaron del hombre, del mismo modo en que los adultos se olvidan las cosas importantes cuando están muy ocupados en llevar su vida hacia alguna dirección. Nuestra casa de verano estaba perdida en una calle solitaria de un balneario con olor a eucaliptus mojado, que yo recorría de arriba abajo con la bicicleta. Jamás había visto allí al hombre, sin embargo. Cuando era niño, preguntaba inútilmente a los vecinos si lo conocían y si lo habían visto, pero al crecer yo también pasé a estar ocupado en llevar mi vida en alguna dirección, comencé a olvidar las cosas importantes y abandoné aquellos intentos.

Mamá, cansada de que lo nombrara cada vez que aparecía, me sugirió que me acercara a él, se lo preguntara directamente y aclarara el misterio de una vez por todas, pero yo jamás me hubiera animado a algo así. Sentía que arruinaría para siempre la historia del hombre de la playa, o que lo haría sentirse por primera vez como un hombre solo, peculiar, o fuera de lugar, y que desaparecería para no volver jamás. Nunca me metía al agua si él estaba adentro. A veces soñaba que nadaba hacia él mientras flotaba de cara al cielo sin moverse, pero que nunca podía alcanzarlo; las corrientes lo iban llevando hacia las profundidades, hasta que la orilla quedaba tan lejos, a mis espaldas, que no tenía fuerza para volver. O soñaba que sí, que finalmente llegaba hasta él, pero al tocarlo solo quedaban entre mis manos algas y cuerdas llenas de mejillones.

El tiempo siguió su curso, inexorable, ajeno a mis preocupaciones, y yo avancé con él. Creí que jamás tendría novia, la tuve, me enamoré, cumplí la mayoría de edad, terminé el liceo, fui a la universidad, perdí la novia sin la cual no creía que pudiera seguir viviendo, seguí viviendo, conseguí trabajo, tuve otra novia. La playa seguía igual, con la sonrisa casi desdentada que formaban las rocas asomando en la orilla, sin preocuparse por los cambios en mi vida. Y también el hombre, siempre solo, siempre igual, caminando de un extremo a otro de la costa.

Regresé a la playa un setiembre caluroso, después de varios años atrapado en la ciudad del polvo, el asma y la humedad. Me senté en la arena con mi novia y miré los cerros en el horizonte, esperando encontrar aquel punto familiar que crecía por la costa. Éramos jóvenes, flexibles, nos queríamos, creíamos que el tiempo se congelaría para siempre. Cuando el hombre apareció finalmente en la playa desierta, le conté su historia y ella siguió su paso con una mirada melancólica. «No siempre va a estar solo», murmuró, y me abrazó hasta que el olor del perfume y el gusto de la sal del mar me hicieron olvidar al hombre, la playa y todo lo que estuviera por fuera de los dos.

***

El tiempo barrió con todo una vez más. Se llevó personas, lugares, recuerdos y trajo otros en su lugar. Me dio un trabajo, se llevó a aquella novia, me trajo alegrías, algunas tristezas, me hizo más fuerte y –al menos eso esperaba– mejor. Volví a la playa solo, en verano, cuando la costa disfraza su verdadera naturaleza con las sombrillas multicolores, los gritos de los niños, la gente jugando a la pelota y el ruido del tránsito en la costanera. Miré la costa esperando distinguir la figura familiar del hombre y lo vi donde no lo esperaba. O creí verlo; eran las mismas bermudas gastadas, el gorro de visera, el vientre abultándole un poco y la barba descuidada, pero no estaba solo. Con él había una mujer y una niña pequeña, aunque me era imposible asegurar que fuera el hombre, como si su cara me resultara extraña o distinta por el solo hecho de estar acompañado de gente por primera vez. Como si para mí, su soledad fuera un rasgo que lo distinguiera físicamente, igual que el pelo, los ojos o la forma de la cara.

Martín Otheguy

Si era él, existía como cualquier otro, pensé. Conoció finalmente a alguien, se enamoró, se casó y tuvo una hija. Fin del misterio. Un hombre que parece envejecer poco, un viejo joven, un joven viejo. Estaba triste y alegre al mismo tiempo, pero tampoco quise averiguar la verdad y opté por dejar de mirar hacia su sombrilla, convencido de que me iba a decepcionar tanto si descubría que era él como si no. Le mandé un mensaje a mis padres y a mi exnovia para contarles que creía haber resuelto el enigma del hombre, pero en el fondo no lo sentía así. Deseaba el misterio. Quería que la gente abandonara la playa, que mamá volviera a frotarme con el toallón sobre la arena vacía, que el agua me escociera los ojos, que el viento me mordiera la piel de la cara con su lengua salada y que el hombre se metiera en el agua solo y siguiera camino luego hacia el horizonte. Y como nada de eso era posible, dejé la playa atrás, con sus niños, sus perros, sus veraneantes cociéndose al sol como camarones y mojándose los dedos de los pies en la orilla.

Pasó mucho tiempo antes de que regresara. La vida me llevó por caminos inesperados, que ni siquiera podía reconstruir; me había puesto una venda en los ojos mientras giraba de un lado a otro y me conducía por paisajes extraños, y ahora, si miraba atrás, recordaba un ruido aquí, un olor allá, una sensación, un lugar familiar, pero no podía desandar exactamente el camino ni explicar en qué momento había doblado hacia un lado o hacia el otro. Me casé con una mujer que no conocía bien, tuve una hija, perdí pelo, envejecí un poco, me separé y me descubrí volviendo con más frecuencia a aquella playa, atraído por el imán de los recuerdos, buscando el pasado entre los cantos rodados acunados por el agua y el vuelo de los ostreros sobre las dunas. Volvía en cualquier época del año, sin importar el frío o el calor, la lluvia, el sol, la cantidad de gente o el viento que en alguna época –ya ni recordaba cuándo– me había curado el asma.

Era marzo, esa época en que el clima se entera antes que uno de que las vacaciones ya terminaron. Recorrí la costa siguiendo la alfombra de piedras, mejillones y esos huevos de caracol que todo el mundo confunde con los de las tortugas. Me quité las chancletas, la remera, el gorro y los arrojé en la arena. La playa estaba casi vacía, excepto por un niño que me miraba a la distancia, cerca de sus padres. Me observó fijo, envuelto en una toalla, hasta que su madre le llamó la atención y desvió la vista a desgano. Me sentí inquieto y me metí al agua sin dudarlo, como todos los días. Hice el ademán de peinarme con la mano un pelo que ya no estaba ahí y me sumergí en el agua hasta aislar los oídos con el agua salada, como si pudiera hacer desaparecer el resto del mundo con tan solo flotar hacia arriba.

*Agradecemos al autor y a la editorial Fin de Siglo por la autorización para publicar este relato.

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