Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

El pan de los cachorros y el manjar del cielo

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23 de febrero de 2019 a las 05:01

De Leslie Ford para Magdalena Reyes Puig
Querida Magadalena:



Espero que hayan ustedes podido descansar un poco después del casamiento de su querida hija. María, mi mujer, le agradece especialmente las fotos y los videos que nos ha enviado en donde los jóvenes uruguayos parecen bailar con excesiva competencia.

El pan de los cachorros

La posibilidad de estar allí a través de esas fotos, de sumarnos a esa fiesta en la que no estuvimos, me ha llevado a repensar algunos argumentos que me han acompañado desde la juventud.

Como sabe, soy aficionado a la lectura. Lectura en sentido amplio: contemplar las obras de arte, la música, la pintura, la arquitectura o el cine… Nunca como un especialista, sino como un espectador de a pie que lee Henderson el Rey de la lluvia en el tren, o en la sala de espera del dentista y sabe alegrarse cuando, en la radio del auto, suenan Fred Astaire, Sheila Sue o Tchaikovsky.

Especialmente desde la adolescencia —es decir, desde el momento en que empecé a ser más consciente de mi propia vida interior—, me asombraba el hecho (no sólo la posibilidad, sino la realización real de esa posibilidad) de que alguien como yo —una inteligencia mediana, opacada por penosos hábitos de pereza y dispersión, que había sufrido tempranos reveses de fortuna y no tenía ninguno de los rasgos de carácter que denotan liderazgo— pudiera, sin embargo, acceder, con sólo abrir un libro, a la intimidad de los grandes hombres que han marcado la historia, la espiritualidad o la cultura del mundo. Intimidad casi escandalosa pues no era aventurado presumir que muchos de los autores que admiro, no me habrían invitado nunca al casamiento de sus hijas.

Desde luego, entendía también que esa intimidad era proporcional a mi propia (in)capacidad, y que mi cercanía a los Grandes era y sería siempre una experiencia reductora, pues como dice el adagio: todo se ajusta a la medida del recipiente. No obstante, por pequeño que fuera mi entendimiento, era innegable la experiencia de intimidad, tanto en su plenitud como en mi pequeñez. Y terminé aceptando que ese mecanismo de comunión en la desproporción debía de ser real. 

Cuando George Harrison murió en noviembre de 2001, publiqué en The Oxford Times un aviso fúnebre en el que pedía “oraciones por el alma de mi querido amigo George”. Una perspicaz redactora del diario vio allí la oportunidad de una interesante nota y me llamó por teléfono.

Pero creo que se sintió decepcionada cuando le expliqué que, si bien Harrison había estado en el living de mi casa muchas veces, y durante años, sólo lo había hecho a través de su música. Quizás ese sólo está de más, y habría que preguntarse qué es más íntimo y de qué manera se conoce más a George. Creo que puedo sostener mi argumento de que, habiendo dedicado muchísimas horas a escuchar cada detalle de While My Guitar Gently Weeps, he adquirido el derecho a llamarme su amigo. 

Una de las ventajas de los pequeños recipientes es que se llenan en seguida: son agradecidos. Y yo me sentía continuamente saciado, alimentado en aquellas mesas cuyos manjares eran, para mí, tan adecuados y desproporcionados al mismo tiempo. Pero esa era la maravilla, sentarse en una mesa que me quedaba grande y ser como el cachorro que puede comer las migajas. Parecía —era muy raro, pero lo parecía— que yo no había sido hecho para mi pequeñez, sino para aquella plenitud, y para nada menos que aquella plenitud. Existía una mecánica que me incluía y que creaba vasos comunicantes hacia la perfección. Dios igualaba hacia arriba, no hacia abajo.

Algo de eso me parecía entender. Y no estaba dispuesto a perderlo. No lo dejaría escapar. Mantener ese estatus merecía muchos sacrificios.

Pero, por encima de todo, una decisión concreta: asumir la lectura como una responsabilidad. Para activar los vasos comunicantes. 
La lectura, la audición musical o las películas me permitieron entender algunas cosas que antes ignoraba. Pero, sobre todo, me elevaron a un mundo de inteligencia y belleza muy por encima de mi propia capacidad. En medio de la experiencia temprana de mis limitaciones, escuchar a Harrison o leer a Saul Bellow fueron experiencias que terminaron convirtiéndose en pruebas de que Dios no se había olvidado de mí; y que el cachorro podía saciarse  sin complejos con las migajas que caían de la mesa de los genios. 

Algo de eso me parecía entender. Y no estaba dispuesto a perderlo. No lo dejaría escapar. Mantener ese estatus merecía muchos sacrificios.

El manjar del cielo

De Magdalena Reyes Puig, del Trinity College, para Leslie Ford.
Estimado Leslie:

Su carta me ha transportado hasta los confines de la memoria, donde perseveran algunas de las vivencias más resonantes de mi infancia.  La idea de comunión con los Grandes que usted menciona aportó un sentido más profundo y significativo no sólo a la niña que fui, sino a la mujer que soy ahora. 

Mi padre siempre cuenta que uno de los recuerdos más vívidos que tiene de mi infancia es la expresión que se dibujaba en mi rostro mientras miraba a través de la ventana del auto cuando pasábamos por un barrio carenciado de camino al colegio. Según él, en mi gesto se manifestaba un sentimiento de  participación afectiva con una realidad que era física o materialmente distante a la mía.  
Nuestra condición humana, demasiado humana, pone límites a la posibilidad de experimentar en carne propia todas las circunstancias o modos posibles de existencia.  Esta dificultad representa un obstáculo para la comprensión, cualidad tan valorada por Spinoza.  Porque cuando comprendemos las circunstancias que hacen a una realidad distinta a la nuestra, desarrollamos nuestro potencial para pensar y sentir con el otro a través de la empatía. 

Sin embargo (¡y enhorabuena!), la cigüeña se apiada cada tanto de nuestra humana insuficiencia, trayendo a este mundo seres que iluminan y enriquecen nuestra vida a través de sus obras. Porque aunque lo circunstancial es un condicionante a nuestra posibilidad de pensarlo y sentirlo todo,  siempre podemos franquear ese límite a través del encuentro con otros que plasman su sentir y pensar en las obras que nos dejan. “Leer es pensar con un cerebro ajeno,” sentenció Schopenhauer, mientras Emily Dickinson escribió que “Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro”. Creo que es esto lo que usted sugiere cuando narra esa experiencia de intimidad casi escandalosa con aquellos autores que lo marcaron tan hondamente.   

En ¿Qué es el arte? Tolstoi sostiene que “Cuando los espectadores o los oyentes experimentan los sentimientos que el autor expresa, hay obra de arte”. Siempre consideré fascinante esta idea, y a través de su carta pude conectarla con mi propia experiencia. Porque ahora comprendo que aquel gesto impreso en la memoria de mi padre era el de un cachorro saciado con las migajas que caían de la mesa de Edmondo De Amicis. Sí, yo era una cachorra que se alimentaba sin complejos de Corazón, el diario de un niño de 11 años llamado Enrico que narra las historias y vivencias que van forjando su crecimiento emocional.  Sus experiencias junto a compañeritos de clase que viven realidades más difíciles y sufridas que la suya, generan un despertar de la conciencia de Enrico con la cual,  gracias al genio de De Amicis,  pude comulgar a través de la lectura de su libro.  

Corazón versa sobre uno de los temas más inquietantes de nuestra condición humana: el sentido del sufrimiento. “Hay que sufrir para aprender a vivir. Todo lo que te congoja, te enseña”, le dice su padre a Enrico.  No recuerdo lo que pensé o sentí en aquel entonces mientras lo leía, pero sí sé que en ese libro se encuentra no sólo el sentido de mi reacción infantil ante la desdicha humana, sino también de las creencias y valores con los cuales hoy me identifico. Ahora estoy pensando que es muy probable que Corazón haya sido el promotor de mi posterior comunión con Nietzsche a través de una de sus más potentes proverbios: “No hay razón para buscar el sufrimiento, pero si éste llega y trata de meterse en tu vida, no temas; míralo a la cara y con la frente bien levantada”.  
Alguien dijo que somos los libros que hemos leído, y es verdad.  No sé si los elegimos o, como afirman algunos, ellos nos eligen a nosotros. 

Sea como sea, comulgo con usted en ese sentir que algunos manjares son tan adecuados que parecen creados para mí.  Y en esa experiencia de plenitud puedo gozar de mi humana pequeñez, porque en ella late la conciencia de nuestra inevitable ignorancia y el impulso que nos conduce al encuentro con esas grandes obras que enriquecen el alma.  

¡Seamos siempre cachorros, Leslie! Que la vida nos encuentre una y otra vez alimentándonos de las migajas que caen de la mesa de los genios, porque ellas son el más auténtico manjar del cielo. 

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