Camilo Dos Santos

El PCU de cerca y de lejos (2): democracia y dictadura

La práctica de los comunistas con respecto a la democracia sigue siendo ambigua

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14 de noviembre de 2020 a las 05:02

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La celebración de los 100 años del Partido Comunista de Uruguay reanimó una discusión tan vieja como el marxismo: ¿cuál es el lugar de la democracia en la tradición comunista? La cuestión es de la mayor importancia y merece ser discutida con mucho cuidado. Desde mi punto de vista, la palabra que mejor define el vínculo de los comunistas con la democracia es ambigüedad.

En La sociedad abierta y sus enemigos, publicada en inglés en 1945, Karl Popper argumentó que es posible advertir al menos dos ambigüedades importantes en la teoría marxista: “Una de ellas es la ambigua actitud hacia la violencia (…). La otra es la forma ambigua en que los marxistas hablan de ‘la conquista del poder político por el proletariado’, tal como lo expresa el Manifiesto. ¿Qué significa esto? Puede significar (…) que el partido de los trabajadores tiene el fin inofensivo y evidente de todo partido democrático: obtener una mayoría en la población y constituir un gobierno. Pero también puede significar, (…) que el partido, una vez en el poder, se propone atrincherarse en esta posición, vale decir, que se servirá del voto de la mayoría para tornar en extremo dificultosa toda tentativa de desalojarlo del poder por los métodos democráticos corrientes”.

Popper tenía razón. La práctica política de los comunistas uruguayos, en relación con la democracia, ha sido y sigue siendo ambigua. Por un lado, los comunistas participan desde siempre en la lucha electoral y han tenido un papel muy importante en la construcción del Frente Amplio. Además, es perfectamente cierto que los comunistas uruguayos militaron permanentemente por la restauración de la democracia entre 1973 y 1984. Lo hicieron dentro y fuera de fronteras, de principio a fin del régimen autoritario, pagando un precio muy alto en materia de militantes presos, torturados, muertos y desaparecidos. Por otro, es igualmente cierto que los comunistas uruguayos, en pleno siglo xxi, siguen sin poder calificar a algunos regímenes que consideran socialistas como dictaduras. Durante los últimos 20 años, en esta dimensión, lejos de avanzar, el PCU ha retrocedido. A fines de los años ochenta y principios de los noventa, cuando se derrumbó el llamado “socialismo real”, los comunistas no tuvieron más remedio que aceptar la realidad que durante tantos años se habían obstinado en negar: la “dictadura del proletariado”, en los hechos, no era más que la dictadura de la elite dirigente del partido. Le correspondió a Jaime Pérez, entre 1989 y 1992, liderar el abandono de esta vieja definición teórica. Cuestionar una piedra angular del dogma le costó la excomunión.

No solo la práctica de los comunistas es ambigua. También lo es su teoría. Por un lado, se proponen explícitamente construir sociedades más democráticas. Consideran que la alternancia de partidos en las democracias capitalistas modernas no es más que una forma limitada (“electoralista”) de democracia. Por ejemplo, en las bases del XXXI Congreso (2017) puede leerse: “La democracia, para nosotros, es mucho más que un conjunto de normas institucionales, que son expresión de una correlación de fuerzas sociales y políticas concreta, y de la realización de elección de autoridades cada determinado período de tiempo. La democracia es un proceso permanente de construcción de libertad y de igualdad y un espacio de transformación social”.

Para ellos, desde hace al menos medio siglo, el Frente Amplio es la “vía de aproximación al socialismo”, y la tarea de la etapa es “avanzar en democracia”.  La democratización como fin, la democracia como medio.

Sin embargo, este énfasis en la democracia, como objetivo y como instrumento, se ve desmerecido por la organización de una potente estructura militar clandestina (el llamado “aparato armado”), al menos desde 1964 en adelante, y por la referencia a la construcción de una “hegemonía alternativa” a la de las clases dominantes. Para ello, la “vanguardia” sigue siendo imprescindible: “Seamos claros: sin un papel preponderante del PCU en cada uno de los ámbitos, no habrá defensa de la democracia, ni avance en democracia, ni mucho menos democracia avanzada ni socialismo. En ese sentido el tema del Partido es el problema cardinal de la revolución”. La expresión “dictadura del proletariado” no aparece ni en las bases ni en las resoluciones del último congreso de los comunistas. Pero el concepto de hegemonía tiene un significado político similar. Los comunistas siguen pensando que les corresponde liderar el proceso revolucionario porque disponen de la teoría correcta, la ciencia de la revolución y la construcción del socialismo: el marxismo-leninismo.

En última instancia, la ambigüedad de la práctica deriva de la ambigüedad de la teoría. No alcanza con la referencia al “internacionalismo proletario”, principio que han defendido desde 1920, para entender por qué no condenaron, en su momento, el estalinismo o, más tarde, las restricciones a la libertad política y las violaciones a los derechos humanos en Cuba y Venezuela. La construcción de la “sociedad del pan y de las rosas” requiere, para ellos, vigilar, controlar, eventualmente reprimir, las amenazas contrarrevolucionarias (hegemonía alternativa o dictadura del proletariado, da igual). Como en Platón, el sesgo autoritario deriva de una teoría del conocimiento tan simple como elitista. El Partido no solamente es, como dijo Antonio Gramsci haciendo referencia a Nicolás Maquiavelo, el “Príncipe moderno”. Es la nueva versión del Filósofo-Rey de Platón.

 

Adolfo Garcé es doctor en Ciencia Política, docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República.

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