Marcelo Umpiérrez
Lorena Larriestra / Nicolás Vidal
Lorena Larriestra / Nicolás Vidal
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José Risso
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Ignacio Iturria: "Nunca me pude entender con la sociedad, me sensibiliza exageradamente"

El Observador dialogó con uno de los creadores más importantes de Uruguay a propósito de su muestra en la Fundación Atchugarry

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20 de enero de 2020 a las 05:00

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Si no se está armando un tabaco, ocupa sus manos con piedritas. Las agarra del piso y juega. Mientras tanto, su mirada se va hacia esos rincones recónditos del alma que solo se pueden poner en palabras cuando los años y la experiencia entran en juego. Con un acervo personal con el que –dice– puede llenar seis o siete museos y toda una vida dedicada a crear imágenes que ya son parte de la memoria de su país, Ignacio Iturria (70) es uno de los artistas vivos y pintores de su generación más significativos de Uruguay. Ahora –después de tres años de viajar por distintos lugares del mundo y vivir un tiempo en España– está en Punta del Este, donde llegó para presentar El mundo como escenario, una muestra en la Fundación Atchugarry que estará hasta marzo. 

Más allá de lo interesante que resulta su calidad técnica y el manejo del color, lo fascinante de su obra tiene mucho que ver con lo personal, con lo lúdico, con lo tierno. Iturria pinta a la humanidad a través de sus muñecos –con sus icónicos elefantes, soldados de plomo, hombrecitos y pequeñas Lulú como algunos de los predilectos– y expone mundos que abarcan diversas capas de la existencia humana. Y eso se ve reflejado en la muestra para la que el artista seleccionó un puñado de obras, algunas inéditas, de su inmenso acervo.

Al dirigirse hacia la puerta de entrada de la sala de exposiciones de la fundación, un elefante de cuatro metros de altura, creado por el artista para la ocasión, acapara la atención. En ese preciso instante comienza lo que será, pasos después, un viaje profundo hacia la mirada de Iturria.

El mundo como escenario se para desde el existencialismo, para pasar por la comedia en un rincón que juega entre la ironía y el humor del autor. Luego viene la sección denominada Coloquio, donde en una sala oscura, Iturria y Pablo Atchugarry dialogan a través de unas pequeñas esculturas creadas con desechos de mármol. Al salir de ese mundo lúdico, una topadora paraliza los sentidos. Es la sección Drama, donde se exponen obras inéditas que el autor nunca antes quiso mostrar. Ahora sus personajes están agotados y quieren huir –al menos por un rato– de su realidad. Todo eso da paso al sector Desmesura, con pinturas más actuales, en su mayoría acrílicos, que por sus dimensiones y contenido conceptual no se pueden abstraer de una sola mirada. Por último, se presenta una serie de esfumados, obras de 1994 nunca antes expuestas que el pintor realizó con aerosol sobre cartón sueco.

Junto al pintor suele estar Claudia, su esposa, que mientras mediaba la coordinación de la entrevista con El Observador aclaró que él duerme hasta la tarde. Porque todas las noches, Iturria se enfrenta a un lienzo y baila su vals, que es pintar.

La muestra en Manantiales es alucinante, sí. Pero en esta entrevista, ese acontecimiento artístico sirvió de excusa para conocer algunos de los procesos creativos, pensamientos internos y curiosidades de las más simpáticas del universo del hombre que hizo del mundo su escenario. Sirvió, además, para charlar de la vida.
 

Comedia, juego y de golpe drama. ¿Cómo llegó a esas obras? ¿Por qué se limitó a mostrarlas antes?

Al pintar todos los días de mi vida, todos los estados de ánimo me llevan a hacer diferentes cosas. Fue una época muy dramática y fuerte, tenía un gran amigo en una situación muy jorobada. A esas obras les tenía mucho respeto. Pero siempre me pareció que iban a causar cierto impacto. No sé por qué no las mostré, porque ahora veo que a la gente le gustan. Yo siempre pensé que había que ser más amable con algunas cosas, pero a la gente también le gustan las cosas potentes.

No hay, entonces, un día de su vida que no suponga creación. ¿Cómo se hace para nunca quedar en blanco?

Cada vez me fui metiendo más y más, hasta un día estar absolutamente metido adentro. A veces pienso en qué otra cosa me podría gustar y nunca encuentro nada que sustituya lo que significa para mí ponerme a pintar. Aunque a veces me voy a dormir con lo que estuve pintando sin terminar, nunca llego al punto de acostarme con una dificultad en la cabeza. Y cuando me levanto, me siento con la alegría de que hubieran llegado los Reyes, porque tengo la tela en blanco y la ilusión de que te vaya a salir algo. También siento que si se juntara toda mi obra desde el principio hasta la última pintura, se puede hacer como una historieta. Hay que ordenarla, claro. Un cuadro trae al otro, se van comunicando y muchas veces aparecen los mismos personajes.

¿De dónde viene su fascinación hacia los elefantes?
Son, para mí, un talismán de buenos augurios. La memoria, la pareja, la vida comunitaria y también el absurdo. Un animal tan grande que, ¡solo come pasto y se maneja con la nariz!

Una obra, multiplicada por todos los días de su vida en los que pintó es igual a un acervo gigante. ¿Piensa o habla con su familia sobre el destino de toda esa obra en el momento en el que ya no esté?

Los que empiezan a pensar son ellos. Mi yerno puso Galería Iturria en España, él se da cuenta de que si no hay una labor detrás de lo que dejaste, se muere la obra. Pero nadie sabe qué hacer ni es tan fácil. Yo no tengo un proyecto personal, del futuro no tengo idea. Creo que hay mucha obra que se puede entender hoy y otra que se va a entender mañana. Sé que van a cambiar las miradas. Pero para todo eso tenés que tener a alguien que lo organice y promocione. Después, hay todo un camino personal que tiene mucho que ver con el estar encerrado, el hacer un discurso planificado para que cuando pueda mostrárselo a los demás, esté ordenado. No salir a decir cualquier cosa. La pintura hace que lo que yo diga esté un poco pensado, si no salís al día y te descoordinás, porque se te va la boca. Por eso yo prefiero estar más al margen.

¿Busca, también, estar más al margen de la sociedad?

Las injusticias siempre me molestaron, de chico me peleaba con todo el mundo jugando al fútbol, me echaban de los colegios, estuve pupilo. Nunca me pude entender con la sociedad y no porque no la quiera, sino porque me sensibiliza exageradamente. Cada persona me importa, les doy un significado. Y teniendo la escuela de arte puedo ayudar. Cada tanto nos vamos al campo y pasamos una cantidad de días pintando y ahí, más que decirles cómo pintar, intento que la persona se encuentre consigo misma.

Ha organizado varios encuentros de artistas en casas en distintos lugares del mundo. ¿Cómo son esas experiencias?

Una vez en Miami, por ejemplo, alquilé una casa enorme con dos pisos. Compré colchones inflables y empezaron a venir personas de España, de Santo Domingo, de Uruguay. Todos a pintar conmigo, a mi ritmo. Pintábamos toda la noche y a las 7 de la mañana, en lugar de irnos a dormir, íbamos al Starbucks a tomar apuntes con la libretita. También en El Salvador encontré una casa gigante y cuando me quise acordar empezaron a venir unos y otros. Estábamos metidos en la selva con todos sus ruidos, el que cuidaba la casa era un chamán. De repente a las 4 de la mañana había seis personas pintando, otras leyendo. Lo que quiero con todo eso es fomentar la vocación, los hago seguir mi ritmo de vida.

La euforia con la que cuenta esas anécdotas denota que uno de sus principales éxitos se da a través del intercambio creativo con otros. ¿Es así?

Sí. Esos momentos son muy diferentes. Es como un mundo bastante ideal, pero se me cumple. Creo que la mejor manera de estar con la gente es jugando. Eso de “te voy a invitar a casa a tomar un café y charlar” me embola. Pero si me decís “vamos a jugar a esto o a lo otro”, sí. En todas estas colonias que hago hacemos cortes y nos ponemos a jugar.

Habló de su ritmo al pintar. ¿Cómo es? ¿Sigue algún ritual?

Ritual no tengo. La pintura para mí es como un vals, un movimiento suave. Tampoco me pongo con esa cara de artista sufrido, estoy siempre con buena onda pintando. ¿Y la música? No voy a poner esas músicas complicadas. No, pongo unas bachatas. O la cumbia y todas esas cosas. La gente se asombra, se piensan que escucho música clásica con cara seria. En una época, Miguel Herrera, un amigo, me regaló el primer casete de Jaime Roos. Lo estuve escuchando como un año seguido, ya era un mantra. Todo ese tipo de música se me fue metiendo. Pero en Miami te tenés que meter en el ambiente. Estados Unidos no es serio, es un chiste, entonces te metés en ese chiste y todo se distiende y se afloja.

Y, ¿cómo se lleva con el entorno artístico local, con sus colegas?

Durante todos estos años he conocido bastante más gente por el hecho de tener la Fundación Iturria y de hacer cosas con artistas jóvenes. Nunca pertenecí a grupos selectos o cerrados, pero con todos los artistas tengo tremenda onda. Ahora (a la muestra en Atchugarry) vinieron cantidad de ellos y me siento en una relación de cariño y respeto. Hay un momento en el que se te dificulta porque estás en una etapa de la vida en la que se pueden generar celos, pero ahora nada de celos. Me tocó mucho marcar caminos, ser buque insignia. Al principio te reniegan un poco las cosas, pero después se adaptan.

Vive la mayor parte del tiempo en España y viaja mucho. ¿Qué significa volver a Uruguay?

Viviendo en España estaba todo bien, pero cuando decidí volver fue que me salieron todas las cosas y las invitaciones a bienales. Lo que conocés realmente es de dónde naciste. Sos parte de eso y el mecanismo de pensamiento es particular. No podés terminar convirtiéndote en un norteamericano porque al final terminás pintando en inglés. Viajar me vino bien porque recorrí todo Latinoamérica y pude sacar vestigios de los distintos lugares. Y todo eso te da identidad.

Hacía tres años que no venía. Ando siempre por ahí. Que haya venido a Punta del Este ahora es un milagro, por la muestra. Porque yo nunca vengo para acá, se viene la familia y yo me quedo en Carrasco pintando.

¿No le gusta Punta de Este?

No. No le encuentro atractivo.

¿Y por qué creé que se acumula tanto interés por el arte en ese balneario?

Porque están los compradores. Donde está la plata están los galeristas. Y acá está la gente con mucha plata.

¿Qué emociones fluyen adentro de Ignacio Iturria cuando comienza a darle vida a un lienzo en blanco?

Pintar es el paraíso. Me olvido de todo. Me olvido de mí, de ese yo demandante y molesto que te empieza a recriminar, “tengo un granito”, “estoy gordo”, “fah, me tengo que encontrar hoy con este tipo”. Cuando me voy al estudio, a la media hora o antes, ya estoy hipnotizado. Quedo en un yo flotante. Es meditación activa. Y ahí me vuelo.

¿Por qué pintar de noche?

Tiene algo que ver con eso que decían de que el músculo duerme y la ambición descansa (Silencio de Carlos Gardel). En la noche está todo tranquilo, hay silencio. A las 3.30, 4, estoy súper lúcido y es cuando se me ocurren las buenas ideas. Un médico chino me explicó que es un horario donde toda la energía del cuerpo fluye y pasa por el pulmón, que es un órgano de la memoria, del contacto directo contigo, con tu pasado y tu presente. Además, lo más probable es que de día te llamen para decirte que pasó algo. Las cosas pasan de día. Entonces me aíslo y me ausento un poco de ese mundo más de gestión. Como tengo gente que lo hace, yo huyo. No tengo idea de nada, no sé cuánto valen mis cuadros. Cuando voy a comprar cigarrillos no sé cuanto salen. No tengo idea de precios.

¿Quiénes lo ayudan con esa cara del mundo más administrativa?

Mi mujer, mucho. Mis hijos también.

Entre el trajín de viajes y la cantidad de horas creativas dentro de su taller, ¿cómo vinculó la familia?

Es así. Si no, no es fácil. Tengo cuatro hijos y eso te significa una vida burguesa. El jardín de casa se divide en mi mundo burgués y mi mundo bohemio. Si voy para el mundo burgués empiezan a aparecer otras cosas. Si tienen que comprar un auto yo no voy a comprarlo. Cuando arreglaron mi casa estuvieron Claudia y Vani (Iturria) trabajando por dos años. Nunca entré y el día en el que estuvo pronta pregunté, “¿dónde duermo?”. Si tuviera que hacer mi casa sería una especie de cubo o rectángulo, un espacio inmenso con unas ventanitas y bien hermética.

Y con los hijos yo he estado, pero no era de family days o de llevarlos a esto o aquello. El ejemplo que les di es que vieron que toda la vida estuve laburando. Ahora que son grandes ya tenemos conversaciones en las que aprendo pila de cosas. Mi único consejo a ellos fue: “Encuentren un clavito donde golpear en el mismo lugar, no lo suelten, no aflojen. Al principio parece que no se hunde, puede pasar años sin hundirse. Pero un día…”. Y Nacho, que siempre me miraba como diciendo “¿será verdad lo que dice el viejo?”, me lo dijo un día: “Bo, viejo. Se empezó a hundir el clavito”. También les dije que trataran de ser buenos tipos, que es un buen negocio.

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