Años atrás, mientras tomábamos una cerveza Prestige en una isla caribeña adonde fuimos a participar en un simposio de escritores, un novelista y periodista estadounidense, que había tenido un triunfal paso como reportero del New York Times, me dijo que nada lo desesperaba más que no saber la causa del deceso de alguien sobre el cual debía escribir su obituario. Cuando le dije que la mayoría del periodismo hispanoamericano raras veces informaba sobre las causas del fallecimiento, salvo que la figura en cuestión hubiera sido asesinada o muriera en un accidente, quedó desconcertado. “¿Pero cómo puede ser?”, exclamó, y agregó que “entonces presentan la información incompleta”. “¿Por qué no informan de las causas?”, preguntó con insistencia genuina. Le respondí que no sabía, pero que estaba en total desacuerdo con esa práctica de información incompleta. Entre las posibles hipótesis que barajé para intentar darle una explicación figuraban la falta de rigor para informar de manera detallada, y el falso pudor ante la enfermedad y sus consecuencias, lo cual parece ser una de las características de la cultura hispana. De lo que le pasa al cuerpo se informa lo menos posible. La enfermedad y la muerte siguen siendo tabú.
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