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La estufa a leña: ¿lujo burgués o tradición universal?

Las razones por las que en muchos hogares se elige esta forma de calefaccionarse a pesar de ser más cara y más contaminante

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19 de julio de 2019 a las 05:01

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A medida que los días se van metiendo más en el invierno y el termómetro baja, vemos venir el momento con una mezcla de ansiedad y certeza. Tal vez la imagen no ronde las cabezas con la nitidez suficiente y de manera tan explícita, pero la pulsión está; seguramente sea parte de un instinto primitivo que se despierta con el frío y que pide fuego. Calor, claro, pero sobre todo fuego. Así, prender la estufa a leña en invierno ya se ha convertido en un ritual más que en otra cosa, al menos para quien pueda costearlo. En ese sentido, aquellos que tienen la posibilidad de tener en sus hogares una boca de concreto diseñada para aguantar kilos y kilos de troncos que se consumen en las llamas tienen los pasos bien aprendidos y los repiten cada año como una bienvenida inalterable a los meses más helados del año. Pero, ¿es redituable hacerlo? ¿Hasta qué punto es una manera de calentarse y cuándo pasa a ser un lujo extra y costoso? ¿Por qué seguimos prendiendo la estufa cuando tenemos equipos inteligentes y más económicos?

A pesar del aura de calidez que la envuelve, está bien documentado que la estufa a leña es una de las fuentes de calor menos aprovechables y menos económicas de todas. Según una nota publicada por El Observador en 2018, una estufa o caldera cerrada aprovecha el 75% del calor que genera para calefaccionar un ambiente, pero una estufa abierta rinde solamente a un 30%, porque el resto del calor se pierde por la chimenea. ¿Qué quiere decir esto? Que por cada $ 100 de leña que se queman, hay $ 70 que se pierden y solo quedan $ 30 como calor útil. Es poco. 

En otra nota de El Observador, pero de junio de este año, se consulta a varios expertos en el tema y estos especifican que en un ranking de calor/presupuesto la estufa a leña se ubica casi al fondo de la tabla y demanda un presupuesto estimado de $ 1.373 por mes.

Es curioso, entonces, que en la medida de las posibilidades nos sigamos aferrando a la fuente de energía más antigua de todas. De seguro algo tendrán que ver las conexiones instantáneas que se producen cuando se enciende; nos remite inmediatamente a los primeros vestigios de la humanidad, a aquellos primeros hombres que, ante el frío, también echaban mano al fuego para calentar sus cuerpos y sus cavernas. Una alternativa es la estufa a leña de alto rendimiento, que implica un cerramiento del sistema y que genera más calefacción. Sin embargo, esa técnica pierde ante la imagen romántica de la boca alimentada por la madera y las llamas.

La imagen, además, es especialmente adecuada para alimentar al extraño estado de confort invernal que los europeos del norte denominaron como hygge: el fuego prendido de fondo, la noche cerrada y helada, un libro o un café en la mano, el sonido de las brasas partiéndose de vez en cuando; todo conspira para aumentar lo que los nórdicos llaman "el secreto de la felicidad". Y de alguna manera tienen razón; aunque su precio y lo complicado de su manutención –implica limpiarla seguido y se recomienda destapar la chimenea al menos una vez por año– la convierten casi en un capricho burgués por antonomasia, todavía no se ha creado el Split o estufa a querosén que pueda ganarle, al menos, en misticismo. 

Buena madera

Tener una estufa a leña puede acarrear, además, algún que otro dilema de carácter ambiental: las partículas que las chimeneas emanan a partir de la madera quemada son suficientes como para considerar a esta forma de calefacción como un agente contaminante de peso. Es más: en 2010 la Facultad de Ingeniería y la DINAMA elaboraron un informe sobre las emisiones a la atmósfera en Uruguay, que arrojó que el humo de las estufas contamina más que las industrias, el transporte y los comercios. De cinco contaminantes presentes en el aire que se analizaron, tres provenían en su mayoría de las chimeneas hogareñas: en las partículas generales el 59% era de origen doméstico, en el monóxido de carbono el porcentaje subía a 61% y en los compuestos orgánicos volátiles llegaba al 80%. Pasaron nueve años desde ese estudio, pero no sería raro que los valores se mantuvieran. 

Sin embargo existe un manifiesto que interpela esta cuestión ecológica y juega a favor de esta práctica: se llama El libro de la madera y fue escrito por el noruego Lars Mytting en 2016. El libro, que se editó hace poco en Uruguay, explora el vínculo entre los habitantes de su país –cuya tercera parte está cubierta por árboles– con los bosques, y eso incluye a su utilización como fuente principal de calor. De manera extraña, este libro se ha convertido en una especie de biblia de la vida slow y con páginas que hablan de abedules, el regreso a la naturaleza, inviernos con 30° bajo cero y nieves perpetuas ha conquistado a miles de lectores de todo el mundo.

Mytting –que publicó el año pasado una espectacular novela titulada Los dieciséis árboles del Somme– propone varias cosas en ese libro, pero sobre todo expone la situación noruega durante el invierno. Allí la temperatura desciende tanto que las redes eléctricas se congelan y solo queda echar mano al fuego para calentarse. El hygge, en ese sentido, es una necesidad. Mytting demuestra con datos y hechos que esta práctica que los nórdicos realizan casi periódicamente ha ayudado a que los bosques se renueven, mejorando así el ecosistema del país. 

En Uruguay la temperatura no es tan drástica, pero esa pulsión por la madera prendida fuego la compartimos casi simultáneamente. Más allá de que lo caro que es mantener una de estas estufas, la tradición y las cuestiones secundarias que la rodean la mantiene como una opción bastante aceptada y diseminada, y seguramente así se seguirá manteniendo en muchos hogares uruguayos. Incluso cuando la competencia eléctrica sea cada vez más férrea y la sombra del esnobismo oscurezca una práctica que, en realidad, es milenaria y primitiva.

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