Opinión > COLUMNA/ EDUARDO ESPINA

La eternidad y varios días más

Azerbaiyán queda lejísimo, pero el viaje al país que desafía las definiciones vale la pena
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26 de octubre de 2019 a las 05:04

Viendo la puesta de sol sobre las aguas calmas del Mar Caspio en un atardecer de octubre, otoñal y espectacular a su manera, pienso –sin saber bien por qué– en la profesora de literatura que tantísimos años atrás en Montevideo me dijo: “La poesía no te va a llevar a nada”. Si la nada es el mundo menos cercano, entonces, bienvenida. Pues, la poesía me ha llevado a partes remotas de la nada (que reside en este planeta) a las que no había planeado visitar: a confines en China que de tan distantes eran parte de un cuento chino; a pequeños pueblos en el interior de la ex Macedonia, hoy Macedonia del Norte, donde un campesino me dijo que si no tuviera que trabajar todos los días en el campo sería poeta, y yo le respondí que se animara a hacer ambas cosas, pero a diferentes horas; a un poblado pobrísimo en Haití alejado de la capital, donde sonaban balazos mientras yo respondía preguntas de la audiencia (luego nos enteramos que cinco reos habían escapado de la cárcel); y que esta vez me trajo a la apolínea capital de Azerbaiyán, en un periplo casi galáctico que pareció interminable, porque lo fue. En el recuerdo, lo vivido regresa para completar su propia realidad. 

Finalmente (el menos prescindible de los adverbios terminados en mente), cuando menos lo imaginaba, he podido conocer el lugar donde el diablo perdió el poncho; donde Europa dejó de ser ella misma por completo, y Medio Oriente como que casi ya lo es. Porque entre pitos y flautas, con esperas en el aire (cuando un vuelo dura más de 12 horas, estas no se van volando a la velocidad del avión) y en tierra firme (seis horas en el aeropuerto de Estambul), estuve un día entero viajando, atravesando en jet territorios americanos, europeos y otros que no sé bien, porque no son considerados pertenecientes a Europa, pero tampoco son asiáticos del todo. Son más bien algo como en el medio, situados en una especie de limbo geográfico que además de mágico e inimitable es riquísimo, pues en Azerbaiyán el petróleo y el gas natural brotan por todas partes, incluso debajo de donde ahora estoy sentado, al borde de este mar que no es mar sino enorme lago, contaminado por la actividad de los pozos petroleros que se erigen prepotentes ahí nomás, a corta distancia a nado. 

“Si te metes a nadar, seguramente saldrás con tres piernas”, me informa un azerbaiyano que trabaja en el lobby del hotel donde me hospedo, de moderna construcción frente al Caspio. Por eso, en lugar de arriesgarme y hacerle compañía a los siluros y esturiones que aprendieron a sobrevivir en aguas borrosas y contaminadas, he pasado la parte final de la tarde conversando con Aydan Guliyeva, instructora en en Azerbaycan Diller Universiteti (Universidad de Azerbaiyán de Idiomas), la cual seguramente será algún día escritora, pero como hoy no es algún día, sino este día, me pregunta qué me pareció Bakú, luego decirle que pasé una semana recorriendo la capital de arriba abajo, claro está, en el escueto tiempo libre que el festival con una centena de escritores invitados permitió.

 
En Bakú siempre sopla el viento: en la realidad y en la imaginación. Del viento deriva su nombre. Los persas, que hoy son iraníes y viven al otro lado de la frontera sur, fueron quienes la bautizaron, Bādkube, “ciudad de los vientos fuertes”. Tal cual sucede en las películas animadas, pareciera que en el fondo del mar, junto a los yacimientos o por ahí, hay una fábrica de viento natural, pues de pronto la brisa se transforma en ventarrón, pasando sin disimulo de lo suave a lo arreciado, de la calma a otra cosa que es todo lo contrario. Con ese viento permanente, y con una rambla majestuosa que recorrí a pie de punta a punta (me llevó casi tres horas), cualquier uruguayo podría sentir, a la menor distracción, que está caminando por la costa montevideana rumbo a alguna parte empujado por el pampero. Sin embargo, las similitudes son aparentes. A diferencia de la montevideana, la rambla de Bakú tiene jardines, flores, y ausencia de basura. De tan limpia que es parece la habitación de un hotel cinco estrellas a la intemperie. Está tan rigurosamente cuidada, que los limpiadores municipales, encima de un carrito parecido al de los campos de golf, pasan cada tanto haciendo la recorrida, como diciéndole al visitante que son la policía contra la fealdad y el desaseo, y que en este remoto paraje del mundo es cero la tolerancia con quienes atenten contra la belleza del lugar.

Se impone una estética con dotes de mestizaje, acompañada por la mezcla de diseños arquitectónicos, los cuales dan la idea de que en el crisol de estilos triunfa la indefinible impronta del lugar. En cuestión de metros, se pasa de lo medieval a lo soviético típico, y del tardío art deco a la arquitectura que emula a la existente en Dubai. Bakú es y no es. Es tradición y es posmodernidad. Es casi, y poco le falta para ser todo. Es un pasado milenario, y pasado mañana; lo que fue y lo que vendrá se disputan la permanencia sabiendo de antemano que ninguno se alzará con la victoria. Si Montevideo es la puerta de entrada a un mundo retro cuyo encanto radica en su blindaje al presente, Bakú es el atajo al primer mundo que vendrá. Se ve que viene en camino. Puede presentirse en el ancho boulevard arbolado que una vez al año cobija a la carrera de Fórmula Uno, cuyos estruendos a velocidad sideral compiten durante horas muy bien organizadas con el viento bakuniano (de Bakú, no de Bakunin) cuando hostiga los ventanales de los rascacielos, que han encontrado en la altura su Versalles.  

Ahí, en lo que está desde hace poco sin haber llegado por completo, intuyo ese mundo de futurama. Y lo constato en su real dimensión de ya mismo, de ahora nomás, en la longitudinal calle donde están los amplios locales de las marcas famosas con productos exclusivos (Versace, Dior, Rolex, Gucci, Louis Vouiton, etc., etc., todas, porque ninguna falta, ni siquiera las que no están), y en la otra calle, dos cuadras arriba, que en verdad no es una calle tal como las que conocemos, porque esta parece pertenecer a un cosmos menos real, en la que como en otras partes venden bicicletas, aquí venden Rolls Royce, Aston Martin, Ferrari, Lamborghini, Bugatti, cualquier marca cuyos modelos no cuesten menos de US$ 600 mil, dinero que los clientes pagan en efectivo, dejándole además una suculenta propina al vendedor.

“Es común que de pronto venga un cliente, abra una valija llena de euros y diga, ‘me voy a llevar este Rolls Royce y también aquel’, pero quiero que el segundo sea de un color diferente”, dice un locatario que pasó de la venta de vehículos de lujo a la de joyas. “A los rusos y a los árabes les fascina el oro, el platino, los diamantes, y gastan fortunas en joyas. La otra vez vinieron dos rusos que habían sido altos miembros del partido comunista y se llevaron más de diez pulseras, cada una con un valor de cincuenta mil euros. Vienen aquí, pues en Azerbaiyán son más baratas”, comenta con la naturalidad de quien se acostumbró a vivir rodeado de derroches.  

Entre esa belleza asociada a los artificios y a lo banal al servicio no secreto de sí mismo, y la otra, la belleza exclusiva que Bakú ha ido acumulando a lo largo de siglos de superposición de culturas, me quedo sin duda con la segunda, más permanente, mucho más en sintonía con la mente y el espíritu cuando la poesía los guía, y ellos van. Por eso resulta fácil enamorarse de buenas a primeras de los encantos indiscretos de Bakú. Sobre todo, por una razón que hasta la razón entiende: aquí el tiempo es diferente. Demasiados de sus instantes carecen de temporalidad. Con mi opinión parecen estar de acuerdo los córvidos de plumaje gris y negro que con curiosa inteligencia se arriman apenas me siento a descansar en el banco de una plaza, una de las tantas que tiene la ciudad, donde la eternidad se ha olvidado cuántos años tiene.

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