La guerra del papel higiénico

Una pandemia hace olvidar al ser humano su extraordinario poder de supervivencia

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21 de marzo de 2020 a las 05:03

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Delmira Agustini murió a los 27 años, Egon Schiele a los 28. A la poeta montevideana la asesinó su marido, de dos balazos por la espalda cuando se estaba poniendo los botines. Al pintor austríaco, de los principales del periodo moderno, la gripe española, homicida con apodo. Se fue sin poder completar la asignatura siguiente. Que yo recuerde, en el mundo del arte fue la víctima más trascendente de la pandemia de 1918. Su vida fue tan corta como extraordinaria. Con su técnica inventó una manera de indagar en la cotidianeidad de los seres vivientes al verse reflejados en lo que son. De sus ojos salieron imágenes que hasta ese entonces nunca nadie había representado de manera tal, con semejante apoteosis de intimidad, sin atisbos de naturaleza muerta, como pasa a veces con los desnudos. Los de Schiele son alucinantes por la cuota de innovación de perspectiva que irradian. Transformaron la forma de representar el cuerpo humano a partir de la falta de prejuicios, sin el peso de una tradición o escuela estética previa. 

El cuadro La familia, que en un principio iba a llamarse Pareja en cuclillas, y en el que aparecen el pintor, su mujer Edith Harms, y su sobrino Toni, es uno de los mejores “autorretratos” que se han pintado jamás sobre la vida íntima de las emociones relacionadas al diario vivir, a la simpleza de la realidad hogareña cuando se conjuga librada de eufemismos. La poderosa imagen, que da la idea de que los tres protagonistas están ahí para ver, no para ser mirados, es una composición superior, en tanto los sentimientos convocados son varios (soledad, compasión, piedad, resignación), y reúnen a los contrarios del amor y de la muerte en cita jubilosa y no tan secreta. Aunque parezca perfecto, el cuadro quedó sin finiquitar. La muerte impidió que Schiele pudiera darle los retoques finales. El final prematuro del artista no imposibilitó que el esplendor de la perspectiva prevaleciera, manteniéndose actualizado.

Cuando faltaban aún dos semanas para que terminara la primera guerra mundial, el 28 de octubre de 1918, murió Edith. Tenía seis meses de embarazo. Tres días después falleció el pintor, por las mismas causas. En el balcón, Romeo caía fulminado por el rayo de la enfermedad. Se calcula –no hay cifras exactas– que debido a la denominada “gripe española”, en Europa murieron más de 20 millones de personas. Los diarios vieneses dijeron que en Austria, misma semana en que fallecieron el pintor y su esposa, el total de muertos superó los 2.200. Hay una muy peculiar película alemana Egon Schiele: Exzess und Bestrafung (Egon Schiele: exceso y castigo), de 1981, que retrata con demoledora poesía los días finales de la pareja, entregada sin dramatismos a la libertad del amor loco, gozando de su enardecido deseo en medio de una plaga que por un momento largo amenazó con dejar vacía a Europa, como casi la dejó.

La gripe española que hizo su aparición en marzo de 1918, “infectó a 500 millones de personas en todo el mundo” y mató a “entre 20 y 50 millones” (datos de history.com). Hay otras fuentes informativas que estiran la cifra hasta los 100 millones. En cuestión de días la gente comenzó a caer muerta como moscas, tal como le pasó a Schiele, quien se sentía saludable y nunca llegó a suponer que el malestar físico que su esposa venía sintiendo por días iba a ser el invisible verdugo que se los llevaría a ambos a la tumba. 

En 1918 (abril), Charles Chaplin produjo, escribió, dirigió y protagonizó Vida de perro, película de 40 minutos de duración. Además de ser obra maestra y sincero homenaje a la lealtad del amigo fiel del hombre, es un alegato emocionalmente demoledor sobre la cruda realidad de aquellos días, en los cuales la supervivencia era la más difícil y menos recompensadas de las artes. Ese mismo año (enero), se estrenó Tarzán de los monos, primera película sobre el aventurero de la selva basada en la novela homónima de Edgar Rice Burroughs, que, si mal no recuerdo, fue la primera novela que leí, publicada en la Editorial Novaro. Por haber sido criado por simios, Tarzán creció creyendo que era uno más de la especie y podía andar de liana en liana, hasta que se enamora de Jane y su existencia cambia de dimensión anímica, mejora, sin que con esto quiera decir que los monos desconozcan eso de, “amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

Durante el tiempo de la mortal gripe, la vida de un ser humano valía tanto como la de un can o la de un mono, quizá menos, y no había manera de hacerle entender que pudiera ser diferente, porque el mundo de la época era adverso hasta en los mínimos detalles. La salud tenía la fragilidad de un jarrón Ming. La vida pendía de un hilo y dependía de que nadie tosiera o estornudara cerca. Si la Viena de Egon Schiele era “para muestra, un botón”, podría concluirse que el final de la vida humana sobre el planeta resultaba inminente. El mundo, no obstante, siguió andando. Menos de un año después de que la pandemia apodada “gripe española” amainara, las artes respondieron a la ferocidad de la muerte con ejemplos proveniente de la imaginación laborando a toda máquina. 

En 1919 André Breton y Philippe Soupault escribieron Los campos magnéticos, no solo el primer libro surrealista, sino asimismo pionero en utilizar la técnica de la escritura automática; André Gide, La sinfonía pastoral, Herman Hesse, Demian: Historia de la juventud de Emil Sinclair, Franz Kafka, En la Colonia Penitenciaria, Marcel Proust, A la sombra de las muchachas en flor (segunda parte de En busca del tiempo perdido), y Virginia Woolf su segunda novela, Noche y día. Fue el año en que Marcel Duchamp realizó uno de sus más famosos ready made, L.H.O.O.Q. (postal de la Mona Lisa a la que le pintó bigotes), Max Beckmann pintó La noche, obra precursora del expresionismo, aunque el artista alemán despreciara el término, y Max Ernst hizo Aquis Submersus, cuadro que anticipa la estética surrealista que tendrá su auge en la década de 1920.

Ni el mundo ni el hombre han sido hasta ahora aniquilados por una plaga. Por el contrario, cada vez que el miedo a la abolición de la vida cobra actualidad, el ser humano reinventa la realidad empírica en las artes, donde la imaginación hace una declaración de principios. En algunas obras definitivas contra la muerte dejó en claro que ningún mal, por implacable que pueda ser, es definitivo.

Entre cenizas y ruinas, la civilización siempre ha renacido tras encontrar motivos nuevos para seguir creando. Difícilmente esa toma de posición ante la vida, nada menos, vaya a ser modificada por pandemias que llegan acompañadas de feroz incertidumbre. 

Dice el adagio, “el hombre no está preparado para morir”. Se queda corto. Tampoco está preparado para vivir. Quizá la crisis mundial que atravesamos ayude a quienes no lo están a entrenarse para conseguir una existencia menos incompleta, a dejar de lado la banalidad como estilo de vida, a perder el tiempo en la intrascendencia de los usos contemporáneos, con las redes sociales a la cabeza. Del selfie donde estamos todos, nadie sale ileso. Tal vez el ubicuo coronavirus ayude a preparar mejor el libreto del espíritu, para los buenos y los malos tiempos. Aunque no estoy seguro. Tal vez el daño mental de la era de la liviandad haya sido irreversible. 

Los Teen Tops fue un grupo musical mexicano del cual pocos han de acordarse. En 1959 grabó un pegadizo tema que se convirtió en hit. Dice en su inicio: “Ahí viene la plaga, me gusta bailar / Ahí viene la plaga, me gusta bailar”. Son los dos versos más profundos de la canción. Lo mismo que el adagio, tampoco dicen la verdad. Cuando una plaga llega, a nadie le da por ponerse a bailar. La gente entra en pánico, olvidándose de la historia de supervivencia que ha caracterizado a la humanidad. Pruebas al canto. La semana pasada, en cantidad de ciudades de todas partes, los supermercados se quedaron sin papel higiénico. Creyendo que el coronavirus es el sinónimo más reciente del fin del mundo, las masas salieron desesperadas a buscar lo que temieron pudiera faltar. El patetismo de la imagen colectiva captada por las cámaras superó cualquier esfuerzo de la razón por tratar de entender lo que a las claras resulta incomprensible. 

Además, cuánta falta de lógica y sabiduría casera. Si el fin del mundo fuera inminente, ¿quién realmente tendría como prioridad la higiene de su trasero?  En todo caso, si de papel se trata, podría entender que se agotaran los ejemplares de la Biblia. Vivimos en tiempos que, aunque complicados y extrañísimos, no van a ser los últimos. Solo habrá que acostumbrarse a la nueva normalidad de un mundo irreal. Hubo épocas peores, en las cuales, sin embargo, la imaginación no tuvo impedimentos para imponerse por sobre cualquier bestial desafío, garantizando la supervivencia, justo cuando la vida más lo necesitaba. En las diferentes artes, de las escritas a las visuales, encontramos unas cuantas pruebas irrefutables al respecto. A ellas deberíamos regresar cada vez que la desesperación y el pánico exprés acechan por doquier. 

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