El cine nunca fue un arte inofensivo. Desde sus comienzos, e incluyendo cosas tan disímiles como un documental de Jonas Mekas o la última de Rápidos y Furiosos, por poner dos ejemplos en los extremos, las películas han estado marcadas por un propósito moral, intelectual y masivo. No importa si es un producto que existe para seguir apuntalando al capitalismo tardío con otra reproducción de mal CGI, para denunciar injusticias o para vehiculizar las inquietudes artísticas de su creador: detrás siempre habrá una postura, y en mayor o menor medida esa postura siempre encontrará alguna clase de eco en las masas. Y está claro: esa fuerza no ha pasado por debajo del radar del poder, y han sido varios los momentos de la historia en los que determinados regímenes se han hecho de ese propósito y han dado vuelta la maquinita: convirtieron, en más de un sentido, al cine en propaganda.
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