Artigas Pessio

La patinada de Gavazzo, el que reía en medio de la picana

Vaya uno a saber si el peso de la conciencia lo venció o la vejez le jugó una mala pasada, pero Gavazzo no sólo se cocinó en su propio caldo sino que metió en la olla a quienes sin motivo ni razón lo habían defendido hasta último momento

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01 de abril de 2019 a las 16:28

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Dicen quienes lo conocían de las épocas del plomo, que supo tener más influencia que los generales, que trabajaba con fervor las 24 horas, que iba al frente en los operativos y que se movía como pez en el agua en Buenos Aires, donde te podían matar los montoneros como las huestes nazis del “viejo” Aníbal Gordon.

José Nino Gavazzo fue por años el ícono de las violaciones a los derechos humanos, aunque ni de cerca era el único que podía ostentar esa triste presea.
Durante meses tuve contacto con él en su apartamento de la calle Martí. Siempre con esa media sonrisa que, dicen, no perdía ni cuando transpiraba de tanto tacho y picana.

Entre las cosas que recojo de aquellas conversaciones viene al caso su reivindicación de que en las épocas complicadas, cuando retornó la democracia, el Ejército lo cubrió, con las citaciones a la Justicia encerradas en una caja fuerte.

Y aunque en plena democracia y con él ya pasado a retiro el servicio de inteligencia le enviaba diariamente un reporte de noticias a su casa, Gavazzo ya empezaba a vislumbrar un futuro poco venturoso.

Leonardo Carreño

Aludía a historias como las protagonizadas por soldados estadounidenses en Vietnam, o los franceses en Argelia, que hicieron el trabajo sucio y luego su país los olvidó. Algunos se convirtieron en protagonistas de masacres producto de su estrés post traumático, otros terminaron como pistoleros de la mafia. De héroes contra el comunismo a mano de obra desocupada.

Gavazzo se la veía venir y guardó silencio, fiel a sus principios, aún cuando la Justicia lo encarceló.

Vaya uno a saber si el peso de la conciencia lo venció o la vejez le jugó una mala pasada, pero Gavazzo no sólo se cocinó en su propio caldo cuando declaró ante el tribunal de honor que el Ejército le formó, sino que metió en la olla, queriéndolo o sin querer, a quienes sin motivo ni razón lo habían defendido hasta último momento.

Su admisión de que participó en la desaparición del tupamaro Roberto Gomensoro -lo que pareció un intento de proteger al resto al decir que fue él solo que lo cargó y lo tiró al Río Negro- terminó siendo una granada de fragmentación. ¿Cómo pudo pasársele a este experto en Inteligencia?

La declaración lo deja como un traidor a sus camaradas al haber permitido que el coronel Juan Gómez, en un fallo judicial que debe avergonzar a los magistrados civiles, cumpliera tres años de prisión por un delito que no cometió.

Y dejó expuestos, incluso a responsabilidad penal, a los tres generales y al entonces comandante Guido Manini Ríos, que no dieron cuenta a sus superiores de que estaban ante la evidencia de un delito que no había prescrito y que aún está impune: el asesinato de Gomensoro.

Un capítulo aparte merecerían la actitud del ministro de Defensa y el subsecretario, unos verdaderos ineptos que seguramente no leyeron las actas de los tribunales de honor.

Pero por sobre todas las cosas, y lo más grave y triste para el presente y el futuro del país: dejó expuesta la actitud que late aún en el Ejército respecto del pasado reciente.

Generales como Manini, que se habían ofrecido para colaborar en el esclarecimiento del tema de los desaparecidos, ante la evidencia de un grave delito de lesa humanidad no solo callaron, sino que criticaron a la Justicia por su proceder en los juicios a los represores.

Militares que no tuvieron nada que ver con la dictadura siguieron amparando los peores delitos y la actitud más cobarde que pueda observarse en un campo de guerra: la no entrega de los cuerpos de los vencidos a sus familias.

Si Manini era visto como el principal caudillo militar desde la recuperación democrática, su actitud significa un retroceso en el avance en la depuración de las Fuerzas Armadas.

Y quienes en estas horas y sin ninguna razón piden equiparar esta situación a las violaciones cometidas por los tupamaros, deberían advertir que la mera comparación ensucia más al Ejército, porque mientras que unos eran terroristas, los otros representaban a la ley, a la tradición artiguista de la clemencia para los vencidos, y en su lugar no hicieron otra cosa que ensuciar la memoria del prócer y, a pesar de los años pasados, seguir alimentando actitudes que en nada ayudan al reencuentro de los orientales y a prestigiar un uniforme del que, ahora lo dejaron por escrito, nunca fueron dignos.

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